miércoles, 14 de enero de 2015

Trilogía "Las grandes familias", de Maurice Druon en Revista de Letras

EL LENTO VALS DE LA DEBACLE

Foto: David Lladó
Foto: David Lladó
He oído en más de una ocasión voces pesimistas que arguyen la imposibilidad de una literatura extensa en nuestra época. Gran parte de la cultura actual parece adaptada al devenir de un tiempo veloz donde, entre otros productos, las series demuestran que el consumo y el arte van unidos por el paradigma de una velocidad donde el disfrute y las prisas se hermanen.
En este sentido es posible que el cine no permita en un futuro el goce de Muerte en Venecia deVisconti. En esta hipótesis sus planos lentos serán insoportables para alguien acostumbrado a la mentalidad del videoclip con sus cortes fulminantes para que el cerebro funcione como un cohete en su dispersión. La longitud tiene bastante qué ver con las formas hegemónicas de un período. El nuestro es audiovisual desde una fragmentación que al final genera una unidad de relato.
Libros del Asteroide
Libros del Asteroide
Hace setenta años, cuando la televisión aun no se había instalado en los hogares europeos, aun quedaba un fuerte regusto de una larga tradición decimonónica que prefería obras de largo respiro que recuerdan el tiempo lento de los primeros viajes en tren. De La Comedia Humana de Balzac a Las grandes familias de Druon media una centuria que entre ambas perlas tuvo la legendaria Recherche de Proust. Tres indicios para una costumbre que apunta una serie de elementos comunes en estas ideas literarias de altos vuelos.
La saga, la necesidad de contar una historia desde un detallismo obsesivo que permita captar una evolución, tiene desde mi punto de vista dos virtudes fundamentales. La primera radica en la elaborada construcción de todos los personajes, con sus rasgos individuales característicos que les dan forma en el armazón del conjunto. Sus vicisitudes serán una importante piedra de toque que deberá mantener la construcción entre dichas y desgracias a partir de su origen social, carácter y modo de moverse por la existencia. Todo el reparto interactúa en una tela de araña muy bien hilvanada, siempre que el autor sepa mover bien a sus marionetas, que nos lleva a la segunda, consistente en el contexto, imprescindible, pues este tipo de novelas narran el devenir del individuo dentro de la inevitable Historia con mayúscula, protagonista oculta que condiciona todos los movimientos del texto, como si se tratara de una gran directora de un baile donde hasta los triunfadores están condenados de antemano.
Proust lo comprendió muy bien con la última parte de su monumento. Después de 1918 el mundo ya no sería el mismo y sus detalladas pesquisas anteriores podían tener una continuidad hacia el entierro absoluto de un universo extinto tras la paz de las trincheras. Maurice Druon, más conocido en la actualidad por Los Reyes malditos, optó por contar esta disolución justo en el instante donde esa decadencia se desvanecía para engendrar otra que antes debería pasar por un esplendor previo al derrumbe.
Es hermoso imaginar a un joven de la Resistencia en plena cavilación de su gran epopeya novelesca justo después de terminar la Segunda Guerra Mundial. En vez de decantarse por la barbarie nazi optó por centrarse en la historia de dos familias de variado abolengo, los Schoudler de prestigio financiero y los La Monnerie con su prestigio plural, que recorren el período de entreguerras entre unos fastos que abocan su celebridad a un pozo sin fondo, precipicio que es asimismo la crónica pormenorizada del ocaso de una sociedad que se creyó invencible y al despertar entendió la resaca de la derrota.
Para ello decidió enfocar su creación desde la trilogía para abarcar a todos los miembros de los clanes. Las grandes familias, con su magistral introducción, nos situa en la acción con un abanico de escenas donde el lector avezado podrá entender que todas las cartas están sobre la mesa. La muerte del poeta Jean de La Monnerie reúne en una misma habitación a los implicados en el asunto con el añadido del médico Lartois y Simon Lachaume, verdadero protagonista del libro, Rastignac avanzado que circulará por los tres volúmenes en un constante ascenso donde sabrá aprovechar sus oportunidades mientras se fascina y detesta por igual el prestigio nobiliario en retroceso de los que le rodean en sus aventuras.
