jueves, 5 de abril de 2012

La primera guerra de Hitler de Thomas Weber en Revista de Letras



La primera guerra de Hitler de Thomas Weber, por Jordi Corominas i Julián

Thomas Weber, La primera guerra de Hitler, Madrid, Taurus, 2012
Traducción de Belén Urrutia


“He vivido las cosas que describo aquí- y peores que las que describo-. Aqquellos oficiales, que cultivaban champiñones para ellos, en vez de ocuparse de los soldados enfermos; que se escondían en un refugio cuando llegaba el fuego artillero; que querían castigar a un enfermero porque no llevaba el distintivo de enfermero que tenía que llevar; que estaban borrachos cuando era decisivo que estuvieran sobrios: puedo decir los nombres de aquellos oficiales y tengo testigos que podrían corroborar la veracidad de lo que he descrito.”
( Alexander Moritz Frey y su visión sobre el Regimiento List)


Una de las fotos del Novecientos se tomó en la muniquesa OdeonPlatz. Adolf Hitler es el ser más fascinado del Planeta. El segundo Reich alemán acaba de anunciar su participación en la Primera Guerra Mundial. Por lo pronto sorprende el entusiasmo del don nadie austríaco, una fracasada calamidad que en la capital Bávara apura la tacha de su cigarrillo vital. Sí, Hitler pone su rostro de delirio. Tiene veinticinco años. Es uno más de la no tan apabullante multitud, el ángulo de la instantánea siempre importa, que corea al Imperio y a la orgía de testosterona patria que es un conflicto bélico y su canto a lo desconocido, a la euforia de triunfos y muerte. Romper la normalidad y desatar la tormenta de la prohibido.


El futuro genocida se alista como voluntario e ingresa en el Regimiento List, efeméride que en público y en privado vendió como un punto cardinal de su trayectoria, el momento decisivo en que una luz le reveló los misterios de Fátima, la funesta verdad que condicionaría la Historia europea durante decenios. Las trincheras francesas como escuela de vida e ideología en la mente de un soldado que tergiversó su propio relato hasta hacer creíble algo que nunca sucedió. La Gran Guerra contempló a un Hitler apático, un correo del puesto de mando que raramente se vio expuesto al fuego enemigo y recibió dos cruces de hierro para lucir en su pecho nulo de valor.
¿Qué hizo en el frente? El hombre que por interés elevó a los altares la camaradería entre soldados e hizo de ella un santo y seña del nazismo fue un marginado antisocial en el RIR 16. Condenó las sucesivas treguas de navidad entre ingleses y germanos, gozó de la lejanía del oponente, comió sin inclemencias meteorológicas y dibujó como de costumbre. No perdía sus aspiraciones artísticas desde un perfil discreto y oportunista que le granjeó la desconfianza de sus pares, certeros en definirle cómo el cerdo de la retaguardia, el tipo que ni siquiera disparó una bala a lo largo de cuatro años y medio de contienda.


La primera guerra de Hitler de Thomas Weber tiene entre sus mayores virtudes el modo en que se ha enfocado la investigación. Con la primera parte se desmiente el mito del aguerrido caporal. Ni eso. Nunca ascendió de rango y tampoco mostró dotes de mando ni capacidad de liderazgo. Era uno más en menos, un taciturno privilegiado sin grandes amigos. Escribía pocas cartas, y cuando recibía permisos no acudía raudo y veloz a ningún destino en particular, prefiriendo viajar en plan turista por Alemania sin detectar ni por asomo el lamentable y alicaído estado de ánimo de la población. El único rasgo que permite vislumbrar al fanático del mañana es su nulo derrotismo, su fe a prueba de bombas la victoria final.


Hablamos de un individuo que se alista con veinticinco primaveras en una fuga hacia delante carente de contenido político, neutro hasta en su antisemitismo. Fue un judío del regimiento, Hugo Guttmann, quien propuso a Hitler para la cruz de hierro de primera clase, hecho que motivará una de las múltiples tramas detectivescas que el dictador emprenderá en la cumbre de su poder para hacer desaparecer cualquier indicio que se desviara del guión marcado en el relato oficial de valor, coraje y apoteosis.


Sí, fue herido dos veces, la última en 1918, dato que nos traslada al segundo sector del ensayo, el período oscuro de la inmediata posguerra entre una ceguera psicosomática, la surrealista participación del Führer en el sepelio de Kurt Eisner, artífice de la revolución que derrocó a la monarquía en Baviera, y su apuesta por un modesto partido de trabajadores, plataforma que derivó en el Nacionalsocialismo, estructurado en su jerarquía desde esquemas cuartelarios, con títulos rimbombantes que proporcionaban ego a sus portadores, magnífico ardid en pos de obtener rendimiento y compromiso para la causa.


La Historia de las vicisitudes de Hitler es bien sabida. Weber le confiere otra dimensión al escarbar en lo concreto centrándose en la afinidad de sus antiguos compañeros de regimiento. Tal análisis exhibe una escasa adhesión a los postulados nazis hasta 1933, un ligero incremento hasta la invasión de Polonia y un continuo desentenderse hasta abril de 1945, con los rusos a las puertas de la cancillería. La evolución cuadra con la del resto de la ciudadanía del Reich. Los que le siguieron la corriente lo hicieron, salvo contadas excepciones, desde una óptica conservadora que esperaba del nazismo un retorno al orden tras las convulsiones de la República de Weimar, rematada y en coma profundo desde el crack bursátil de 1929.


Max Amann y Fritz Wiedemann formaron parte de la élite del nuevo régimen. Su fidelidad al obediente correo del regimiento List les propulsó a escalafones que nunca hubieran imaginado. Otros colegas de la Gran Guerra desarrollaron tareas para el nazismo o se afiliaron al partido, pero una gran mayoría cometió el error de criticar al farsante antes del su ascenso a la cumbre o guardar silencio para salvar el pellejo y evitar las turbulencias. Este sector padeció la paranoia, ya expuesta en Mein Kampf, de Hitler, quien sacó dos conclusiones fundamentales de su experiencia bélica: una guerra debe ser ideológica y la propaganda es una arma inefable si se controla desde el Estado. Esta premisa conduce a otro núcleo duro de sus teorías del Mein Kampf: la imposibilidad de ser fuertes sin extirpar los miembros enfermos del cuerpo, lo que en su lenguaje se traduce en exclusión de judíos, gitanos y otras minorías.


Sin embargo el segundo punto ofrece complicaciones añadidas. Una de las claves que articula las tesis de Weber es que el regimiento sintetizaba por su composición el tejido social alemán, que en su conjunto nunca profesó un antisemitismo acérrimo pese al estruendo de la noche de los cristales rotos y toda la maquinaria industrial del Holocausto. ¿de dónde sacó Hitler su ansía exterminadora? Podríamos creer su cantinela, descubierta en noviembre de 1918 mientras se recuperaba en un hospital militar, de la puñalada por la espalda. Weber lo refuta con la contundencia de fuentes objetivas y reconoce que el gran misterio sigue siendo clarificar el proceso hacia el viraje demoníaco que aceleró el suicidio del Nuevo Mundo, tema que abordará en su próximo libro.

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