Transatlántico, de Colum McCann,
por Jordi Corominas i Julián
Colum
McCann, Transatlántico, Seix Barral, Barcelona, 2014
Traducción
de Marta Alcaraz
Veo
en la cubierta de Transatlántico, última novela del irlandés Colum McCann, a
una serie de personas montadas en unos mágicos columpios. Visten como hace un
siglo y me mente empieza a fantasear. Abro el libro esperando una historia de
antaño, con piezas de lentitud y relaciones pausadas, sin la velocidad que nos
devora en la actualidad. Al empezar la lectura me transporto con el viaje de
dos aviadores que cruzan por vez primera el Océano, de Terranova a Irlanda, y
me fascina esa tensa calma de la duda, de ignorar si el viaje llegará a buen
puerto entre defectos tecnológicos, avatares del destino y la naturaleza, musa
a la que el hombre se empeña en desafiar, quizá por encima de sus
posibilidades. Estas divisas ya determinan el tono del volumen, donde el azar
se llama vida y las circunstancias abarcan generaciones, de ahí que la clave
del embrollo sea una carta en un bolsillo, perdida para su destinatario y
recuperada una centuria más tarde, como si las palabras esperaran su
oportunidad para reaparecer en el momento justo, que en este caso es narrativo,
como si así el autor corroborara su maestría en la arquitectura de su creación.
Porque
si por algo destaca Transatlántico es por el magnífico encaje de sus piezas. La
trama es un recorrido histórico y sentimental donde no sólo son protagonistas
los hombres, peones de un escenario que se erige en actriz estelar de la tragedia:
Irlanda, prima donna devorada por los personajes desde distintos ángulos que
abarcan el tobogán de un país glorioso y maldito. En este sentido el viaje
inaugural es un aperitivo que sirve para introducir la cuestión del vaivén entre
la isla y América, que no termina de concretarse, porque la disposición
cronológica de los episodios permite mantener el suspense, hasta que el relato
avanza y descubrimos que los saltos temporales y espaciales no obedecen a
ningún capricho: tienen una lógica que está en el armazón de Transatlántico
desde su capítulo fundacional.
De
este modo McCann salta de nuestros queridos aviadores de 1919 a un negro liberado
de 1845 que triunfa con su libro y alucina con el contraste entre dos mundos
mientras la crisis de la patata acecha en el horizonte y una criada cruza a pie
la isla para emprender el sueño americano. Esta chica, antigua sirviente de la
casa que acogió al otrora esclavo, es el hilo que unirá el rompecabezas
mediante la familia, donde predominarán mujeres como símbolo de lucha, crecimiento
y frustración de libertad.
La
explicación del clan tiene otro extra añadido que es importante recalcar.
Transatlántico se concibe desde un armazón que privilegia la Historia como
factor que condiciona nuestra existencia. Quienes más la sufren siempre han
sido los desheredados de la tierra, la vasta mayoría que compone la normalidad,
presente aquí en el centro del escenario para moldear una épica que prescinde
de héroes canónicos y se inmiscuye en hogares donde el día a día transcurre
dentro de una rutina que sólo se rompe con dos vectores arquetípicos: amor y
muerte, sendas que convergen en el replanteamiento existencial que conllevan,
vueltas de tuerca, virajes para surcar otras profundidades inesperadas antes de
la colisión.
Este
caudal, contar una evolución del mínimo y el máximo, del grupo y la Nación, no
es obviamente nada nuevo. Si nos pusiéramos quisquillosos, nada pasaría si así
fuera, podríamos esgrimir que McCann oculta con los pilares de su edificio un
interior que bebe de la tradición decimonónica, enmascarada por los giros y su
desorden ordenado, reivindicada desde la perspectiva de un mundo donde siempre
será posible, ya lo apuntaba Muñoz Molina en un artículo de un suplemento
cultural, hallar nuevas historias para goce de la pluma y satisfacción de los
lectores. Este pensamiento se metaforiza con la carta ya mencionada, ejemplo de
cómo siempre el horizonte puede depararnos argumentos que atienden nuestra
llegada para salir del sobre y abrir una puerta que potencie la curiosidad desde
un sosiego que es un acicate para la investigación, el conocimiento y la luz
que es escarbar sin prisa, a sabiendas que nuestros pasos pueden transportarnos
al punto justo, que en literatura muchas veces se desdeña, empeñados como están
ciertos narradores en excusar su falta de imaginación con artefactos que dicen
ser estilo, sin más.
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