domingo, 27 de febrero de 2011

J.R. Ackerley, hilarante frialdad de lo cotidiano en Panfleto Calidoscopio




J.R. Ackerley: Hilarante frialdad de lo cotidiano

Por Jordi Corominas i Julian


Para la mayoría ya es suficientemente arduo llenar la propia vida como para preocuparse de los que nos precedieron. Por eso la tradición oral familiar suele ser un rosario de anécdotas que normalmente todos conocen a la perfección y repiten con pequeñas variantes. Nos fiamos de los seres cercanos y aceptamos su versión de la batallita sin rechistar, riéndonos de lo pretérito, asumiéndolo con la naturalidad que en su interior contiene ganas de saber que en escasas ocasiones van más allá de lo narrado. Mi abuela me contaba sus efemérides de la Guerra Civil y me atrapaba durante horas. La perdí durante la adolescencia, justo cuando la mente puede empezar a indagar con más precisión analítica, y ahora lamento no haberle preguntado más cosas, si bien mi interés es puramente sentimental, porque no creo que la enjundia de mis apellidos se limite al maldito árbol genealógico. Otra posibilidad para querer investigar es la sospecha de una existencia paralela que nos ha sido ocultada para preservar la paz del hogar y no alterar bienestares forjados a través de los años.

Hace escasamente una semana que conozco la obra de J.R. Ackerley, un personaje excepcional. Nació a finales del siglo XIX, combatió en la Primera Guerra Mundial, fue profesor de un Marajá, trabajó durante tres decenios en la BBC y hasta tuvo tiempo de ser un influyente editor que escribía cuando sus correrías amorosas se lo permitían. Abrí Mi padre y yo esperando hallar un retrato victoriano de un hombre de negocios y sus páginas me regalaron una autobiografía detectivesca donde las pesquisas para dar con la verdadera identidad de Roger Ackerley llevan a una vía paralela que incluye los hechos vitales más remarcables de su hijo, quien con buen tino advierte desde el principio de su desorden cronológico al hilvanar las piezas desde una estructura que, de este modo, adquiere cierto tono novelístico. Las pesquisas se centran en el rey de la banana, progenitor de fin de semana que al morir desbarató el supuesto orden al dejar constancia de su convivencia con una segunda familia que escondió durante toda su vida para no perturbar, entre otros elementos, a su mujer.

El descubrimiento es brutal y conduce al autor a replantearse la imagen que tenía de su padre, aquel hombre con torso poderoso y aspecto de estadista que se dedicaba con devoción a su empresa. Antes del shock volaban algunos datos, insuficientes para trazar un cuadro completo. Roger Ackerley nació en el Merseyside en 1863. Era de origen humilde; con veinte años progresó socialmente al relacionarse con dos acaudalados mecenas que le catapultaron del ejercito al ocio y del ocio a un breve primer matrimonio que terminó prematuramente en 1892 al perecer Louise Burckhardt de tuberculosis. Sin embargo se recuperó pronto, prometiéndose poco después con la madre del narrador, otra actriz seducida por su porte y atrevimiento.




Ackerley hijo nació en 1896. Sus padres no se casaron hasta 1919. Mientras tanto la monotonía de ésas cuatro paredes se describe con absoluta normalidad mediante una prosa apasionada y fría, muy rigurosa en su especificidad británica. Esa combinación logra generar un humor que no avisa, que parte de la reflexión y la cierra con una carcajada capaz de alargarse indefinidamente porque el narrador posee la destreza de captar el absurdo de la realidad hasta despojarla de sus ropajes más trascendentes sin olvidar el pudor que requiere sumergirse en la recuperación de lo vivido. Su infancia en el internado con la revelación homosexual por aburrimiento es el testimonio impagable de cómo los tocamientos nocturnos entre machos fueron casi una tradición de las escuelas del viejo Mundo. El autor quedó marcado por la experiencia y desde entonces entabló, divirtiéndose una barbaridad, una dura batalla para dar con su amigo ideal, frecuentando tugurios de mala muerte en los que adoptó la legendaria promiscuidad de su padre, coracero en su juventud como muchos soldados con los que su hijo retozó más que alegremente. Dios salve a la Reina.

