El bigote y Una semana en la nieve,
de Emmanuel Carrère, por Jordi Corominas i Julián
Emmanuel
Carrère, El bigote, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción
de Esther Benítez
Emmanuel
Carrère, Una semana en la nieve, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción
de Javier Albiñana
Con
el paso de los años Emmanuel Carrère se ha labrado una carrera sólida que ha
recibido varias consolidaciones. La primera a ojos del lector español llegó con
El adversario, novela de no ficción que inauguraba un ciclo completado con Una
novela rusa, De vidas ajenas y su segunda gran consagración. Limónov traza el
periplo del escritor y político ruso desde coordenadas reales que, sin embargo,
bien podrían compararse con las de personajes como Julien Sorel, pero en la
encrucijada entre nuestro siglo y el pasado.
Antes
de esta prolífica etapa Carrère fue un outsider que se atrevió, como tantos
otros, con la ficción pura y dura mientras buscaba una voz propia que, en
realidad, siempre tuvo. Lo comprobamos este otoño mediante la publicación de
dos novelas escritas en 1985 y 1995, obras surgidas de una absoluta necesidad
de verterlas al papel como demuestra que ambas se redactaron en menos de dos
meses, como si el autor las tuviera en la cabeza y necesitara expulsarlas, como
si esos hijos fueran un malestar que sólo se esfumaría en forma de libro.
La
primera de ellas es demoledora e indica una serie de intenciones que han
cuajado con el tiempo. El bigote, publicada en catalán por Labreu Edicions, las muestra desde una óptica que aun mantiene su vigencia, pues
los tres decenios que han pasado desde su publicación no han desgastado su
argamasa paranoica encuadrada en una tradición donde Kafka es evidente,
Maupassant un recuerdo lejano y Buñuel un punto de referencialidad que Carrère
transforma por completo en esta historia donde un hombre que siempre cree haber
lucido un nutrido mostacho decide afeitárselo para sorprender a su mujer.
Cuando
los seres humanos realizamos actos tan absurdos, palabra fundamental en el
tejido narrativo que nos concierne, buscamos saber qué opinan los demás. La
ausencia de comentarios escandaliza al pobre protagonista, quien termina por
interrogar a sus allegados. De este modo empieza una locura que revolucionará
su existencia, desestabilizará su relación conyugal y le llevará a plantearse
su propia identidad en una vertiginosa lucha interior que el Carrère deja fluir
con mucha habilidad por espacios cerrados y exteriores, escenarios simbólicos
de una descomposición que en realidad se produce dentro de este antihéroe que
parece notar la velocidad de los ochenta y el cambio de un mundo que se acerca
a la globalización actual sin terminar de avistarla por completo.
Aun
quedan recuerdos que se desvanecen, certezas caídas en un pozo sin fondo y una
normalidad quebrantada por una anécdota que es la gota que colma un vaso
repleto de tonterías que afectan nuestro devenir, trastocándolo con saña por
nuestra propia impotencia para entender lo que es esencial.
La
imagen es un factor determinante en este relato de un hundimiento adulto. El de
Una semana en la nieve, asimismo cargado de introspección psicológica, centra
su planteamiento en Nicolás, un niño inseguro y ultraprotegido que acude a un
campamento de esquí junto a sus compañeros de clase. Si en El bigote veíamos cómo
la desaparición de un supuesto trazo reconocible desencadenaba la tormenta aquí
el motivo que apunta una serie de catastróficas desdichas es el descuido del
equipaje en la bolsa del padre, quien en su desconfianza para con el mundo ha
acompañado al pequeño hasta el sitio donde, en principio, debería empezar a
cultivar su libertad más allá del hogar.
Sin
embargo los condicionamientos son demasiado fuertes. La tortura se expresa en
la imposibilidad de franquear las puertas de los recintos, donde la amenaza de
lo cotidiano es menos peligrosa desde una seguridad que nunca es absoluta. El
pánico del niño es otro botón del muestrario de patologías que en este caso se
han desarrollado cuando su víctima aun no tiene suficientes mimbres como para
asumirlas desde la plena consciencia, algo que permite al narrador recrearse en
miedos fútiles y alucinantes imaginaciones que se entremezclaran con lo
acaecido a lo largo de ese viaje donde brillan algunos rayos de esperanza,
desde la música hasta la amistad de uno de los coordinadores, que desaparecen
con la noche, tiniebla simbólica donde se concentran ansiedades que casi se
reciben con beneplácito porque están ya dentro de las costumbres de Nicolás,
quien desde un derrotismo muy triste acepta lo establecido casi sin rechistar.
Tanto
en El bigote como en Una semana en la nieve la dualidad entre lo individual y
lo inevitable de la superficie constituyen el engranaje que articula la
maquinaria de una marginación que nace de los propios fantasmas y cuaja desde
una irracionalidad que no es tal porque está insertada con naturalidad en
nuestra sociedad. De este modo ambas novelas pueden leerse como una crítica de
un sistema demencial, aunque nunca conviene olvidar que Carrère, y así lo
demuestra su posterior trayectoria, es un apasionado de estos perfiles
deshilachados que al no adaptarse al ámbito que los circunda emprenden una
senda laberíntica que es la base de su atractivo, y lo dicho puede aplicarse a
la gran mayoría de sus personajes, fichas desconectadas en un tablero donde se
pide otra sustancia para transitar sin problemas.
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