lunes, 17 de febrero de 2014

Sonámbulos, de Christopher Clark



Sonámbulos, de Christopher Clark, por Jordi Corominas i Julián 

Christopher Clark, Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014.
Traducción de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera

Creo tener la suerte de ser profeso, entre otras cosas porque captas el grado de comprensión de los alumnos en torno a determinados temas. Como uno debe ganarse el pan resulta que a veces no puedo centrarme en las temáticas que más me gustan, pero eso también me ha ayudado a comprender que los seres humanos de la contemporaneidad tienen graves problemas para entender el mundo anterior a 1918, como si esa época estuviera enterrada en un magma alejadísimo donde las estructuras no corresponden en absoluto a las actuales pese a, en parte, a configurarlas con una lentitud que se nos escapa.
Los tópicos pueblan ese período. Se suele hablar de era de los caballeros, con una diplomacia intachable y políticos que eran verdaderos gentleman, cuando la verdad es que los cauces diplomáticos, pese a su elegancia de puertas afuera, estaban viciados por una desconfianza mutua que partía de un todo más que consolidado desde un sistema de alianzas que generaba tensión con su sola existencia.

Nos vanagloriamos de nuestra era global, de la que ignoramos su exceso de información que lleva a la desinformación. No asumimos que por aquel entonces el Planeta estaba dominado por una serie de factores que hacían de cualquier punto del globo un lugar estratégico digno de nerviosismo y cuchillos bien afilados.
Eso no impide, y termino la larga introducción, que en medio de la Segunda Revolución Industrial, de la que surgió una buena dosis del veloz siglo XX, se conviviera en pos de encontrar un equilibrio que permitiera al continente europeo seguir siendo el patrón del mundo. La Belle époque, tan rica en su cultura burguesa, fue un momento de incertidumbre, propio del tiempo donde las dudas hacen el futuro incierto. Por eso, y no es en absoluto baladí, se intentaba perpetuar una fachada de orden que propiciara la falsa idea de estabilidad en el marasmo que, sin embargo, podía haberse evitado.



En 1914 los cimientos de lo antiguo se hundían por todos lados. La irrupción de mil vanguardias, no sólo artísticas, era el síntoma más claro de la metamorfosis, pero eso no lo cuenta Sonámbulos, el extraordinario libro de Christopher Clark sobre el proceso que derivó en la Primera Guerra Mundial. El historiador británico traza un enorme y exhaustivo lienzo sobre las causas del conflicto, y lo hace con maestría desde la buena labor de quien sabe lo necesario que es contextualizar para llegar a conclusiones atinadas.

Su exposición se centra en las dos décadas previas a la catástrofe. Parte del meollo, Serbia, y luego se adentra en los centros de decisión, esa serie de Imperios y Estados que, a la espera de la definitiva irrupción norteamericana, consideraban el Viejo Mundo como el único punto gravitatorio del orbe terráqueo. Era muy complicado, pese a los intentos de Bismarck, cuadrar el círculo de la avenencia porque había demasiados intereses en juego. En cualquier demarcación podían surgir disputas. Durante gran parte de la segunda mitad del siglo XIX Inglaterra temió que la clave fuera rusa y virara hacia la India entre ferrocarriles e inciertos tableros. Francia estaba acomplejada por la derrota de 1870. Alemania, con su excéntrico Kaiser, quemaba las naves en aumentar su potencia naval mientras aceleraba el paso en la industria. Austrohungría era un gigante con pies de barro que siempre amenazaba disolución pese a la brillantez de su capital, rival de París en la creación de la modernidad. La Sublime Puerta se tambaleaba. Italia, joven e inexperta, aguardaba la opción más certera.

Europa, en cierto sentido, era un asunto familiar. Willy, Nicky y Georgie eran primos y se escribían cartas íntimas. Las democracias fiaban el devenir geopolítico a lo que decidieran sus oficinas de asuntos exteriores, fiándose de expertos que, asimismo, no tenían la última palabra porque el factor militar aún incidía mucho en lo estatal.



El embrión del mal estaba teñido de secretismo. Agradezco sobremanera, y percibo la constante en la actualidad del género, los ensayos que no son frías piezas de biblioteca. Clark inicia su tour de force con el salvaje asesinato en 1903 de Alejandro, Rey de Serbia. De este modo, muy novelístico por cómo se desarrollaron los acontecimientos, engancha al lector y crea la dramatis personae que llegará hasta el final de su relato. Los asesinos fueron glorificados en Belgrado. La bestia Apis movió los hilos del regicidio a Sarajevo. En medio, en esa capital que deseaba expansión, están los cables, las embajadas y una serie de peones que desmienten la tranquilidad mediante un estrés que condicionaba a millones de súbditos y ciudadanos. No escapaba ni Freud, quien, al saber que la conflagración era inminente, escribió que su libido era Austrohungría, casi nada.

Entretanto, y se agradece una clara explicación de hechos fundamentales que muchas biografías soslayan, el crédito francés facilitó que la nueva Serbia fuera una máquina bélica sensacional que se presentó en sociedad entre 1912 y 1913, cuando los Balcanes, ya tensos desde la ocupación y anexión de Bosnia a manos de las tropas de Francisco José I, se volvieron la pesadilla indeseada que atemorizó a propios y extraños. Rusia, con los búlgaros a treinta kilómetros de Constantinopla, temió por sus planes. Los demás observaron el desmorone de la vetusta gloria otomana con ojos que mezclaban lucro armamentístico y flema escéptica.
De todos modos la crónica, magníficamente documentada, de Clark tiene otro mérito que debe ser reconocido: alterna con fluidez episodios humanos y decisiones de hondo calado político. La ansiedad y la precipitación se juntan con lo que solemos definir como Historia en mayúsculas, desde las pesquisas ministeriales hasta la planificación y culminación del asesinato de Francisco Fernando el 28 de junio de ese infausto año del que conmemoramos el siglo.



El capítulo dedicado a la muerte del heredero de la corona bicéfala es espectacular a partir del modo en que desgrana el suceso, con frialdad y precisión que enlazan con lo organizado de los preparativos, dignos de la mejor película criminal. Gavrilo Princip sólo fue un trozo de la cadena montada por la Mano Negra. Sus disparos dieron paso al tramo más apasionante, la agonía del desenlace, con una histeria a cuentagotas donde el todo es pausado y la guinda se dirime entre una reunión bilateral franco-rusa, un ultimátum vienés demoledor y un colofón menos bien conocido de lo que solemos pensar.

Clark no piensa en culpables y por lo tanto, con claridad, carga contra el artículo 231 del Tratado de Versalles. Su interés es el de quien quiere llegar al fondo del porqué encadenando la serie de eventos que llevaron a una autodestrucción continental, un volantazo en toda regla, un salirse del circuito trazado en el mapa. Asimismo compara, pero no lo hace gratuitamente. Es probable que en una centuria nuestros nietos contemplen la crisis europea de principios del siglo XXI y la describan desde una complejidad cercana a lo inasible. El deber del historiador es darle luz. Sonámbulos lo consigue y planta sus cimientos en perspectivas que, sin ser definitivas, no distan mucho de ese anhelado umbral.

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