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viernes, 1 de mayo de 2020
The Beatles después de la ruptura en Todos somos sospechosos
El pasado miércoles dedicamos las bios lucanorianas de Todos somos sospechosos a cerrar los dos programas dedicados a la ruptura de The Beatles, esta vez hablado de sus primeros pinitos en solitario. Puedes escucharlo aquí
domingo, 23 de octubre de 2016
Dylaniana en el Laberint de Wonderland
Hoy en el Laberint de Wonderland hemos cerrado el tema Bob Dylan con un especial. Rosa eligió dos canciones, yo otras dos y con la excusa hablamos del Nobel literario de 1016. Si quieres puedes escucharlo a partir del minuto 35 clickando aquí
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jueves, 26 de enero de 2012
Diez ingleses en Panfleto Calidoscopio
Diez ingleses, por Jordi Corominas i Julián
I
Nunca veo muertos, por lo que no puedo repetir la frase del niño de El sexto sentido. Lo que sí tengo claro es que la mayoría de mis ídolos se fueron al otro barrio hace tiempo. Puede que sea por formación, nada deforme, sólo amasijos de lecturas y vivencias que me han hecho ver las cosas claras y tomar unos referentes que siempre pueden ampliarse porque la lista de personajes admirados se genera a lo largo del camino, sin límites ni distinciones de clase o época.
Muchas veces pensé mientras leía en una identificación el biografiado. El último caso, y es justo empezar por el final, es el de T.S. Eliot, pero no es nada postrero, sino más bien una compañía que ya lleva más de un lustro dándome la mano. El vanguardista de La tierra baldía me da fuerzas porque al devorar sus versos noto una afinidad de fondo muy poderosa. No se trata de emular al ser adorado, la idea es aprender de los que nos precedieron, actitud que parece muy demodée en el siglo de lo instantáneo. Curioso que alguien rápido vaya contracorriente por asumir la lentitud del pasado, caldo que debe saborearse bien si queremos captar sus lecciones, en absoluto definitivas, simples cuencos que esperan una boca que desee catar su caldo y su calado.
II
Redacto el elenco de manera automática. Una vez hice un artículo para el Panfleto de diecinueve minutos. Sesenta y dos años transcurrió Winston Churchill en la Cámara de los Comunes. Solemos imaginar al gran líder de la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial con su rostro de buldog y el sempiterno puro en los labios. El signo de la victoria. Sus discursos. Las palabras históricas. El hombre más grande del siglo XX fue aventurero, ganó un Nobel de literatura por sus crónicas y hasta se permitió el lujo de sepultar una época al morir en enero de 1965 y regalar a Su Majestad un entierro en color para un período en blanco y negro. No sé el extraño motivo que impulsaría a un adolescente barcelonés a fascinarse por un británico fenecido años atrás. Supongo que nadie supo condensar tan bien en su personalidad los matices de la musa Clío. Si pudiera escoger una sola entrevista elegiría a Churchill sin dudarlo, podría pasarme la vida entera charlando con él.
III
O con Lawrence de Arabia, aunque esta opción responde más a un impulso romántico de alarma por la extinción de una llama que ha acompañado al género humano desde su nacimiento. Napoleón fue un mito por su osadía, y puede que el odio impregnara las mentes de los pueblos que conquistaba. Sabemos que, en parte, no fue así. Goethe lo consideraba un involuntario portavoz que expandía la Ilustración, y lo mismo puede decirse de T.E. Lawrence en clave árabe. No importaba la Revolución, el interés radicaba en tener una oportunidad para soñar y alcanzar un estrellato para el recuerdo. Pregúntenle al Che Guevara, último estandarte de la casta.
IV
Churchill sepultó con el oropel de su adiós una idea de mundo que se resistía a cedir el testigo a las generaciones más jóvenes. El cambio de hábitos y el swinging London me catapultan a un terreno demasiado conocido, por lo que seré escueto. Ayer terminé el documental que Martin Scorsese ha dedicado a la memoria de George Harrison. El instante más destacado de la cinta sucede al final de la primera parte, cuando el guitarrista se da cuenta que ha adquirido una libertad suficiente para volar más allá de The Beatles. El pipiolo de la banda invita a una sesión de The White Album a Eric Clapton para motivar a los demás. Sin saberlo se ha erigido en líder porque aporta soluciones y la muestra con contundencia y un toque sutil.
V
Lo que intentó sin tanto tino su colega McCartney, un genio que por exceso de energía corría el riesgo de arruinar sus propios planes. Cuando se quedó solito aceptó el destino a regañadientes. Es fácil criticar a Paul, pero me gustaría ver a todos esos sabios del mañana tocar todos los instrumentos, tener sentido melódico o apostar fuerte por mantener una idea y llevarla a cabo. Aprecio al compositor de Eleanor Rigby por más motivos. Los mencionados en estas líneas bastarían para justificar cualquier existencia. Si eres muy bueno te pedirán más. O se morirán de envidia.
VI
Otro habitante de las Islas que figura en mi panteón es William Blake. T.S. Eliot, volvamos al maestro, opinaba que el polifacético artista pecaba de exceso porque quería hilvanar su propia filosofía, lo que sin duda perjudicaba su técnica lírica. El poeta de los Cuatro cuartetos habla desde la sapiencia que da ver las cosas con perspectiva. Le reconoce un valor innovador, indudable si pensamos en las discusiones del último Setecientos, en los temas, algo aplicable también a su pintura, que sigue hechizándonos por un extraño misterio que bien puede corresponder a la peculiar mezcla de una línea muy marcada con colores atrevidos y con sonrisa de esbozo, como si Blake dejara huecos para ayudarnos a encontrar la intención de lo incompleto, el blanco a rellenar interpretado desde lo psicológico.
VII
Lo he dicho en otros sitios. Me divierte sobremanera el recochineo que cierta literatura española del siglo XXI tiene para con Martin Amis. No sé si es un guiño de aprecio, una burda maniobra de la desfasada posmodernidad o un anhelo oculto de recibir su talento. Amis es el jefe de filas de una quinta extraordinaria en la que figuran Julian Barnes, Ian McEwan y Jonathan Coe. El único que no ha logrado engancharme es el narrador de Expiación, y sé que no es culpa suya, aún no hemos congeniado, es cuestión de una buena carambola que encaje las piezas como ya ocurrió con los demás. Amis y Experiencia, una obra maestra, de lo mejor que he leído en mi vida. Barnes y su versatilidad. Coe, el humor de la nada y su dominio de la Historia desde la novela, algo que le equipararía a la española con Martínez de Pisón, escritores que más que por un libro deben juzgarse por la unión de las teselas de su mosaico.
VIII
La superioridad británica es la constatación de un fuerte complejo de inferioridad continental. Sí, vale, de acuerdo. En los sesenta ya teníamos bastante con dar de comer a la familia, gozar del teórico progreso y ligar con suecas. El retraso endémico de España ha llevado a que, de golpe y porrazo, hayan surgido como setas varias modas urbanas que quieren reivindicar una modernidad que sólo reivindica una estética imbécil con gafas de pasta, ropas estridentes y uso de anglicismos para ser cool. Es, como siempre, una estrategia de marketing de unos pocos que obvian la actitud, y sin ella no se va a ningún lado. Si el swinging London tuvo sentido, podría hablarnos de ello si viviera Michelangelo Antonioni, fue porque con la moda erigía una barrera que separaba lo antiguo de lo moderno y daba alas a la rebelión sin pólvora. Policromías para manifestarse y destacar, sí, con clase, intencionalidad y unas ideas muy definidas por evolución y toma de conciencia, no por caer en la falacia e inventar descubrimientos de Griales en mercadillos de pacotilla. Ser neutro da asco, y ya es hora que montemos un cementerio para el mimetismo trasnochado.
IX
En Saint James Street hay una tienda de calcetines. Mis viajes a Londres tienen un único punto de pasaje obligatorio. Converso con el propietario, me ayuda a comprar los que faltan a mi colección, intercambiamos información sobre cómo nos van las cosas, pago, nos damos la mano y me despido con una sonrisa porque su amabilidad no tiene precio.
X
Enrique VIII es famoso por la serie protagonizada por un actor bello y suicida. El Rey por antonomasia clausura el decálogo por sus narices. ¿No estáis de acuerdo conmigo? Tranquilos, fundo mi propia Iglesia y adiós muy buenas. Ejemplar. Y valiente.
sábado, 15 de octubre de 2011
La morsa y John: I Am the Walrus o la cumbre lírica de un genio en Panfleto Calidoscopio

