domingo, 23 de septiembre de 2012
Prodigiosos mirmidones: Apología y antología del dandismo en Revista de Letras
En uno de los ensayos de Prodigiosos mirmidones, antología y apología del dandismo, Francisco Umbral comenta que Larra se europeizó al máximo porque España no quería hacerlo en lo más mínimo. No es que Capitán Swing sea el único sello que comparte el pensamiento del gran periodista del Ochocientos, pero su labor en pos de recuperar textos de la gran tradición occidental puede considerarse como una de las grandes noticias del panorama literario nacional en los últimos tiempos, porque más allá de la tendencia la joven editorial madrileña apuesta por obras que nunca serán flor de un día.
En este sentido, también es encomiable la labor de coordinación de Leticia García y Carlos Primo, que han hilvanado un estupendo volumen sobre el dandismo y su constante evolución desde aquel momento impreciso en que la otrora Pérfida Albión acuñó el término que nos concierne. Dice Luis Antonio de Villena que surgió durante el romanticismo inglés, cuando el aburrimiento era soberano y algunos osados jovenzuelos con algo de dinero y mucho desparpajo optaron por escandalizar al personal con un toque de clase que destacaba por el traje y se consolidaba a base de actitud y una moderna religiosidad, ética y estética. El más notorio de estos irreverentes ejemplares fue el legendario Beau Brummel, quien abrió la veda con su vestimenta y un comportamiento que, pese al desdén para con los demás, le convertía en el mayor reclamo social en fiestas y eventos.
Brummel pervivió como el pionero paradigmático, y así se plasma en el libro, donde comprobamos como su fama se extendió más allá de Londres. Balzac, Barbey d’Aurevilly y Virginia Woolf se centran en su figura, que extendió sus redes hasta crear un arquetipo que nunca podía ser imitado en su fracasada y sublime perfección. El buen dandi, como los mirmidones, debe cultivar su terreno pedregoso hasta sacar petróleo de la adversidad, vencerla e imponer una individualidad que asombre a propios y a extraños, y desde esta perspectiva la modernidad se configuró en inigualable escaparate que nos transporta al París de Haussman, con Baudelaire erigido en prima donna del movimiento.
Miles son las anécdotas del poeta, un profeta de lo que vendría desde el instante en que dejó caer su laurel en el barro de los Campos Elíseos y prosiguió su camino hacia la puerta del burdel. Rico heredero, dilapidó su fortuna y reinventó el dandismo con estrépito. Salió con una mulata coja, se tiñó el pelo de verde y se arrojó el lujo de llevar la contraria al establishment con opiniones que a la postre se revelarían como ciertas y precursoras de lo que vendría. Su figura marca un antes y un después. Chateubriand podía hablar de elegancias americanas, como si lo europeo fuera una pieza más del conjunto, pero se equivocaba en su apreciación: El autor de Las flores del mal plantó su pica en Flandes y catapultó la estridencia de la rebeldía hasta convertirla en un arte.
El dandi debe inspirar respeto y desagrado, su puesto es el de la inmensísima minoría, y la democratización de la moda afectó su estatus, sobre todo a partir del siglo XX. Antes su impronta era la del ser excepcional, un rara avis que cosechó éxito en el Hexágono y traspasó fronteras como consecuencia de las prioridades de su tiempo. Da la sensación que muchos de los fragmentos seleccionados se inspiran en el legado baudeleriano, desde Julián del Casal y Álvaro Retana hasta la progresión, dentro de un mismo estilo galo, que suponen Montesquiou y Lorrain, outsiders que proseguían la senda del asombro mientras advertían el peligro de la burda imitación producto del Novecientos y su cultura de masas, fenómeno con el que hoy se excitarían negativamente en la orgía de lo vintage que suprime en la mayoría de casos cualquier atisbo de originalidad.
Si fuera puntilloso criticaría, dentro de la línea cronológica asumida por los antólogos, la ausencia de Jean Cocteau, factor que obvio porque tras la apoteosis de los fundadores llega el turno para la reflexión con Camus, Umbral y la traca final de Tom Wolfe. El filósofo nacido en Argelia apunta reflexiones de sumo interés, sobre todo cuando en una nota al pie cita a Malraux, quien dice que ya no hay poetas malditos. El autor de La peste matiza la afirmación y comenta que hay menos: los que no lo son tienen mala conciencia.
Volvamos a nuestra era. Si esos dos monstruos de las letras universales vieran el circo de hoy en día cortarían cabezas con saña por la banalidad en la que ha derivado el exhibicionismo que aspira a ser único cuando, en realidad, sólo consigue agrandar el espectro del rebaño, siempre más monolítico y patético por la presunción de singularidad. Las fotos de las redes sociales de bardos posmodernos y aspirantes a ídolos pop de la literatura les producirían urticaria, porque el dandi puede ser fachada sí, pero ante todo debe tener un contenido interno que le distinga de los demás mortales, algo que en la actualidad ocurre de uvas a peras, porque prima la pose sin chicha y la gente descuida demasiado lo de ser uno mismo, aplicando mal el toque de máscara que no deja de ser un añadido para potenciar ciertos efectos.
Hacia esas latitudes se dirige el artículo de Tom Wolfe que cierra el volumen, centrado en los proletarios del swinging London que prefieren gastar en ropa para lucir en los nuevos templos que son los clubes. La bonanza del período permitió que cualquiera albergara el anhelo de postularse como icono, aunque sólo la gente con verdadera charme pudo trascender desde su modesto origen hasta el estrellato, que ya había perdido su encanto pretérito desde el ángulo que nos atañe.
En definitiva, si quieren saber más lean Prodigiosos mirmidones, saquen sus conclusiones y aprendan la esencia de nobles vocablos sin pervertirlos.
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