La gota contra la primavera, de
Mario de los Santos, por Jordi Corominas i Julián
Mario
de los Santos, La gota contra la primavera, Edhasa, Barcelona, 2014
Se
intuye desde la primera página de La gota contra la primavera una tensión
trágica que, sin embargo, tarda en resolverse, y en este sentido cabe
considerar que la treta urdida por su autor, Mario de los Santos, es positiva
al mantener el suspense hasta los últimos compases de una novela que desde su
brevedad consigue ser intensa hasta los topes.
La
elección de dirigirse, parcialmente, a una interlocutora fallecida es una buena
excusa para desarrollar la crónica de una historia personal que vira hacia lo
colectivo a partir de una anécdota que une al conjunto y lo sitúa con
concreción desde un plano geográfico y sentimental.
La
efeméride se sitúa en un año bisagra donde todo el país olía a fútbol mientras
empezaba a instaurarse una normalidad que se consagraría el 28 de octubre de
1982 con la victoria socialista en las legislativas. Un partido de ascenso a
Regional Preferente entre el Serín y el Togur deriva en lo que se conocerá como
la Campal, una batalla de dos días entre lugareños y la benemérita, episodio
cargado de tintes cómicos, por absurdos y propios del Celtiberia show, que
asimismo contiene una serie de claves vitales para el narrador, Manuel, quien a
lo largo de ese par de jornadas de incierto resultado centrará el foco en su
hermano y en una chica del pueblo rival.
El
primero es un futbolista de categoría, un chico destinado a dejar el campo y a
volar alto hacia la cima regional que es el Sporting. El destino le deparará
más sorpresas enmarcadas en el contexto de esos salvajes años ochenta, en
especial para una juventud que debía aprender a caminar por la libertad. En la
misma se encontrará la adolescente que captará la atención de Manuel, muda
interlocutora del manuscrito, musa perdida que además del amor simboliza el
amor en sentido absoluto.
También,
no nos engañemos, podría apuntar a la reconciliación entre oponentes, pues
muchas son las teclas que toca Mario de los Santos. La muerte de veintidós hombres
en lo dantesco de 1936 encaja con la paz de los equipos enfrentados, once
jugadores en cada bando, como si la matemática activara un resorte matemático,
un encaje de un rompecabezas que el resto del país no ha terminado de resolver.
La unión hace la fuerza sí, pero como decíamos antes la Campal es sólo una
coartada que sirve para dar pistoletazo de salida a la suma de factores que
configuran una existencia. El recuerdo activa y de ahí se funden pasado y presente
en un solo cuerpo compuesto por la nieta que juega al fútbol mientras crece,
los hijos que buscan en su edad adulta y el mismo narrador, duro observador desde
una maltrecha atalaya donde las fichas se ven pequeñas sin volverse
esperpénticas al estar todas las figuras en un mismo nivel.
En
este sentido, el punto de vista y la conciencia decrépita, el modo de abordar
la trama me ha recordado a una buena novela española de hace cierto tiempo, El
golfo de los poetas del barcelonés Fernando Clemot, donde el protagonista,
alcoholizado perdido, se debate en un marasmo donde siempre se alude a la mujer
que representaba la verdadera tabla de salvación, desvanecida por las
circunstancias, demoledoras e incontrolables, rémoras pegadas a nuestra nave,
desestabilizadoras magistrales en la partida con dados marcados.
La
experiencia en La gota contra la primavera, glorioso verso de Alfonsina Storni,
se erige como el cúmulo que permite la comprensión de lo pretérito desde un
escondite, la sombra que hace la farola, próximo y en las antípodas de los
semejantes. Lo que se nos cuenta es apasionado por la fuerza de la memoria y
alicaído por ausencia y lastre, como si los familiares contemplaran a Manuel
desde la triste óptica del desecho. No se percibe afecto salvo en la nieta, y
este hecho fomenta aun más la amargura, sólo cancelada del territorio escrito
cuando salta la Campal y la génesis de la leve alegría, dulce pájaro de
juventud, paréntesis previo al encontronazo de los palos auténticos.
La
brevedad de la novela exige al autor aragonés canalizar muchos pensamientos en
poco espacio, jugar al retazo con ciertos personajes que podrían cobrar más
importancia y pese a ello cuadrar el círculo con solvencia, pues no creo que
ningún argumento quede cojo en el conjunto, bien hilvanado y con un ritmo in
crescendo que termina por dispararse y explotar en su recta final, consecuente
con una intención y un efecto, lúcido si se analiza forma y estructura del
edificio.
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