La morsa y John: I Am the Walrus o la cumbre lírica de un genio,por Jordi Corominas i Julián
Cuando uno es pequeño se deja influenciar muy rápido por lo que ve a su alrededor. No recuerdo ni el día y menos aún el momento. Supongo que tenía ocho o nueve años, porque antes no teníamos vídeo en casa. Mi madre puso una cinta para que me distrajera un poco. Era Magical Mistery Tour. Muchas de sus escenas, sobre todo las musicales, me impactaron, destacando en especial la parte de I Am the Walrus. Aquello no era normal, era mejor que los dibujos animados y me pareció una especie de gran lienzo fílmico con el que fantasear toda mi vida. Rebobinar y avanzar, rebobinar y avanzar hasta gastar la cinta. ¿Quiénes eran esos tíos capitaneados por el loco del piano? Un niño no conoce la psicodelia ni el surrealismo, los lleva dentro hasta que la educación se los roba. Quizá por eso quedé prendado por esas imágenes de cuatro individuos vestidos con ropas chillonas que tocaban instrumentos mientras una voz rasgada y contundente soltaba vocablos incomprensibles para mí, que no tenía ni puñetera idea de inglés. Escribir esta frase ha activado otro mecanismo de memoria. Visionaba la película para aprender ese idioma. ¡Menuda valentía la de mi madre! Le estaré siempre agradecido por muchas cosas. En este punto concreto dejó que mi mente fluyera muy libre, sin importarle en exceso si estaba preparado o no para tanta descarga sensorial. Los músicos se transformaban en animales, los policías se daban la mano en un muro, los negros reían poseídos por las burlonas carcajadas enlatadas y un grupo vestido de blanco, uno de ellos con un bigote a lo Hitler, seguía al autocar del viaje, con The Beatles capitaneando la marcha de todo el delirante rebaño que orquestaron en lo que sin lugar a dudas es una obra de arte con mayúsculas, tanto por la canción como por el videoclip rodado en, quien lo iba a decir ante semejante lirismo de denuncia, en el campo de aviación de West Mailling, ubicado en el Condado de Kent.
Los dementes del siglo XIX llevaban un sombrero napoleónico. John Lennon endosa una especie de gorro típico de los manicomios del setecientos. Sabía perfectamente que la sociedad que catapultó a su grupo a la fama no estaba plenamente preparada para entender el paso de la plena aceptación a la irreverencia, y ese símbolo de sanatorio mental es una perfecta metáfora de cómo se sentía en el momento de escribir su poema por excelencia, aunque es posible datar ese estado desde su adolescencia. En este sentido Strawberry Fields Forever y la soledad en lo alto del árbol indican ese temor a la incomprensión, miedo a soltarse que desaparece con la morsa, cuando rompe las cadenas y se viste de gran chamán para apuntar con el dedo todo lo que aborrecía de esa Inglaterra que en 1967 aún usaba muchas censuras que la generación de los sesenta no podía ni debía tolerar.
Para entender la génesis de un monumento hay que situar muy bien su contexto. Ese verano del amor significó la conclusión de muchas cosas en medio del éxtasis lisérgico de paz y amor. Los de Liverpool habían apuntado la ruta con dos discos que muchos juzgaron extraños, una alteración del camino sin muchos baches. Rubber Soul y Revolver fueron la antesala perfecta, un coctel explosivo que mantenía la frescura del pasado con toques que apuntalaban el futuro mediante un mayor trabajo en el estudio, composiciones mucho más logradas y una fuga del romanticismo, válido para las fans, no así para los creadores, a quienes el frenético ritmo de la industria musical les obligó a madurar más deprisa de lo normal tanto en lo personal como en lo artístico. Surgieron joyas como Norwegian Wood, Eleanor Rigby, The Word, For No One o Tomorrow Never Knows que perfilaban un horizonte poliédrico que se consolidaría definitivamente con el abandono de los conciertos en directo y el maná de poder transcurrir todo el tiempo del mundo en Abbey Road, templo de grabación que durante casi medio año albergó en secreto el torbellino que significó para toda una generación el Sargent Pepper's Lonely Hearts Club Band. Su salida marcó un antes y un después que asentó a Paul, George, John y Ringo en una dimensión inalcanzable. Ya no se hablaba de pop, sino de fenómeno cultural, piedra miliar que hizo de la música popular algo más que una amable colección de temas para distraer las expectativas consumistas de los jóvenes.

Pero, como por otra parte es comprensible, la revolución no llega sola, y no podríamos entender una obra del calibre del Pepper sin alguna de las causas de la liberalización de costumbres de los Baby boomers nacidos durante la Segunda Guerra Mundial. El uso de estupefacientes amplió la potencialidad y el lirismo de las canciones. Las drogas entraron en escena y las autoridades gubernamentales no transigieron con el vendaval. The Beatles se salvaron de la quema por ser Baronets del Imperio Británico desde 1965. Otros no tenían esa bula y pagaron su osadía. Entre ellos cabe destacar a varios de los componentes de The Rolling Stones. Brian Jones, Keith Richards y Mick Jagger fueron arrestados. La situación era claramente contradictoria. Paul McCartney se permitía financiar anuncios para la legalización de la marihuana y declarar que había probado la panacea del ácido lisérgico sin sufrir ningún tipo de condena penal. Los demás, peleles que animaban el cotarro, estaban en la lista negra, que ya no sólo se centraba en lo que aquellos melenudos se metieran en el cuerpo. La revista International Times fue clausurada en marzo de 1967 por su material subversivo y las estaciones radiofónicas piratas fueron terminantemente prohibidas por las autoridades. La atmósfera iba haciéndose irrespirable. Lennon lo notaba y una gota colmó su vaso.

En agosto de 1967 The Beatles vivían en la gloria de saberse inmortales desde lo hippie. Se movían a toda velocidad embargados por una dicha indescriptible. Barajaron comprar una isla en Grecia donde montar su propio estudio y vivir aislados, con la tranquilidad de no ser molestados y poder ser amos de su destino. Asimismo, impulsados por el liderazgo espiritual de George Harrison, buscaban confines interiores que les dieran un hálito que prescindiera de vanidades y adentrara sus egos en una espiral benéfica. La solución, una astracanada como la copa de un pino, pareció llegar con un santón hindú. El Maharishi Mahesh Yogui llevaba promocionando su meditación trascendental desde finales de los cincuenta. Muchos habían caído en sus redes. Con los de Liverpool, cazados tras una lectura en el Hilton de Londres, se cobró su gran pieza. El encuentro fue de impacto y convenció a los Fab Four de proseguir con la experiencia en un seminario que se celebraría los días siguientes en la localidad galesa de Bangor. Su marcha fue precipitada y la filmación de su partida muestra a una desolada Cinthya Lennon perder el tren por milímetros en una de sus infinitas derrotas en la lucha por salvar su matrimonio, roto desde sus comienzos por una más que manifiesta incompatibilidad de caracteres entre el divo y la chica que aún creía estar en la época donde todo era un sueño que se antojaba quimérico.

Uno de los grandes ausentes de ese receso fue Brian Epstein. El manager de la formación se había comprometido a asistir. Lo impidieron un fin de semana muy alocado con altas pretensiones erótico-festivas y su irremediable depresión que acabó con sus huesos en la tumba. En esos días finales de agosto el hombre que levantó un imperio se hallaba en una fase terminal de su cuesta abajo. Desde la conclusión de las giras su función en el seno del cuarteto se había vuelto casi irrelevante. Arruinó la opción de dar al mundo un Pepper aún más genial por sus presiones en pos de sacar un single arrollador que, efectivamente, fue el mejor de la Historia. Penny Lane / Strawberry Fields Forever no llegó al número uno. Las dos perlas no se incluyeron en el álbum, quebrando así la idea conceptual de elaborar un Lp conceptual de temática exclusivamente norteña. Además de este pecado Epstein perpetraba otros a nivel financiero que sorprenderían a sus protegidos, absolutamente ignorantes de cuestiones económicas que el antiguo aspirante a la farándula dominaba con descarada maestría. Sin embargo, porque aún no había llegado el lamento del engaño, para John Lennon la condición de Epstein era primordial para su estabilidad. Había sido el padre que nunca tuvo, un hombre en quien confiar desde la diferencia de clase y estilo. Habían veraneado juntos en España y ambos se sentían vinculados por lazos que iban desde su desafío familiar hasta la conciencia de saberse únicos en su género. Por eso el autor de Good Morning Good Morning fue el que más sintió el suicidio accidental del gestor por sobredosis de barbitúricos el 27 de agosto de 1967.
¿Qué harían sin él? ¿Había futuro sin su control extramusical?
El primero de septiembre The Beatles se reunieron en casa de Paul McCartney. Era un cónclave en la cumbre para dilucidar soluciones a corto plazo que capearan el temporal de lo imprevisto. Paul, que desde esa jornada tomó el mando del conjunto de manera absoluta, propuso retomar su idea del Magical Mistery Tour. Alquilarían un autocar y la magia haría el resto entre ocurrencias y nuevo disco que contentara a sus fans. A finales de abril habían casi finiquitado el tema homónimo. El siguiente sería I Am the Walrus. Algunos historiadores opinan que el bajista dejó que Lennon impusiera su voluntad en ese sentido para fortalecer la democracia interna del conjunto. Puede ser. Lo importante es comprobar que cuatro días después de la muerte de Epstein, como si la desgracia hubiese impulsado una catarsis creativa, John ya tenía el germen de nuestro objeto de estudio. ¿Debemos creer esa teoría a pies juntillas? Sí, sin lugar a dudas, pero con matices. Dice la leyenda que una tarde cualquiera el guitarrista rítmico estaba en su casa de Kenwood colocado de LSD y escuchó el sonido de una sirena de policía. Los altibajos de la misma le evocaron los malos ratos pasados por sus compañeros de profesión e inspiraron una melodía que imitara el tono del famoso tono que tantas veces solemos confundir con el de una ambulancia. La oscilación entre lo alto y lo bajo predominaría y la letra sería explosiva para remarcar una serie de absurdidades personales y colectivas. El primer caso alimenta la otra porción canónica de la génesis de la morsa. Pete Shotton, amigo de los tiempos de correrías por los barrios de Liverpool, le comentó que en la escuela los estudiantes dedicaban algunas lecciones de literatura inglesa a desgranar el significado de las canciones de The Beatles. ¿Era necesario darles tanta importancia? ¿No hacían música para entretener a la gente de la calle? Esas preguntas accionaron la palanca de la burla. Lennon escribiría una letra demoledora, tan indescifrable que nada significaría para fundir los sesos de expertos y colegas como Bob Dylan, con el que siempre mantuvo una especie de amor-odio que fluctuaba entre la mutua devoción y un mirar de reojo su actividad para no perder comba. Sin embargo el de Minnesota, aunque ese conocimiento sólo nos lo da la perspectiva, ya no era rival desde su accidente motociclistico acaecido el 29 de junio de 1966.
Para leer más
sábado, 24 de septiembre de 2011
El sonido de Los Beatles de Geoff Emerick y Howard Masey en Revista de Letras