No deja de ser admirable cómo plantea Druon las múltiples teselas del espíritu humano en cada uno de sus personajes. El galeno es un cínico que ama su profesión como pocos. El matrimonio de François y Jacqueline huele a dechado de virtudes envuelto en una maldición. Los niños son inconscientes como su abuelo, quien habló con Talleyrand y contiene en su interior a Europa entero por lo vivido durante más de nueve décadas, informaciones dignas de asombro que no sirven para nada por la metamorfosis de las costumbres y el cambio político acaecido en un visto y no visto.
Las grandes familias es una gran novela de París que sigue en sus dos siguientes entregas. En todas ellas los exteriores describen con pinceladas lugares atiborradas de una calma nostalgia, zonas conocidas de la ciudad de la luz que son pequeños escenarios de una tragedia. Las andanzas derrochadoras de Maublanc muestran los entresijos nocturnos de la capital francesa y nos conducen a la otra arribista, la corista Sylvaine, tan delgada en sus inicios que sólo con el relleno de su silueta se lograrían milagros.
Ella, junto a Jacqueline de la Monnerie, es el foco central de La caída de los cuerpos. En este segundo pasaje de la trilogía ya no nos abrumamos ante la ferocidad con que se narran muertes y ascensos, vómitos y celebraciones. El gran burdel brinda un sinfín de situaciones idóneas para hurgar la herida, y aquí se aparece en mi cabeza que la mención inicial a Visconti no era en absoluto casual porque permite enlazar la arquitectura trazada por Druon con Thomas Mann y sus Buddenbrock, inspiración directísima del director italiano para su La caduta degli dei, filme de 1969 donde mediante la descomposición del clan firma una arrebatadora coreografía de la degeneración, también presente desde otra perspectiva en el autor galo, célebre en sus últimos años por su obstinada defensa de una lengua conservadora que defendió desde la secretaria de la Academia.
En la trilogía todo son tejemanejes urdidos con más o menos inteligencia. La palma se la lleva Simon Lachaume por un motivo claro y meridiano: es el único ser que sabe gestionar su sangre fría que por otro lado no está viciada por las convenciones nauseabundas del dinero y la pertenencia a una estirpe.
A diferencia de los demás, baste como ejemplo la despiadada actitud del dramaturgo Wilner con las aspirantes a vedettes, Lachaume es un ser de su tiempo histórico que para sobrevivir requiere comprenderlo con exactitud. Eso le conferirá unos réditos únicos en su carrera de los honores mientras lo que le rodea se hunde en una niebla muy densa que presagia el vals de los adioses, y quizá por eso los acontecimientos negativos de los Schoudler-La Monnerie, por muy insertados que estén en el devenir histórico, tienen el tufo del pasado, como si sus peripecias estuvieran labradas con telas de otro momento y se agotaran por caducas.
Y para ello tenemos el último viaje. Cita en los infiernos es el equivalente que Druon monta con la Venecia proustiana. La urbe de las lagunas sirve al narrador para ilustrarnos el toque final de la defunción de un modo de sentir Europa, forma apabullada por la virulencia de los años treinta y el empuje de otra criatura. Balbec aquí sería el castillo de Mauglaives, en ruinas sin que importe su reconstrucción desde lo nefando encarnado en Jean-Nöel. El pequeño de la saga es, junto a su hermana Marie-Ange, el rey absoluto de este sector de la novela. Su miserable juventud le introduce en salones donde intima demasiado con las anfitrionas y conoce a homosexuales que se encandilarán por su sucio brillo, hombres con tantos apellidos y distinciones que por sí solos encarnan lo pretérito en su cuerpo. El viaje a Italia y la resolución mostrarán la conciencia del fin con estrépito, y lo mismo acaece con su compañera de juegos infantiles, bella pero empeñada, en el sentido literal de la palabra, a ser una maniquí de modistos y una amante de altas instancias entre el decorado de la Exposición Universal de 1937 y la inminencia del ruido de tambores bélicos. La fortuna se ha dilapidado y quedan las sombras, tristes reflejos mientras los nubarrones dominan el cielo.
Sería extenderse demasiado hablar del estilo de Druon. Su prosa, medida y certera al disparar sus infinitas bombas, tiene el toque de la literatura que permanece, tanto por su endiablada habilidad con los diálogos como por las pausas narrativas que navegan hacia la fusión total ladramatis personae, donde las carnes, los ojos y la desdicha caminan de la mano porque el destino, que vertebran los hombres sin saberlo, ha unido al elenco para caer en el mismo precipicio. Ninguna pieza desentona y todas lucen porque el narrador ha sabido urdir su intención con un esmero que no debemos desterrar en el acelerón del siglo XXI, desde la lección y el disfrute.

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