Quizá su hermano mayor pudo haber sido un digno ejemplo de la perfección masculina que tanto anhelaba. Las partes del manuscrito dedicadas a su penar compartido en las trincheras francesas de la Primera Guerra Mundial hielan la sangre porque enfocan la pesadilla de las trincheras con una aplastante sinceridad, testimonio que desvela el miedo resignado en combate de un generación entregada a la muerte por sus gobernantes con el cinismo habitual y el agravante de ser el conflicto un pulso estratégico de honda agonía entre lentitud, desgaste y torpeza de los mandamases militares. El barro, la arena y el polvo aportan una dolorosa dosis extra a ése 7 de agosto de 1918, escasos meses antes de concluir las hostilidades, en que Peter y Joe se despiden porque el mayor, inferior en rango, debe salir a la superficie y entregar su cuerpo a la patria, abnegado y sumiso a la bandera, honor y defensa donde nuevamente aparece la ridiculización de la rigidez inglesa, asumida y aceptada pese a lo mecánico de su estilo, amalgama de normas que estallarían en mil pedazos en 1968, año en que desapareció la censura y se publicó el valioso volumen de Ackerley, príncipe de una ironía muy seria que también aplica cuando vuelve el curso hacia el río paterno.

¿Qué fue del magnate platanero?


Nunca compró un automóvil. Tuvo una vejez a priori clásica, con achaques, asunciones sosegadas de las rarezas de un hijo díscolo y frecuentes encontronazos con su médico, hilarante galeno no tanto por sus recetas sino porque cada una de sus consultas deviene un número humorístico, toma y dacha dialogal finiquitado con el óbito del patriarca en octubre de 1929, destapando una inconmensurable caja de los truenos que En mi padre y yo no retumba por sensacionalismo. El impacto colosal de la doble vida de Roger Ackerley rezuma su aroma a lo largo de la obra con equilibrio porque el autor la toma como excusa para retroceder más atrás, atar cabos y entrelazar sus peripecias con las paternas una vez sus averiguaciones, gestadas laboriosamente sin prisa pero sin pausa, le guían hasta la fase fundacional de la prosperidad, túnel jeroglífico con signos extraviados. El futuro rey de la banana pisó Londres en 1879. A sus dieciséis primaveras no tenía ningún contacto en la ciudad: cuando los hizo fueron de categoría. Su primer mentor fue Fitzroy Paley Ashmore, de profesión abogado. Era amigo de Mister Darling, miembro del tribunal supremo, estaba casado y tenía cuatro retoños. Preparó y educó al bisoño recluta, dejándole 500 libras en su testamento que cobró al cumplir su mayoría de edad, continuando el pulimento de la perla James Francis de Gallatin, Conde del Sacro Imperio Romano y soltero propietario de dos residencias. ¿Por qué se encapricharon con el padre del narrador?¿Por qué volcaron sus esfuerzos en darle un estatus de ensueño casi sin pegar golpe?