Un imprescindible: “El sonido de Los Beatles”, de Geoff Emerick y Howard Masey
Por Jordi Corominas i Julián | Portada | 21.09.11
El sonido de Los Beatles. Geoff Emerick y Howard Masey
Prólogo de Elvis Costello
Traducción de Ricard Gil
Urano (Barcelona, 2011)
Paradojas de la vida. Si hablara con el mago de la lámpara le pediría ser durante unas horas Geoff Emerick para descargar el disco duro de su memoria, plagada de recuerdos juveniles en los que aparecen cuatro veinteañeros de Liverpool enfrascados en sus genialidades. El autor de El sonido de Los Beatles, horrible apaño hispano que destroza el original Here, There and Everywhere de la edición británica, fue ingeniero de sonido del grupo más famoso del siglo XX entre 1966 y 1969. Vivió el giro copernicano de Revolver, la consagración del Pepper, las disputas del White Album y la rúbrica del Abbey Road, siendo pieza clave y fiel observador del auge que precipita la belleza de una decadencia gloriosa, inigualable por su anomalía, como si los discos no sufrieran los lógicos desencuentros propiciados por la madurez de George, Paul, John y Ringo.
La mirada de Emerick es nostálgica, como si quisiera reflejar un tiempo perdido que nunca volverá. Da en el clavo porque su narración produce empatía con el lector, ansioso por aprender anécdotas que por su trascendencia adquieren carácter histórico. El libro es un viaje a una Arcadia mitificada que marca el ritmo evolutivo de la sociedad en los sesenta. En Abbey Road la magia surgió por imperativo. Cuando el autor del volumen que nos concierne ingresó en EMI todos sus empleados debían vestir acorde con los requisitos de la cadena laboral. Camisa blanca y pantalón negro para perpetuar un orden de falso comunismo en la pirámide capitalista de la música. Los discos se vendían con otra intencionalidad. Los artistas eran estrellas con limitaciones horarias y profesionales en las que el endiosamiento pop aún no había cobrado su dimensión actual. En este sentido el flechazo entre nuestro protagonista y su foco de atención es significativo. The Beatles en 1962 eran unos pipiolos que sólo ostentaban frescura a raudales, sin más. El trato que recibían era el propio de quien es contratado para desarrollar su empeño estipulado en un papel. Tocar, grabar y a casa. Gracias.
Las cosas cambiaron por la dinámica de los acontecimientos. Los Fab Four se transformaron en una máquina de ingresar dinero que merecía privilegios absolutos. Lo aprovecharon para imponer su criterio artístico aliados con George Martin, quien supo ver el talento de los chicos y llevarlo hasta el paroxismo con los métodos de otrora, una verdadera proeza en la que colaboró Geoff Emerick. Imaginen que Lennon pide que su voz suene como mil monjes tibetanos en la cima de una montaña. Primero te quedas en blanco. Luego activas el cerebro y ofreces una solución. Así fue el debut del ingeniero en Tomorrow Never Knows, al que seguirían varios frenesíes heroicos que además le sirvieron para comprender la personalidad de esos extraños individuos que dominaban el mundo con guitarras, bajos y baterías, pregonando paz y amor mientras en su fuero interno luchaban por asimilar la vorágine, mediática y creativa. Sin ese combate no entenderíamos el porqué de Revolver al White Album se nada en un éxtasis que culmina en reproches, peleas y Yoko Ono, culpable de la ruptura hasta cierto punto. La vida toma caminos y es un constante río de descubrimientos y sorpresas. The Beatles eran una familia forjada en la adolescencia, donde los sueños compartidos son un acicate que el progresar de la existencia reforzó y diluyó. Harrison se interesó por la cultura india. Las mujeres irrumpieron con estrépito. La fama llevó a la protección y cada uno quiso cultivar su jardín. Pónganse en su piel. Doscientas canciones no pasan en balde. Nadie, absolutamente nadie ha generado tantos quilates de oro en tan breve período cronológico, lo que significa transcurrir muchos días con las mismas caras al lado, sin tener otra opción por confianza en la alquimia y la inercia de saberse en el paraíso. Hasta decir basta, lo que Emerick anticipó en el doble blanco al no soportar la tensión existente en el estudio y abandonar la sesiones de grabación para preservar su salud mental y tomarse un respiro de tanta intensidad.
La pausa fue corta. A mediados de 1969 fue nuevamente solicitado para aportar su granito de arena a lo que sería el último disco del conjunto, Abbey Road, título nacido del hastío pero que simbolizaba el fin de una época y la importancia de esas cuatro paredes. En este sentido el libro publicado por Urano es fundamental porque ofrece detalles de un período muy mal estudiado en la trayectoria del cuarteto, quizá porque siempre se ha preferido el chismorreo de la debacle al análisis de la misma. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo eran las relaciones entre los dos líderes de la banda? ¿Cuál era la actitud de Harrison en los meses del adiós? El cuadro deparaba síntomas de descomposición que quedaron, en parte, relegados por la entrega de Paul, George y Ringo en completar una obra que se equiparara al resto de sus perlas. Lennon remaba en otra dirección más egocéntrica, preocupándose sólo por sus canciones mientras desquiciaba a los demás con una cama para Yoko y caprichos de divo enloquecido salvo cuando se hacía su voluntad o las sesiones devenían un juego infantil, como acaeció con The End y su serie de solos de guitarra.
En algún que otro instante parece que el núcleo de la narración sea Paul McCartney. En una reciente reseña Diego Manrique lo dice aún más claro. Emerick es un hombre de Paul, lo que explicaría el trato de favor que las palabras desprenden, fruto de lo intenso de su relación. El bajista es visto desde los primeros compases con un sutil bastón de mando al ostentar mayores dotes musicales. Lennon era la exuberancia y el descaro, pero quien manejaba los intangibles era el compositor de Eleanor Rigby, siempre atento al detalle melódico, siempre presente en su tesón por mantener al grupo unido y propulsarlo a latitudes desconocidas desde un afán perfeccionista inaudito y que la posteridad valorará en su justa medida, multiplicándose en varios ámbitos, dejándose los dedos con su instrumento y gestionando al monstruo de cuatro cabezas para que no se hundiera. Lo único que podía destruir al acorazado Beatle era su propia grandeza. Así terminó una aventura a la que siguieron carreras en solitario. El ingeniero pasó a ser productor, y gracias a ese progreso decisivo podemos deleitarnos con su relato nigeriano de la grabación de Band on The Run en Lagos, cuando Paul sufrió lo que no está escrito entre desastres sin precedentes, robos de letras y un colapso respiratorio que hizo temer por su aún joven singladura. El pánico cedió a un renacimiento y el disco fue uno de los más celebrados de los setenta, cuando la alegría del decenio anterior era un miraje y la música popular viraba hacia espectros con otras tonalidades.
Para cualquier aficionado devoto a los de Liverpool El sonido de los Beatles es un libro que no puede faltar en su estantería. Contiene informaciones de alguien que vivió el septenio dorado desde dentro, por lo que los datos, pese a su necesaria subjetividad, transmiten más, lo que se palpa en cómo Emerick nos cuenta las cosas. Es de agradecer que algunas editoriales españolas, y no precisamente las de más renombre, publiquen lo esencial de la bibliografía sobre el conjunto. Pasito a pasito los huecos van llenándose, pero seguirán con la abundancia de los de Blackburn, Lancashire, hasta que no veamos en nuestro país volúmenes del calibre de Revolution in the head de Ian MacDonald, The Complete Beatles Recording Sessions de Mark Lewisohn o Many years from now de Barry Miles.
sábado, 11 de junio de 2011
Matemática Beatle (y IX) en Panfleto Calidoscopio

Abbey Road y la mejor despedida posible para la Historia de la música.
Por Jordi Corominas i Julián
“Let's try to make a record like we used to. Would you come and produce like you used to? I said ´Well, I'll produce it like I used to if you'll let me´. So, Paul rounded up John, George and Ringo we started work on Abbey Road. It really was very happy, very pleasant, and it went frightfully well.”
(George Martin sobre el proceso que llevó a grabar Abbey Road)
John was definitely very odd by this point, and his involvement in all the Abbey Road sessions would be sporadic. For the most part, if we weren't working on one of his songs, he just didn't seem interested.”
(Geoff Emerick sobre la implicación de John Lennon en las sesiones de Abbey Road)
“The one side that Paul and I worked on mainly was the connected one, side two, and that had, slighlty, reluctant, contributions from John. He never liked production; he liked good old rock'n roll. So, one side was to please John, a collection of songs, and the other was to please Paul.”
(George Martin sobre la estructura de Abbey Road)
“My God, those three guys were the ones entertaining him for so long. Now I have to be the one to take the load.”
(Pensamientos de Yoko Ono tras saber que John Lennon iba a dejar The Beatles.)
La historia de The Beatles aúna en su seno elementos que la convierten en un prototipo de relato inolvidable. Unos chicos jóvenes e ilusionados por el Rock and Roll se conocen y forman una banda. Con el paso del tiempo encuentran las tuercas justas para que la máquina funcione. Trabajan duro, actúan en locales de mala muerte, crecen, viajan al extranjero, se curten, dan con un garito idóneo y finalmente un manager les ayuda en su búsqueda hacia el estrellato. Irrumpen en el panorama con fuerza, deslumbran por su look, crecen y ofrecen al mundo un inolvidable repertorio que alcanza su cenit con la madurez de su juventud que les lleva, por lógica y desgracia, a la separación para que sus egos caminen en solitario hacia otras sendas que engrandecieron la leyenda de su colaboración.
El último baile de su singladura fue Abbey Road. Tras el fracaso de las Get Back sessions nada hacía presagiar que los cuatro volvieran a reunirse para grabar un nuevo disco, pero Paul McCartney seguía llevando bien alta la bandera del sueño. Habló con George Martin, le prometió que registrarían las canciones a la vieja usanza y el productor aceptó encantado porque recibió garantías de que hasta John Lennon aprobaba la idea. El otrora líder del conjunto volaba en órbitas de desquicio y perdición clamando por ser escuchado. Era un ser a la deriva que creía, sin duda influido por su esposa, haber finiquitado una etapa que debería abrir un ciclo donde él sería el protagonista indiscutible sin que nadie le tosiera ni limitara. Quizá por eso su actitud durante Abbey Road fue sumamente negativa, como si el grupo que él mismo había creado fuera una molestia, un mero expediente a solventar para ingresar cuantiosas esterlinas y proseguir con su excesivo tren de vida de megalomanía, drogas y mucho despropósito camuflado con pretensiones vanguardistas.
Todos los componentes del cuarteto evolucionaron tras casi un decenio de intenso fervor creativo y mucha presión mediática. George Harrison, movido por espiritualidades y una creciente fe en sus capacidades compositivas, avanzaba hacia la independencia y sentía que ya no podía ser comandado por los dos monstruos que alteraron el panorama de la Historia de la música popular. Tenía muchas letras guardadas en el cajón y quería presentarlas al mundo. Asimismo, galvanizado por Eric Clapton, iba desarrollando una técnica personal en la guitarra. Su fraseo se llenaba de Slide y con él imponía rasgos propios que emergerían a lo largo de sus primeros discos en solitario, cuando llegó a ser el ex Beatle más exitoso con All Things Must Pass, triple Lp que supuso el cenit de su carrera.
Ringo, el fiel batería, atendía acontecimientos. Fue pionero en abandonar la formación, y los demás sabían de su importancia para cohesionar lo que siempre se iba pareciendo más y más a una lucha de egos muy difícil de controlar. En 1969 su labor era más sólida y en Abbey Road ofrecería, con permiso de algunas canciones de Revolver, lo mejor de su repertorio con la banda, a lo que sin duda ayudó la novedad, ya existente en América, en forma de consolas de ocho pistas que dieron a su sonido matices muy especiales.

