Un susurro de España, por Jordi
Corominas i Julián
Hace
pocos meses abdicó el Rey Juan Carlos I. El paso del tiempo suele situar
determinados acontecimientos en una óptica del recuerdo colectivo. Todos
sabemos qué hacíamos cuando cayeron las torres gemelas, algo que en Cataluña es
más bestia todavía porque ese día era festivo y nos pilló con la mesa puesta,
casi con la comida en la boca. Sin embargo, el día de la renuncia del heredero
de Franco era lunes y tras saber la noticia decidí salir a la calle. La vida
seguía su curso con ejemplar normalidad, sin aspavientos. Aún era temprano y
supongo que el resto de la jornada tomó otros derroteros abocados a una de las
máximas absurdas de nuestra época.
Hacer
Historia. La gente nunca la escribe en mayúsculas pero siente una necesidad
brutal de protagonizarla porque suele ignorar cómo se redactan sus actos. Esa
tarde se convocaron manifestaciones republicanas por toda España y las redes
sociales ardían de lemas que evocaban el 14 de abril de 1931, como si nuestros
abuelos hubieran revolucionado el país en un abrir y cerrar de ojos. Es triste
que Warhol acertara con sus quince minutos de gloria. Las trayectorias, al
menos desde el culto al instante, han quedado eclipsadas. Ya ajustará cuentas
el reloj.
Esta
sensación eufórica ha recorrido nuestra geografía a lo largo del último lustro
desde la inconsciencia de ignorar lo que significa un proceso. Puede que los
soberanistas, con cierto criterio, usen el vocablo. Los demás ni siquiera lo
mencionan en su base porque se mueven por impulsos que salen desde un
desconocimiento brutal que marca la pauta en casi todas las facetas de nuestra
sociedad de fachada elevada al cuadrado. Sin conocer la tradición, en este caso
el pasado, no puedes aspirar a ir más allá del umbral presente y superarlo para
crear nuevas circunstancias. La lección sirve tanto para algunos escritores
como para los que fueron a la plaza y pensaron que con el mero hecho de
ocuparla iban a derribar el poder.
¿Por
qué tanto desconocimiento? La Historia que se enseña en las escuelas españolas
es lamentable y sus programas, al menos hasta hace bien poco, lamentables. Yo
mismo no pude cursar ningún tipo de asignatura relacionada con la República o
la Guerra Civil hasta el segundo año del doctorado. Eso no era un problema
porque mi curiosidad había resuelto la papeleta con antelación. En otros casos
deduzco que muchos han preferido seguir en una ignorancia que se podría
comprobar con mucha facilidad por la calle mediante pocas preguntas.
El
sistema educativo ha propiciado esta basura cósmica que aturde a muchos
ciudadanos que han elegido ser hijos de su tiempo sin sumergirse en otros, lo
que también implica conformarse con una cultura de fachada muy parecida a un
quesito de trivial pursuit. La enseñanza se articula a partir de unos esquemas
que más que aprender propician vomitar datos que a posteriori se olvidan e
internet ha reforzado esta tendencia desde un enciclopedismo popular capaz de
elevar a la quintaesencia el fast food mnemotécnico. Ello implica una pérdida
colectiva que se notará más en el futuro, pues por mucho que se hable de los
enlaces cada vez se desaprovechan más. La Historia es una especie de gran línea
donde todos los puntos están entrelazados. Por desgracia cada vez se valoran
menos estas conexiones fundamentales porque se prefiere alardear con una fecha
o una anécdota que relance el simulacro donde nos hemos instalado.
Sin
comprensión de lo pretérito es imposible entender un presente donde muchos
creen ser protagonistas a partir de la opinión masiva cuando en realidad sólo
comentan elementos de unas casillas rellenadas por los que mandan, bien
tranquilos al conseguir su propósito de marcar una agenda de debate dominada
por una rapidez que genera obsolescencia programada de las noticias. Uno de los
grandes fracasos de mi generación fue, pese a los nuevos partidos políticos de
los últimos tiempos, el 15M. Algunos salimos. Otros prefirieron manifestarse
delante del teclado para perpetuar la melodía de los zombies modernos que son
incapaces de mirar el horizonte, metáfora bien indicativa de cómo van las
cosas. Exterior versus interior. Activismo contra la pasividad que predomina
sin límite.
De
todos modos es posible cambiar los acontecimientos desde una habitación si se
tienen los rudimentos para navegar por los mares de Clío, sí, la musa del tema
que nos concierne porque desde las comparaciones con otros hechos podemos
acercarnos a la actualidad y formularla desde estructuras internacionalistas en
el doble sentido de interesarse por las vivencias de otras tierras y aceptar
que en nuestra era las fronteras carecen de vigencia desde lo nacional, algo
mucho más normalizado en el resto de Europa, donde la acuciante presencia de la
Historia ha unido los pueblos en conflictos y hermandades que de las batallas
han avanzado hasta lo cultural, imprescindible en el ámbito de estudios
comparados de muchas universidades del Viejo Mundo que de este modo muestran al
alumnado las relaciones entre los países del Continente para mostrar
diferencias y vínculos en común.
¿Y
España? Puede que la neutralidad en las dos guerras mundiales y la larga
dictadura franquista hayan alargado nuestro catequismo del catetismo, teñido de
uniformidad y contrario por norma a la pluralidad. Ir contracorriente suele
pagarse, por eso este en muchos aspectos es un país de capillitas que protegen
intereses porque más que el verdadero progreso creen en el caciquismo, típico
en la banalidad de arquetipos provincianos demasiado vigentes, grupos con mucha
cháchara y poca chicha, amigos de vender humo que se asustan si una mosca se
desvía de la trayectoria convencional y propone otros rumbos. No intenten leer
entrelíneas, o bueno, háganlo, pero lo explicado es una mera constancia
histórica española. Corran, consulten las hemerotecas. Marx tenía razón.
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