viernes, 20 de mayo de 2011

The Beatles en Tenerife de Nicolas González Lemus en Revista de Letras




Unos ilustres desconocidos en la Isla: “The Beatles en Tenerife”, de Nicolas González Lemus
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 18.05.11

The Beatles en Tenerife. Estancia y beatlemanía.
Nicolás González Lemus
Nivaria Ediciones (La Laguna, Tenerife, 2010)


Corría 1960 y cinco chicos de Liverpool tocaban en un local de Hamburgo. Un veinteañero alemán con pinta existencialista entró en el local y se quedó prendado por lo que escuchaban sus oídos. Era Klaus Voorman y el quinteto que actuaba cada noche en el Kaiserkeller estaba compuesto por Pete Best, Stu Sutcliffe, George Harrison, John Lennon y Paul McCartney.


Días más tarde el joven teutón llevó al garito a su novia Astrid Kirchner, aspirante a fotógrafa. Nació una amistad que el paso del tiempo convertiría en legendaria y llevaría a tres de los miembros del mejor conjunto de la historia de la música pop a Tenerife. ¿Dónde? Sí, a Tenerife en la primavera de 1963, cuando empezaban a ser conocidos en Gran Bretaña y su manager Brian Epstein les dio vacaciones tras sus primeros éxitos en las listas de éxitos.

El fenómeno y la calidad tardarían en llegar. El grupo había sufrido ciertas transformaciones desde esa lejana noche germana. Pete fue expulsado y Ringo dio el toque justo, indispensable por mucho que algunos desdeñen al verdadero señor de los anillos, a la batería, marcando el ritmo y acompañando a Paul, siempre solvente con el bajo. En 1962 consiguieron su primer contrato discográfico, pulieron defectos y se lanzaron a la aventura de conquistar el mundo desde su isla hasta el infinito.



La historia que cuenta Nicolas González Lemus en The Beatles en Tenerife es la crónica de un tiempo y un lugar a través de la presencia de Ringo, George y Paul en la capital de las Canarias. Por aquel entonces, y bien hace el autor en dedicar una parte importante de la obra al contexto histórico, el régimen franquista inició una leve apertura internacional que potenció el turismo hasta los topes. Y claro, los británicos, en esa Europa que se desperezaba de la posguerra e ingresaba en una nueva era, fueron el blanco perfecto para promocionar sol, alegría y plácidas estancias entre playa y piscina. Los vuelos comerciales eran escasos, largos y muy pesados, con constantes escalas que mareaban y sorprendían cuando se alcanzaba el destino previsto en la ruta. Era ingresar en territorio nacional y toparse con prohibiciones absurdas que The Beatles padecieron en forma de críticas cuando actuaron en Barcelona y Madrid, pero que conocieron por vez primera en Tenerife, donde el dueño del club de ocio más importante les negó la posibilidad de actuar porque su aspecto, que en 1963 no era muy osado, se consideraba deleznable por la media melena y el descaro de la juventud.

Por lo demás los chicos disfrutaron de su estancia. Harrison se lo pasó en grande conduciendo el deportivo del padre de Voorman, quien les cedió el chalet familiar en Los Realejos, Paul casi se ahoga por las corrientes de la playa de arena negra de Martiánez, donde sus dos compinches siguieron la tradición inglesa de calcular mal los efectos del sol hasta conseguir ese moreno tan poco bronceado y sí muy rojo gamba que sólo logran los súbditos de la no tan Pérfida Albión.


Las vacaciones del guitarrista, el batería y el bajista del ilustre cuarteto se poblaron de visitas tradicionales que, sin embargo, tienen el valor de mostrar una determinada visión de esa España en vías de desarrollo. El Lido San Telmo era el último reclamo del Puerto de la Cruz, siendo frecuentado el establecimiento por mitos mundiales como Winston Churchill, que con toda probabilidad no se emocionaba al ver cómo los aborígenes como los aborígenes con las rubias despampanantes que se dejaban caer por el establecimiento.

No sabemos si los tres turistas se rieron de los Alfredo Landa de la zona, pero sí conocemos gracias a Nicolás González Lemus otros detalles curiosos, desde la previsible ascensión hasta lo que entonces se podía subir del Teide hasta su presencia en una corrida de toros porque McCartney, quien desde los setenta es un acérrimo defensor de los animales, era aficionado a la fiesta nacional.

El volumen constituye asimismo un viaje sentimental de suma importancia porque mediante los datos que aporta nos sumergimos en una España que provoca hilaridad y esperanza. En el primer caso soltamos carcajadas al leer los comentarios de la prensa sobre la gira nacional del cuarteto en 1965. El siguiente fragmento da buena prueba de la carpetovetónica mentalidad hispana, patético anacronismo cuando el reloj marcaba otra hora más moderna y revolucionaria:

“En fin, que nosotros no seremos los mejores del mundo. Aún existe algo de virtud española que es decoro y compostura. ¿Hipocresía, homenaje que rinde el vicio a la virtud? No lo sé. Pero si en cualquier círculo hispánico aparece un melenudo a los Beatles no faltarán Dalilos que le corten el pelo”.



Los jóvenes opinaban de manera bien distinta. Es interesante la reflexión sobre la capacidad que tuvo la música en los sesenta para alentar a una generación frustrada para romper lazos con la impuesta monotonía y volar más allá de las normas marcadas. La última parte del libro aborda el auge del movimiento rock en Canarias con grupos que adoptaban nombres anglosajones y sobrevivían a base de interpretar las canciones de sus ídolos. Entre estos chiquillos, el transcurrir de los años es pura calamidad, estaba Teddy Bautista, el sinvergüenza que ahora preside la SGAE y que también tuvo ilusiones artísticas con su formación Los Canarios, conocidos a finales de la década que nos concierne por su composición Get on your knees. Sin embargo, el ambiente no sólo se nutría de imitaciones. La música constituyó un elemento de rebelión desde dentro del franquismo. Nicolás González Lemus, quien vivió ese período al pie del cañón, aporta su crónica personal desde el amor a los de Liverpool y su experiencia en la OJE, Organización juvenil española, de Tenerife, donde él y otros amigos pidieron que el delegado local les dejara un cuarto para escuchar sus vinilos. Al final, tras una breve tolerancia, les prohibieron reunirse entre esos muros porque los mandamases creían que el único tema era criticar a Franco.

Esa España de charanga y pandereta cancelaba guateques, secuestraba discos y vivía ajena a la tormenta positiva que agitaba todo el hemisferio occidental. El diez de abril de 1970 The Beatles se separaron, pero para los que crecieron en esa época su espíritu siempre estará presente, tanto que hasta ha merecido este peculiar manuscrito que rellena un hueco en la bibliografía dedicada a cuatro locos cuerdos que con sus melodías cambiaron para siempre la faz de la tierra.

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