Paul McCartney seguía siendo el mismo de siempre. De las tensiones previas aprendió varias lecciones. No podía seguir siendo el jefe absolutista de antaño, no convenía para la estabilidad que pretendía lograr con sus compañeros, siempre más proclives al método individual que emergió descarado a lo largo del White Album, cuando abandonaron la idea grupal para centrarse en fórmulas donde cada uno exprimía su talento privilegiando su terreno y usando a los demás como músicos que complementaban el mosaico sonoro. Harrison ya no era un niño, Lennon era irascible y Starr, más comprensivo, podía aceptar consejos que dieran a sus redobles más magia y efectividad en función del tema. Pese a esta comprensible tolerancia el bajista tenía las ideas muy claras, y ello se demostró desde el momento en que volvió a pisar el estudio junto a Ringo y George el 2 de julio de 1969 para retomar lo que sus primaverales discusiones habían dejado interrumpido.
Es importante recalcar que la ausencia de John por el accidente escocés durante la primera semana de trabajo propició un clima laboral idóneo donde se gestó buena parte de la estructura que enhebraría la famosa suite de la cara B de Abbey Road compuesta por You Never Give Me Your Money, Sun King, Mean Mister Mustard, Polythene Pam, She Came in Trough The Bathroom Window, Golden Slumbers, Carry That Weight y The End. En este sentido el hecho que en la jornada inicial McCartney grabara Her Majesty, que debía ir entre Mean Mister Mustard y Polythene Pam, y presentara a los demás Golden Slumbers y Carry That Weight, con Ringo acompañando de manera excepcional en las armonías vocales, indica que el músico tenía bien instaladas en su mente las ideas para crear una suite sinfónica que cerrara el álbum. Durante esas jornadas Harrison ofreció a sus socios la que en mi opinión es la canción más sobrevalorada del conjunto, Here Comes The Sun, alegre e inusual melodía que se le ocurrió después de pasar unas soleadas y anómalas horas junto a su gran amigo, hasta que le robó a su mujer, Eric Clapton. En el tema no participó Lennon, quien una vez se recuperó de sus lesiones irrumpió en el estudio con toda la fanfarria y excentricidad posibles, alquilando una cama en Harrods para que Yoko Ono, a la que se le colocó un micro cerca de la boca para que expusiera sus opiniones, reposara como una reina en medio de la vorágine, con el consiguiente disgusto de los demás.

La llegada del artífice de a Hard Day's Night, su punto álgido de dominio en la banda, enturbió la atmósfera y exhibió fricciones ciertamente innecesarias que en parte explican la división definitiva del disco en dos mitades. La cara A, de Come Together a I Want You, es la clásica colección de canciones, mientras el segundo segmento apuesta con claridad por una continuidad mediante el enlace de varios temas que configuran una unidad. La discusión sobre este punto alcanzó su culminación el 9 de julio, cuando Lennon declinó participar en Maxwell's Silver Hammer, ingenioso vaudeville de McCartney que su antiguo partner compositivo detestaba, y es probable que odiara otros temas o bien se dejara llevar por un egoísmo nada conveniente cuando trabajas en equipo, pues su presencia también es nula en Octopus's Garden, Here Comes The Sun y también, aunque aquí no podemos corroborarlo plenamente, en Golden Slumbers y Carry that Weight. La tensión entre los líderes del cuarteto alcanzó cotas ridículas, con Paul abandonando los estudios de Abbey Road entre lágrimas y John yendo a su casa para destrozar una pintura que el bajista amaba con locura, sin tampoco omitir un nada inocente golpe a la encinta Linda Eastman. Por suerte para la convivencia, estos lances fueron puntuales y durante el mes y medio de elaboración del Lp se mantuvieron las formas pese a ciertas brusquedades entre las que cabe mencionar la exclusión del bajista de las armonías de Come Together o la rabieta del guitarrista rítmico por no poder cantar Oh! Darling, canción que consideraba idónea para su estilo vocal.
Dejando de lado estos desagradables desencuentros, Abbey Road es un disco diferente donde The Beatles no buscaron lo imposible, sino más bien hallar un sonido natural, ciertamente bien producido por George Martin, que reflejara su impronta pop-rock al máximo de sus capacidades donde todos los instrumentos sonaran como tales, sin distorsiones ni rarezas vanguardistas que sólo recibieron acomodo por la destreza de Harrison con el recién adquirido sintetizador Moog. Atrás quedaron los alardes del Pepper, sacrificados por un sonido prístino donde pese a todo aún cabían efectos y una experimentación que se orientó hacia otras brillantes latitudes con un cierto tono oscuro que preludian la separación de los de Liverpool, cuestión que nadie puso sobre la mesa durante aquel intenso y prolífico verano.
Cara A: Seis gemas de cuatro monstruos
Además de lo dicho, hay otros matices que debemos abordar si queremos trazar un cuadro completo antes de entrar propiamente en materia. Si analizamos las letras de las canciones de Abbey Road, comprobaremos cómo Lennon es más bien escueto. Su grifo compositivo se había cerrado por sus devaneos con la heroína y la exageración de su imagen pública que catapultaría hasta límites grotescos en los meses posteriores, recibiendo en diciembre el título de personaje ridículo del año, lo que contrasta con la quizá excesiva exhuberancia de McCartney y la solidez de Harrison en Something, pilar de su trayecto con el conjunto que le hizo célebre. A nivel musical el disco se sostiene sobremanera en la adecuada coordinación entre el bajo, que recorre los temas con pasmosa versatilidad, la batería, más potente que en ninguno de los anteriores Lp's, y el ejemplar y polivalente fraseo, con algún que otro solo nada gratuito, de George con la guitarra. Todos estos factores convergen a la perfección en Come Together, pieza inaugural, ralentizada a sugerencia de McCartney, en la que John a ritmo de Blues da su última gran contribución lírica con un intento de composición a la Walrus a la que añade mala leche, rabia y hasta una sugerencia de suicidio, shoot me, capeada en las primeras cuatro barras por el sonoro bajo de Paul, magistral a lo largo de toda la melodía que domina con envidiable desparpajo hasta en el segundo previo a la irrupción del riff de piano eléctrico, fragmento que hasta Lennon se dignó a aplaudir al ser el perfecto intermedio entre la parte inicial y una conclusión donde la guitarra de Harrison borda su parte con destellos que anticipan la gloria de Something. Durante la primera cara del disco las canciones no están enlazadas y cada músico da rienda suelta a su propia estrella. Considerada por Frank Sinatra como la mejor composición de amor del último medio siglo, Something sintetiza en sus poco más de tres minutos lo que debe ser una sentida canción de amor que alcanza universalidad a través de las palabras que exprime, la adecuada producción sinfónica de George Martin, el subterráneo y rico bajo de Paul -criticado a posteriori por Harrison, quien intentó dirigir a su colega a lo largo de las varias sesiones que dieron luz a esta maravilla- y una contenida batería con aires nostálgicos que no encoge una guitarra que efectúa el solo de rigor cuando corresponde y puntea cuando es preciso para generar algo inolvidable.
Si quieres leer
viernes, 3 de junio de 2011
Podcast del Laberint sobre Plagios literarios

El pasado miércoles dedicamos el Laberint de Wonderland a comentar varios plagios literarios, de Pablo Neruda a Camilo José Cela pasando por el duo cómico Bucay/Coelho hasta llegar al plagio inconsciente de George Harrison en My Sweet Lord. Podéis escuchar el programa, la sección cubre los últimos veinte minutos, aquí
viernes, 20 de mayo de 2011
The Beatles en Tenerife de Nicolas González Lemus en Revista de Letras

Unos ilustres desconocidos en la Isla: “The Beatles en Tenerife”, de Nicolas González Lemus
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 18.05.11
The Beatles en Tenerife. Estancia y beatlemanía.
Nicolás González Lemus
Nivaria Ediciones (La Laguna, Tenerife, 2010)
Corría 1960 y cinco chicos de Liverpool tocaban en un local de Hamburgo. Un veinteañero alemán con pinta existencialista entró en el local y se quedó prendado por lo que escuchaban sus oídos. Era Klaus Voorman y el quinteto que actuaba cada noche en el Kaiserkeller estaba compuesto por Pete Best, Stu Sutcliffe, George Harrison, John Lennon y Paul McCartney.
Días más tarde el joven teutón llevó al garito a su novia Astrid Kirchner, aspirante a fotógrafa. Nació una amistad que el paso del tiempo convertiría en legendaria y llevaría a tres de los miembros del mejor conjunto de la historia de la música pop a Tenerife. ¿Dónde? Sí, a Tenerife en la primavera de 1963, cuando empezaban a ser conocidos en Gran Bretaña y su manager Brian Epstein les dio vacaciones tras sus primeros éxitos en las listas de éxitos.
El fenómeno y la calidad tardarían en llegar. El grupo había sufrido ciertas transformaciones desde esa lejana noche germana. Pete fue expulsado y Ringo dio el toque justo, indispensable por mucho que algunos desdeñen al verdadero señor de los anillos, a la batería, marcando el ritmo y acompañando a Paul, siempre solvente con el bajo. En 1962 consiguieron su primer contrato discográfico, pulieron defectos y se lanzaron a la aventura de conquistar el mundo desde su isla hasta el infinito.