La respuesta, o la intuición de la misma, surge en uno de esos caprichosos avatares del destino que en J.R. Ackerley suelen ser terremotos de gran magnitud enmarcados en la cotidianidad vecinal, apartados en un ángulo ciego hasta que alguien les presta suficiente atención y propician cataclismos privados. La existencia es una carrera para ocupar los huecos que el tiempo nos concede, y el polifacético intelectual británico sació la más urgente, su obsesión con el utópico amigo ideal, en 1946, año bisagra. Su madre falleció y Fred Doyle, uno de sus amantes ocasiones, ingresó en prisión al ser declarado culpable de hurto. El autor de Vales tu peso en oro, aceptó cuidar de un pastor alsaciano de 18 meses. La bautizó Queenie y fue su compañera durante casi tres lustros. En 1956, fascinado por el can, publicó Mi perra tulip, declaración de amor que exhibe la asombrosa inteligencia narrativa de Ackerley, pues nada hace preveer que la crónica pormenorizada de las jornadas de un chucho sea un plato muy apetecible, y sin embargo lo es. Desde que leí sus primeras páginas mi actitud callejera con el mejor amigo del hombre ha dado un giro de ciento ochenta grados. El británico alcanza épica en lo ordinario que desfila entre paseos, veterinarios, citas a ciegas en pos de la fecundación canina, nervios a flor de piel, multas londinenses y defecaciones. El segundo capítulo del libro, Líquidos y sólidos, versa sobre orines y excrementos más contundentes y es una delicia en todos los sentidos, bien sea por humor, bien por la sutil filosofía que emana en cada una de sus palabras, desde la estrepitosa introducción: “En el diario del general Bertrand, el gran mariscal de Napoleón en Santa Helena se lee la entrada: 1821, 12 de abril: A las diez y media el Emperador hizo una deposición generosa y bien formada. No estoy muy interesado en las deposiciones de Napoleón, pero, no obstante, siento simpatía por el general Bertrand, ya que Tulip me causa una inquietud similar” hasta las anécdotas relativas al acierto en la ubicación del lugar para perpetrar zurullos. Reímos con el cementerio pornográfico, cadáveres versus coitos, y nos carcajeamos con las trifulcas de la ofendida verdulera que ha visto manchado el exterior de su establecimiento por las aguas menores de Tulip, con nombre suavizado por exigencias editoriales, torbellino animal objeto de toda la atención de su amo, quien paso a paso aprende hábitos y costumbres de su mascota con diligencia, aplomo y una estimable preocupación con cénit en el celo. Queenie baila al son de Ackerley, atento y considerado en su afecto en la elección del mejor macho para su hembra, cachonda cada seis meses, revolucionada por una primavera que no es coser y cantar, porque para reproducirse estos mamíferos no sólo deben acoplarse y depositar la semilla. La meta del embarazo es una compleja operación que requiere sociabilidad, cohabitación entre los afectados y unas horas de máxima excitación alentadas visualmente por minúsculas gotitas de sangre. El cortejo sirve al escritor para delinear un mosaico humano que enseña cómo nuestro temperamento puede medirse a través de los nexos que establecemos con ciertos perros, siendo propietarios o transeúntes, cuidadores o turistas, Miss Canvey o una prima que ve rota su quietud cuando Tulip aterriza en su jardín para transcurrir su celo alejada del mundanal ruido urbano, y claro, arma un Belén constituido por canes al acecho que quieren fornicar y no tienen muchos miramientos a la hora de invadir un domicilio para fornicar a destajo con la sex symbol de la cola enroscada. Las hierbas desechas cubren el suelo y el olor invisible del sexo hace el resto.




Luego llega el embarazo y asistimos de la mano de tan peculiar dúo a la belleza de los prolegómenos del parto y la epifanía del nacimiento de los cachorros. La perra actúa consciente de lo venidero y se prepara para la culminación de su tarea. Pare, come las placentas de sus crías y las arropa hasta que la sobrepoblación del piso de Ackerley, quien no obstante respeta el prudencial mes de convivencia para nadie sufra, motiva venderlas o regalarlas a vecinos y obreros, amados y odiados por el poco sociable dueño de Tulip, genio camuflado, porque bastante tenía con vivir y no desperdiciar el momento, de la literatura inglesa con una pasmosa sensibilidad y capacidad de observación para reflejar en sus textos parcelas íntimas que con su prosa transitan en otra escala. Creo que el editor de The Listener, suplemento literario de la BBC, podría escribir de cualquier cosa, hasta de los ornitorrincos silvestres de Extremadura, y encandilar con su embrujo que rebasa géneros y luce soberbio en ésa poltrona que tanto nos gusta llamada literatura.

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