La historia que cuenta Nicolas González Lemus en The Beatles en Tenerife es la crónica de un tiempo y un lugar a través de la presencia de Ringo, George y Paul en la capital de las Canarias. Por aquel entonces, y bien hace el autor en dedicar una parte importante de la obra al contexto histórico, el régimen franquista inició una leve apertura internacional que potenció el turismo hasta los topes. Y claro, los británicos, en esa Europa que se desperezaba de la posguerra e ingresaba en una nueva era, fueron el blanco perfecto para promocionar sol, alegría y plácidas estancias entre playa y piscina. Los vuelos comerciales eran escasos, largos y muy pesados, con constantes escalas que mareaban y sorprendían cuando se alcanzaba el destino previsto en la ruta. Era ingresar en territorio nacional y toparse con prohibiciones absurdas que The Beatles padecieron en forma de críticas cuando actuaron en Barcelona y Madrid, pero que conocieron por vez primera en Tenerife, donde el dueño del club de ocio más importante les negó la posibilidad de actuar porque su aspecto, que en 1963 no era muy osado, se consideraba deleznable por la media melena y el descaro de la juventud.
Por lo demás los chicos disfrutaron de su estancia. Harrison se lo pasó en grande conduciendo el deportivo del padre de Voorman, quien les cedió el chalet familiar en Los Realejos, Paul casi se ahoga por las corrientes de la playa de arena negra de Martiánez, donde sus dos compinches siguieron la tradición inglesa de calcular mal los efectos del sol hasta conseguir ese moreno tan poco bronceado y sí muy rojo gamba que sólo logran los súbditos de la no tan Pérfida Albión.
Las vacaciones del guitarrista, el batería y el bajista del ilustre cuarteto se poblaron de visitas tradicionales que, sin embargo, tienen el valor de mostrar una determinada visión de esa España en vías de desarrollo. El Lido San Telmo era el último reclamo del Puerto de la Cruz, siendo frecuentado el establecimiento por mitos mundiales como Winston Churchill, que con toda probabilidad no se emocionaba al ver cómo los aborígenes como los aborígenes con las rubias despampanantes que se dejaban caer por el establecimiento.
No sabemos si los tres turistas se rieron de los Alfredo Landa de la zona, pero sí conocemos gracias a Nicolás González Lemus otros detalles curiosos, desde la previsible ascensión hasta lo que entonces se podía subir del Teide hasta su presencia en una corrida de toros porque McCartney, quien desde los setenta es un acérrimo defensor de los animales, era aficionado a la fiesta nacional.
El volumen constituye asimismo un viaje sentimental de suma importancia porque mediante los datos que aporta nos sumergimos en una España que provoca hilaridad y esperanza. En el primer caso soltamos carcajadas al leer los comentarios de la prensa sobre la gira nacional del cuarteto en 1965. El siguiente fragmento da buena prueba de la carpetovetónica mentalidad hispana, patético anacronismo cuando el reloj marcaba otra hora más moderna y revolucionaria:
“En fin, que nosotros no seremos los mejores del mundo. Aún existe algo de virtud española que es decoro y compostura. ¿Hipocresía, homenaje que rinde el vicio a la virtud? No lo sé. Pero si en cualquier círculo hispánico aparece un melenudo a los Beatles no faltarán Dalilos que le corten el pelo”.

Los jóvenes opinaban de manera bien distinta. Es interesante la reflexión sobre la capacidad que tuvo la música en los sesenta para alentar a una generación frustrada para romper lazos con la impuesta monotonía y volar más allá de las normas marcadas. La última parte del libro aborda el auge del movimiento rock en Canarias con grupos que adoptaban nombres anglosajones y sobrevivían a base de interpretar las canciones de sus ídolos. Entre estos chiquillos, el transcurrir de los años es pura calamidad, estaba Teddy Bautista, el sinvergüenza que ahora preside la SGAE y que también tuvo ilusiones artísticas con su formación Los Canarios, conocidos a finales de la década que nos concierne por su composición Get on your knees. Sin embargo, el ambiente no sólo se nutría de imitaciones. La música constituyó un elemento de rebelión desde dentro del franquismo. Nicolás González Lemus, quien vivió ese período al pie del cañón, aporta su crónica personal desde el amor a los de Liverpool y su experiencia en la OJE, Organización juvenil española, de Tenerife, donde él y otros amigos pidieron que el delegado local les dejara un cuarto para escuchar sus vinilos. Al final, tras una breve tolerancia, les prohibieron reunirse entre esos muros porque los mandamases creían que el único tema era criticar a Franco.
Esa España de charanga y pandereta cancelaba guateques, secuestraba discos y vivía ajena a la tormenta positiva que agitaba todo el hemisferio occidental. El diez de abril de 1970 The Beatles se separaron, pero para los que crecieron en esa época su espíritu siempre estará presente, tanto que hasta ha merecido este peculiar manuscrito que rellena un hueco en la bibliografía dedicada a cuatro locos cuerdos que con sus melodías cambiaron para siempre la faz de la tierra.
sábado, 5 de marzo de 2011
Lo que no debe ser un libro Beatle para neófitos y fans

El pasado martes estaba en una librería. Quería comprar varias cosas, pero al pasar por la sección de música caí en el pecado de fijarme un poco en los títulos y acabé comprando The Beatles. Su historia en anécdotas de William Blair. Lo había visto semanas atrás y me tentaba, seguramente por las fotografías y la posibilidad de encontrar algún dato insólito. No pensaba reseñar la obra, lo adquirí por fanatismo. Sin embargo, mientras iban pasando las páginas empecé a anotar los garrafales errores del volumen. Es una vergüenza que se edite en nuestro país un libro de curiosidades con tantos fallos. Estos manuscritos deben servir para alentar y permitir al lector neófito familiarizarse con la carrera del cuarteto de Liverpool. Ahora bien, no es nada correcto publicar un compendio de efemérides con invenciones, descuidado, poco científico. Por mucho que hablemos de Pop hay que ser preciso. Lo que sigue, no lo hago por afán destructivo, es un breve resumen de las escandalosas pifias halladas en el volumen, y omito bastantes porque decidí hacerlo a partir de la mitad. The Beatles merecen algo mejor, más estima y seriedad.
1.- El tipo que comparte apellido con Tony Blair comenta que Rubber Soul salió a la venta en diciembre de 1966, cuando en realidad es un Lp de finales de 1965. En la época mencionada por el autor el grupo ya estaba inmerso en las grabaciones para Sgt. Pepper y disfrutaba del clamoroso éxito de Revolver.
2.- Que yo sepa no existe ninguna canción llamada Penny Line.
3.- Si se visiona el vídeo de All you Need is love se constata que los Fabfour estuvieron rodeados de la élite musical británica. Hasta ese punto estamos de acuerdo, no así en que Eric Clapton, Keith Moon, Gary Leeds o Graham Nash participaran en el single.
4.- ¿Se encerró Paul cinco días con Linda Eastman en mayo de 1968? La versión oficial es bien diferente, con amor aunque sin ese encierro más propio de San Fermín-
5.- Paul y George no acompañaron a John Lennon a Estados Unidos en la primavera de 1969. Durante ese año Ringo no participó en las Bahamas junto a Peter Sellers en un largometraje llamado Hey Jude.
6.- La última foto de los cuatro no fue tomada el 22 de agosto de 1969. El autor yerra por un solo día, oh.
7.- Si uno se fija verá que The Long and Winding Road es desde su misma génesis una canción con piano, no para voz y guitarra solista.
8.- El primer disco solista de Paul, McCartney, no apareció en mayo de 1970. El error es fatal porque las fechas de publicación del vinilo comportaron múltiples discusiones que aceleraron el anuncio de disolución de los de Liverpool.
9-. John Lennon y Paul McCartney no asistieron juntos a ningún plató de televisión en 1976. Dice la leyenda que pensaron asistir a un programa donde se daba dinero a los chicos por prestarse a tan grata sorpresa para el público. Al final se quedaron en el sofá del Dakota, cansados.
En mi rápida revisión he dado con estas nueve imprecisiones. En otros tramos tengo dudas que no pongo porque no quiero cometer la misma imprudencia que el supuesto periodista especializado en temas musicales. Hay mucha bibliografía Beatle, y si por algo destacan sus pilares es por su interés en mostrar la verdad con todo tipo de documentación. Ir ligeros de equipaje y vender un producto de éxito asegurado es fácil, lo complicado, cada vez más, es dar con el rigor, premisa esencial para cualquier actividad humana.
William Blair, The Beatles. Su historia en anécdotas, Barcelona, Robinbook, 2010
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domingo, 13 de febrero de 2011
Las muchas vidas de John Lennon de Albert Goldman en Literaturas.com

Las muchas vidas de John Lennon de Albert Goldman, por Jordi Corominas i Julián
Imagínate siendo un monje nepalí con pocas posesiones y escasa comida. De repente recibes la biografía de John Lennon escrita por Albert Goldman. La lees, te quedas prendado por el personaje y asumes que Occidente es un mundo de locos necesitado de santos posmodernos para nadar y guardar la ropa. El proceso de canonización del Beatle rebelde no requirió instancias vaticanas y empezó en el mismo instante en que la prensa recogió la noticia de su asesinato el 8 de diciembre de 1980 a manos de Mark David Chapman. El cuerpo caliente de la popstar se convirtió en un vestigio idealizado que los arqueólogos restauraron a su gusto para generar una imagen positiva, la del ídolo que cantó a la paz y desafió lo establecido en una ensoñación que clamaba por la ausencia de posesiones. En ocasiones las palabras no se las lleva el viento, pero es muy sencillo alterar un contenido para hacerlo comercialmente viable. George, Paul y Ringo callaron para perpetuar la leyenda, y la vida continuó con un hombre encumbrado en un falso altar que se ha eternizado a base de merchandising, ocultaciones y un silencio que desaparecería si los acólitos leyeran los estudios que muchos historiadores han realizado sobre el chico nacido en Liverpool, el supuesto working class hero con la infancia truncada y una tía que saciaba sus caprichos para evitar sufrimientos.
En 1988 Goldman publicó su magna obra y atendió reacciones. McCartney y Yoko Ono criticaron su visión, que en realidad se ajusta a la que solemos encontrar en otros textos dedicados al autor de I Am the walrus, de personalidad oscilante, profundo desequilibrio emocional y una desesperada ansia de afecto para compensar su crecimiento de huérfano con padres pululando entre la desgracia y la diversión. La música fue su bálsamo, catarsis absoluta que le permitió abandonar su ciudad natal y forjarse una legendaria carrera en los sesenta junto a sus tres compañeros de grupo, entregados a la causa y felices por ser pioneros en una forma de fama insólita, puerta a la sociedad de consumo a través de melodías que desbordaron un vaso que pedía ser llenado de una nueva materia.
Lennon fue el líder hasta que su existencia tomó el sendero de la rutina. Los tres primeros años del cuarteto en la cima tienen su impronta. Acaparaba composiciones, era el rostro visible de la heterodoxia generacional y levantaba con orgullo la bandera del cambio. Sin embargo no supo aceptar su condición y sucumbió en su casa en las afueras, donde consumía televisión, tomaba un vasto catálogo de estupefacientes y mataba las horas en una inopia a la que contribuía fuertemente su desdén por Cinthya, esposa fiel y sumisa, compañera de hogar víctima de mil y una infidelidades. El otro reverso de la moneda Beatle era Paul, siempre hacia delante al residir en el centro de Londres e impregnarse junto a su compañera sentimental de la atmósfera vanguardista de ésa mágica década. McCartney, por inercia, suplantó a su socio en la cúspide del conjunto para darle un rostro irrepetible, de grupo más conocido a mejor banda de la Historia. Mientras eso acaecía Lennon sucumbía a sus inseguridades, ofreciendo grandes destellos de calidad que se desvanecieron al disolverse la formación en octubre de 1969.
Su último decenio fue atroz, como atroz es la opinión que esta biografía goza en los campos buenistas de la crítica. Ello se debe a que Goldman no se anda con chiquillas al dejar caer perlas que alimenta con buenas dosis narrativas, defecto que ensombrece su labor de abogado del diablo entregado a desvelar la bisexualidad de John con Brian Epstein, manager de The Beatles hasta 1967, y su decrepitud de la mano de Yoko Ono, quien no dudó al enamorar al británico para obtener la notoriedad que su talento le negaba. El romance de la famosa pareja fue un tormento propulsado por el fin del cuarteto de Liverpool, que ellos mismos precipitaron entre tonterías, camas, bolsas y una desagradable intolerancia a la que nadie resistió pese a intentarlo con denuedo. Abbey Road fue la tumba que dio paso a una acelerada descomposición de Lennon en los setenta, politizado, teledirigido y finalmente cautivo de su musa japonesa, ávida de dólares, heroína y notoriedad mundial. El guitarrista rítmico aceptó el juego y siguió produciendo música hasta 1975, cuando dijo basta y se sumergió en una espiral negativa de nulidad al estar controlado y atenazado por la mujer en la que quiso hallar una digna sustituta de la madre que nunca tuvo.
El lector podría pensar que Las muchas vidas de John Lennon es un despiece industrial a gran escala destinado a corromper una visión universal. No se equivoquen. Goldman parece admirar a su biografiado, por lo que su obra es más bien una elegía de lo que pudo ser y no fue entre lamentos, despropósitos, riñas idiotas y la típica ceguera de quien ha olvidado el significado de tener los pies en el suelo. El socarrón del gorro a lo Lenin y las gafas de abuelita fue un desdichado personaje, un maldito instalado en una vorágine negativa de la que no supo escapar. Desperdició un tesoro y eligió hurgar en la basura escondiéndolo a la opinión pública. Quizá, eso al menos expone el libro, en sus últimos meses caviló rebelarse y asumir las riendas. Un demente se lo impidió y los demás se encargaron de alimentar el negocio. El único fuerte reproche al volumen es que prefiere obviar las referencias científicas para facilitar la fluidez del relato, y quizá esas notas al pie que tanto añoramos serían su salvación del escarnio al que fue sometido hace veinte años. Seguramente el tiempo de la razón a Goldman, mientras tanto disfruten de la música, sean felices y recuerden que los claroscuros son una constante de normalidad. Rasgarse las vestiduras es una actividad estéril.
viernes, 21 de enero de 2011
Matemática Beatle VIII en Panfleto Calidoscopio

Matemática Beatle VIII:Seis meses de pesadilla
Por Jordi Corominas i Julián
”See them round the clubs”
(George Harrison a sus compañeros tras abandonar temporalmente las Get Back sessions, 10 de enero de 1969)
“We were the past and she was the future. We were in the middle of that and we had to try to understand it.”
(Paul McCartney sobre Yoko y la trascendencia de su relación con John Lennon.)
“ Paul was the workhaholic, or the Beatleaholic. Because John and I lived quite close to each other in Weybridge we'd be at this house or ours, and we'd having a very lovely day, really smooth- and then the phone would ring and it would always be Paul saying I think we should get back in the studio, lads. We gotta do this. Oh no, I don't want to. I want to be on holiday. But Paul would kick us around and we'd go back in.”
( Ringo Starr, sobre la adicción laboral de Paul McCartney.)
I'm not going to be fucked around by men in suits sitting on their fat arses in the city”
(Palabras textuales de John Lennon, tras rechazar un acuerdo con instituciones de la City para poseer la mayor parte de Northern Songs.)

1968 cerró sus puertas. El último acto de un movido año Beatle fue la aparición de John Lennon y Yoko Ono ocultos en una bolsa de plástico. El espectáculo acaeció el 18 de diciembre en el Royal Albert Hall, sin cuatrocientos agujeros, pero con los dos enamorados retorciéndose, bonita metáfora de su reciente calvario entre abortos, detenciones por poseer cannabis, polémicas portadas, adicciones y la disensión que su comportamiento causaba en el cuarteto de Liverpool, liderado ante la siempre más clamorosa anarquía apática de sus compañeros por Paul McCartney. Su tesón al querer conservar la vieja unidad le causaba muchos quebraderos de cabeza. Notaba el desasosiego y se desesperaba pese a la felicidad que le producía su relación con Linda Eastman. La americana era fuente de calma en lo personal y suponía el mantenimiento del status quo vital con su socio compositivo. Los dos iban distanciándose a marchas forzadas por la misma razón que les hermanó: su carácter diametralmente opuesto. El bajista demostraba suficiente madurez como para aunar lo sentimental con lo profesional, renqueante tras las turbulencias de The White Album. Una noche, dormía en su granja de Escocia y vio a su madre en sueños. Mother Mary. La fallecida le aconsejo que no se preocupara mucho porque todo volvería al orden. A la mañana siguiente la experiencia onírica le sugirió dos baladas siamesas, Let it be y The long and winding road, y un recuerdo reciente cargado de nostalgia. En septiembre de 1968 la banda actuó en directo para el show televisivo de David Frost. Se lo pasaron en grande y el antiguo clima de camaradería volvió con naturalidad. ¿Por qué no preparar un espectáculo para la caja tonta y recuperar la magia de cuando eran más jóvenes y tocaban Rock and Roll? La propuesta, un auténtico retorno a las raíces, fue secundada con reparos que se acrecentaron, sobre todo por parte de George Harrison, cuando el entusiasmo de Paul condujo el asunto hasta Michael Lindsay-Hogg, director que había grabado con ellos los videoclips promocionales de Paperback writer y Rain. El cineasta debió frotarse las manos al imaginar un documental que mostrara a The Beatles trabajando en la preparación de un concierto que debería celebrarse, tras desestimar hacerlo en la emblemática Roundhouse londinense, en el anfiteatro romano de Trípoli, llenándose poco a poco de seres de todas las razas mientras el crepúsculo anunciaba la irrupción de los FabFour. El plan era viable en enero porque al mes siguiente Ringo volvía a sus andares interpretativos con el rodaje de The Magic Christian. Los productores de la película habían reservado los estudios cinematográficos de Twickenham para el 3 de febrero de 1969, quedando un hueco mensual libre en enero que fue ocupado por Dennis O'Dell, director de Apple Films.

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sábado, 11 de diciembre de 2010
Matemática Beatle VII en Panfleto Calidoscopio

Completar el yo y regenerarse buscando el origen
Por Jordi Corominas i Julián
“There was a lot of información on the double album. But I agree that we should have put it as two separates albums. The ´White´and the ´Whiter´Album.”
(Ringo Starr sobre la polémica del exceso de canciones en The White Album)
“There was a huge between John and Yoko. There's no doubt about it: they were completely together mentally and I think that as that bond grew, so John lessened his bond with Paul and the others, which obviously caused problems. It was no the happy-go-luck-foursome, fivesome with me, that it used to be.”
(George Martin sobre la simbiosis John-Yoko y los problemas que causó durante las sesiones de The White Album)
After Sgt. Pepper, the new album felt more like a band recording together. There were a lot of tracks where we just placed live, and then there were a lot of tracks that we'd recorded and that would need finishing together. There was also a lot of more individual stuff, and for the first time people were accepting that it was individual.”
(George Harrison sobre The White Album y la evolución de The Beatles)
“The break-up of the Beatles can be heard on the double album, on which, I tought that every track sounded as if it came from and individual Beatle.”
(John Lennon y su interpretación de The White Album).
El 18 de septiembre de 1968 era un día especial. Recordad cuando erais pequeños y no existía el VHS o el DVD. Se emitía en la televisión británica The girl can't help it, y The Beatles se juntaron para verla en casa de Paul McCartney, próxima a los estudios de Abbey Road. Mientras esperaba a sus compañeros para deleitarse con los números de Gene Vincent, Eddie Cochran y Little Richard escribió el esbozo de Birthday, canción que una vez terminó la película grabaron en un abrir y cerrar de ojos. Era el grupo al completo en su salsa, en un rock and roll a la Chuck Berry que interpretaron a la perfección, sin fisuras, con un entusiasmo que se igualaba al de la fiesta de cumpleaños que pregonaba la letra, diálogo de aniversario compartido que empuja la tercera cara del disco hacia una búsqueda del ente que acompañe al yo. Es muy posible que esta unión temática surja de mi imaginación, aunque si se analiza con detenimiento el recorrido de esta fracción del Lp se puede percibir una evolución que, además, encaja con la madurez del cuarteto, más refinado y con una búsqueda de contenido allende las clásicas composiciones amorosas que lo encumbraron. Sí, lo femenino flota, está presente, pero la meta franquea otros objetivos. La tenebrosa celebración que media entre Back in the USSR y Julia lo simboliza con un traspaso de poderes, un limbo entre el pasado y el presente, de la madre natural al goce de elecciones personales. Reafirmado este cruce del Rubicón, que en McCartney es vitalista con I will y en Lennon doloroso con la ya mencionada Julia, la última parte del Lp es un cúmulo de certezas dividido en dos partes, de Birthday a Long long long, de Revolution1 a Good night, que entierra lo pretérito y desde un renacimiento infantil augura un mañana donde la luz del nuevo día permitirá avanzar sin miedo a la incertidumbre.

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domingo, 10 de octubre de 2010
El primer lost weekend de John Lennon (1968-1970) en Standdart

El primer lost weekend de John Lennon: Desbarajustes de un ser en búsqueda de su identidad (1968-1970) por Jordi Corominas i Julián
En 1980 John Lennon murió asesinado y se convirtió en santo. Sus pecados anteriores quedaron enterrados con su cuerpo. Se le recuerda como defensor de la paz y genio musical. Los estereotipos siempre ocultan tormentos y partes oscuras que conviene estudiar si queremos ser justos con la verdad. La historia canónica del chico de Woolton cita dos años de locura durante el primer lustro de los setenta, bienio conocido como The Lost Weekend por borracheras, desmanes y una falsa desmotivación que no fue tal. Hubo tiempos peores. La ruptura de The Beatles en la historiografía dedicada al cuarteto de Liverpool está mal estudiada y aún falta un texto que enmarque los hechos con precisión científica. A lo largo de estas páginas intentaremos entender como su primer líder se hundió entre 1968 y 1970. Precipitó los acontecimientos acompañado de una famosa japonesa. ¿La culpa es de Yoko Ono? La artista nipona activó resortes, pero los adultos somos responsables de nuestros actos.

Sexy sadie, what have you done: un hombre a la deriva.
El 12 de abril de 1968 John Lennon regresó a Londres acompañado de su mujer Cynthia, George Harrison, Pattie Boyd y el chiflado griego Alex Mardas, quien les convenció de que el Maharishi utilizaba su posición en el ashram de Rishikesh, donde llevaban dos meses en un curso de meditación trascendental, para obtener favores sexuales de las alumnas. El colapso de la paz afectó a Lennon. Durante el viaje se emborrachó y confesó a su esposa todas sus infidelidades. La rubia sumisa respiró aliviada y dejó pasar la tormenta creyendo que la retahíla de nombres era un retorno a la antigua confianza. Se equivocaba. El principio del fin asomaba por la ventanilla del avión.
Las cosas se calmaron durante un mes en la casa de Kenwood. John se drogaba como siempre y consumía televisión como un atontado. Faltaba poco para un viaje a Nueva York con Paul para promocionar Apple, el sello multidisciplinar de The Beatles con el que pretendían fundar el comunismo de occidente por el que cualquier persona con inquietudes tendría la posibilidad de publicar sus creaciones. La visita estadounidense fue como la seda. Ambos socios se compenetraron a las mil maravillas. La única diferencia entre ambos fue el naciente amor que el bajista sentía por la fotógrafa Linda Eastman. Lennon observó, camino del aeropuerto, como su compañero cogía la mano de la estadounidense de manera especial. Se alegraba y padecía porque su existencia iba por otros derroteros. Su ardor compositivo había cedido y, a diferencia de los inicios, ya no llevaba con firmeza el timón de la nave Fab Four. Paul era adicto al trabajo y se organizaba mejor: tenía siempre las ideas claras. Sin embargo, quedaban dos consuelos: Sus cócteles de pastillas y Yoko Ono, quien le mandaba cada dos por tres misteriosas notas que acrecentaban su curiosidad y le empujaban, sin saberlo, hacia un renacimiento cargado de dolor.

El dúo estelar de la música pop aterrizó en Heathrow el 16 de mayo. Dos días después Lennon convocó al grupo en la sede de Apple. Les iba a anunciar un mensaje de suma importancia: era Jesucristo. Los demás, hastiados por sus excentricidades, escucharon y callaron. No podían intuir que esa reunión era la última que iban a tener como verdadera unidad. El 19 de mayo John estaba solo en su mansión. Había mandado a Cynthia de vacaciones y se aburría como una ostra. Llamó a la japonesa, le pagó el taxi y la invitó a entrar. Le enseño varias cintas con sus grabaciones y decidieron registrar una que fuera sólo suya, publicada posteriormente bajo el título, menos famoso que la portada, Two Virgins. Transcurrió la noche, hicieron el amor al amanecer y al día siguiente Cynthia llegó y se encontró a su marido y a la extraña inquilina enfundados en sendas batas blancas. Love is free, free is love. Se inauguraba una historia de amor que liberaría a Lennon de muchas trabas y le sumiría en peligrosas adicciones con las que intentó superar la agonía de estar más que nunca ante los focos de la opinión pública mientras sonaban campanas de boda y su vieja banda se disolvía en pleno esplendor creativo.

The White Album y la anulación del individuo: John Lennon se transforma en John and Yoko, y viceversa.
El 30 de mayo la rutina volvió a Abbey Road con el inicio de las sesiones de grabación del álbum blanco, doble LP para el que Lennon llegaba preparado con más de quince nuevas composiciones y otro hallazgo más especial. El estudio 2 ya no era el dominio infranqueable de cuatro hombres y su productor George Martin. Yoko irrumpió para quedarse. Los chicos se consternaron. Paul intentó ser diplomático, pero George y Ringo se lo tomaron mucho peor, sobre todo cuando entendieron que la pareja de su compañero emitía opiniones sobre cómo tocaban los temas arguyendo que al conocer bien la música clásica tenía mayor capacidad auditiva para entender cuando un instrumento sonaba mal. Es increíble pensar lo fuerte que era la unión de The Beatles. Aguantaron eso y hasta dejaron que la japonesa participara en tres temas: Revolution 9, The continuing story of Bungalow Bill y Birthday. Asimismo Paul fue generoso y les dio todo su apoyo, dejando que vivieran en su casa de Cavendish Avenue hasta que se colapsó viendo la pasividad de los enamorados, quienes devoraban televisión y se drogaban a mansalva. Aún así estuvo con ellos la noche del 18 de junio, cuando todo el conjunto asistió a la representación teatral de los antiguos libros humorísticos de John en el Old Vic Teather. La prensa obtuvo la carnaza deseada. Por aquel entonces los prejuicios racistas eran numerosos en el Reino Unido. La bomba estalló y fue incontrolable. Las fans se histerizaron. Los rotativos se frotaron las manos. El infierno puede que sea eso y la heroína. Las tensiones entre los integrantes del cuarteto se incrementaron de la noche a la mañana. El trabajo se volvió un suplicio, con continuos enfrentamientos causados por el inusual comportamiento de John, celoso por otro éxito de Paul con Hey Jude ,que relegó Revolution a la cara B del primer single del sello Apple, y por la independencia de su principal partenaire artístico, obstinado en dirigir a sus amigos para salvar lo que George Martín, frase que sólo podía emitir un antiguo piloto de la RAF, definió como excesiva indisciplina mental. Ringo abandonó el grupo el 20 de agosto tras una estúpida discusión por el relleno de un tom-tom. A su regreso halló su batería ornada con flores. Las aguas se calmaron hasta el 9 de octubre, vigésimo octavo cumpleaños de Lennon, cuando la atmósfera se hizo irrespirable al grabar McCartney el tema Why Don’t we do it in the road sólo con la ayuda de Starr. Era una composición muy del gusto de John y ello provocó su ira, como si su otrora hermano lo hubiese dejado de lado. En realidad no hacía nada de eso. Había un plazo de entrega para el disco y tocaba meter toda la carne en el asador para completar la épica compilación de treinta canciones en las que, si se analiza la labor de cada beatle, John fue avaro para con los demás al no tocar en varios temas de George Harrison y desdeñar varios esfuerzos de McCartney, como sucedió con la controvertida, porque para gustos los colores, Ob-la di, ob-la da, donde no obstante contribuyó con el alegre piano de apertura.

Drogas, divorcios, peleas y descomposición.
La armonía retornó durante veinticuatro heroicas horas entre el 15 y el 16 de octubre, cuando junto a Paul y George Martin montó las cuatro caras del álbum blanco. Dos jornadas más tarde fue detenido junto a Yoko Ono en Montagu Square, calle en la que Ringo les dejó una casa para que convivieran. La intervención policial, de la que habían sido advertidos con anterioridad, precipitó el aborto de Yoko y la obtención de la custodia de Julian Lennon por parte de Cynthia, pues John admitió el adulterio. El juicio por posesión ilícita de resina de cannabis se saldó con una multa de 150 libras y el pago de 20 guineas por las costas del juicio. Mencionamos la sentencia porque será decisiva en el futuro norteamericano de Lennon, dado que el gobierno Nixon se basó en ella para negarle la carta verde de residente en Estados Unidos.
Como pueden entender, las condiciones no eran las más propicias para emprender un nuevo proyecto Beatle. El álbum blanco se vendía como rosquillas, las críticas eran excelentes y había margen para descansar. El cúmulo de circunstancias era demasiado fuerte. A todas las ya mencionadas desgraciadas se unió, por conservadurismo e hipocresía de aquel tiempo histórico, la campaña de destrucción causada por la portada de Two Virgins con la inseparable pareja fotografiada tal como vino al mundo. Les llovieron los reproches y ellos, inasequibles al desaliento, siguieron consumiendo heroína. El 18 de diciembre aparecieron en el Royal Albert Hall, que seguía sin sus cuatro mil agujeros vaticinados en A day in the life, dentro de un gran saco blanco, acto inaugural de sus locuras que revolucionaron el planeta por su vanguardista actitud para pedir la paz, actividades que tuvieron su apogeo entre 1969 y 1970 con el bed-in, la canción Give peace a chance y el famoso cartel War is over if you want.
Paul McCartney era incapaz de entender la palabra reposo.
Su vida eran The Beatles. Creía en el grupo y desde hacía un tiempo rabiaba por volver a pisar un escenario y demostrar al mundo que el cuarteto seguía siendo todo un espectáculo en directo. Algunos historiadores opinan que el gran error de los de Liverpool fue no anunciar el fin de las giras cuando dieron su último concierto el 29 de agosto de 1966 en el Candlestick Park de San Francisco porque mantuvieron la expectación de un retorno a las giras, algo que el bajista aprovechó para convencer a sus amigos de volver a los orígenes, prescindir de todos los arreglos de producción, apostar por la simplicidad y grabar un único concierto como colofón de un documental que se completaría con los ensayos previos al show. Ese proyecto, supuesta ruina de desentendimiento, se título Get Back y fue dirigido cinematográficamente por Michael Lindsay- Hogg, quien poco podía suponer que estaba asistiendo al desmoronamiento de uno de los mayores mitos del siglo XX. Del vuelve se paso al déjalo estar. Let it be. Fueron sesiones muy productivas que dieron para un LP, publicado en 1970, y un sinfín de canciones que servirían tanto para Abbey Road como para los primeros trabajos en solitario de los integrantes de la banda.
Las sesiones comenzaron el dos de enero de 1969 en situaciones más bien poco agradecidas. The Beatles estaban acostumbrados a trabajar en horarios nocturnos y adaptarse a levantarse por la mañana y a las luces psicodélicas instaladas para el rodaje en Twickenham fue un íncubo incrementado por el comportamiento de John, acompañado de Yoko hasta para ir al baño. Varias fueron las gotas que colmaron el vaso. El 8 de enero George, crecido por un reciente viaje a EE.UU donde pasó varias semanas con Bob Dylan, y su antiguo ídolo de adolescencia llegaron a las manos; el diez el guitarrista dejó el grupo víctima de la tensión, rematada por la actitud marimandona de McCartney, quien le decía cómo debía tocar su instrumento. El desbarajuste alcanzó cotas surrealistas cuando el 13 John decidió que Yoko seria su portavoz. Al día siguiente lo entrevistó la televisión canadiense y apenas podía balbucear por el efecto de la heroína. Palidez mortal, habla atropellada, pensamiento confuso. ¿Quieren más? El 18 Lennon declaró que Apple estaba a punto de quebrar. Paul pudo arreglarlo, pero el daño estaba hecho. Quedaba la música, donde Lennon apenas contribuyó con Don’t Let me down, obras menores como I dig a pony y viejas canciones de 1968 como Across the Universe, aunque el esfuerzo de ese turbulento enero dio sus frutos con la génesis de una de las composiciones más importantes e hipnóticas de la historia del grupo: I want you, completada meses más tarde durante las sesiones de Abbey Road.

¿And in the end the love you take is equal to the love you make?: Beatledammerung.
Toda ruptura tiene un preludio. En el caso de The Beatles la muerte de Brian Epstein, acaecida el 27 de agosto de 1967, fue la mecha que prendió el fuego. Tras el éxito del Pepper los chicos se sentían los dioses de la contemporaneidad. Jugaron todo al rojo y creyeron que podían autogestionarse. Apple resultó ser una interesante iniciativa que descubrió artistas de relumbrón, pero se les fue de las manos, y su generosidad tuvo mucho que ver en el asunto. Sus amigos de toda la vida tomaron la sede de Savile Row n3 como una Babilonia en miniatura. Se acumularon facturas astronómicas hasta que entendieron que necesitaban un coordinador que pusiera orden. John eligió a Allen Klein, de quien Mick Jagger comentó que estaba bien si les gustaban ese tipo de cosas. Klein era un tipo rudo hábil en los negocios que contrastaba con la opción elegida por Paul McCartney: Lee Eastman, padre de su novia Linda y futuro pilar de la fortuna económica que el compositor de Eleanor Rigby cimentaría a lo largo de las siguientes décadas. Lennon y Yoko se aliaron con el burdo norteamericano hasta desquiciar a Eastman en una reunión en el Hotel Claridge. Ringo y George estaban presentes y aceptaron a Klein, lo que no estaba dispuesto a hacer Paul. Aguantó hasta el 9 de mayo, día en que una acalorada discusión, McCartney quería que el nuevo manager se llevara un porcentaje menor de representación, cerró la puerta al acuerdo colectivo. Esos no fueron los únicos problemas económicos. La actitud irreverente de John hizo que las acciones de Northern songs se tambalearan en el parqué de la bolsa londinense. Sin avisar a nadie Dick James vendió el 23% de sus acciones a Lew Grade, que con estas sumaba el 35% del total, pues su conglomerado televisivo ya poseía un 12%. El magnate hizo una oferta para comprar el resto de la sociedad. The Beatles, esta vez bajo la dirección conjunta de Allen Klein, decidieron ir a por la mayoría de acciones. John y Paul tenían un 15% cada uno y los otros dos componentes del grupo tenían un 16%. Faltaba poco para obtener la mayoría de capital y casi alcanzaron un acuerdo con los representantes de un consorcio de la City que tenían en su haber el 14% de las acciones. En una de las reuniones Lennon perdió los nervios y gritó que estaba harto de que siempre le anduvieran jodiendo los mismos tíos de corbata sin mover el culo de sus poltronas. Esos señores cambiaron de bando y todo se fue al garete, desde un acuerdo para prolongar su compromiso creativo con Paul más allá de 1973 hasta la propiedad de Northern Songs y sus perlas en forma de canciones.
La desbandada general podía salvarse. McCartney llamó a George Martin para pedirle si quería producir con ellos un disco como los de antes, es decir, con una producción correcta y colaboración en equipo. Todos estaban de acuerdo y esa aventura terminó llamándose Abbey Road, LP donde se trabajó en buena sintonía salvo en determinados momentos. Justo antes de empezar las sesiones John, que tenía el carné pero apenas sabía conducir, tuvo un accidente el primero de julio de 1969 mientras circulaba por Golspie, en el norte de Escocia. Se recuperó antes que Yoko, quien fiel a su hábito asistió a las horas de estudio sentada en una cama que hicieron transportar desde Harrod’s.

Las crónicas dicen que ese verano fue tranquilo. Otros, entre ellos Geoff Emerick, dicen que The Beatles se comportaban con muchas ínfulas. ¿Qué grupo es capaz de realizar tres excelsas piezas de arte durante un año de crisis? Saben la respuesta, pero si Abbey Road es tan soberbio se debe en parte a su montaje, casi estropeado por el egocentrismo de Lennon. Algunos de sus ataques anti-McCartney incluían dividir las dos caras del LP para que no coincidieran sus canciones con las de su antiguo socio, líder del cuarteto e impulsor junto a George Martin de la espléndida cara B, suite sinfónica en la que nuestro protagonista participó con una canción nueva, Sun King, y dos trozos recuperados del viaje a la India: Mean Mister Mustard y Polythene Pam. Tan grande era la tensión que Ian MacDonald recoge en su espléndido Revolution in the head que en una ocasión Lennon persiguió a McCartney hasta su casa y rompió uno de sus cuadros favoritos que él mismo le había regalado. Las fotos del 23 de agosto de 1969, tres días después de terminar su colaboración, hablan por si mismas. Las sonrisas escasean y todos evitan mirarse, lo que se traduciría en la ruptura definitiva del 20 de septiembre de 1969, cuando, tras actuar en Toronto con la Plastic Ono Band, John pidió el divorcio a Paul, mantenido en secreto hasta el diez de abril de 1970, cuando McCartney, harto del desdén de sus compañeros y del deliberado sabotaje por parte de Phil Spector en la producción de The Long and winding road, publicó su primer trabajo en solitario, que contenía en su interior una entrevista dirigida donde se anunciaba el fin de la mítica colaboración que transformó la historia de la cultura popular del siglo XX.
Durante ese período Lennon prosigue con su crisis, disimulada por su activismo y un mínimo brillo musical. Renunció a su título de Baronet del Imperio Británico por la guerras de Biafra, Nigeria y Vietnam y porque Cold Turkey había bajado en las listas, se cortó el pelo, fue elegido hombre de la década y personaje ridículo de 1969 y, finalmente, saldó su combate con la adicción y la inseguridad a través de un libro que le dio luz y le llevó a la terapia primal de Janov, elemento imprescindible para entender una obra tan sincera y carente de artificio como su John Lennon- Plastic Ono Band. The dream is over.
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