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martes, 3 de agosto de 2021

Flaubert vs Baudelaire en El Confidencial

 



Artículo dedicado al bicentenario de Gustave Flaubert y Charles Baudelaire. Puedes leerlo aquí

lunes, 7 de diciembre de 2020

Charles Baudelaire en el funeral de Diego Armando Maradona en Todos somos sospechosos

 



Esto es así queridos seres humanos, en la bio desubicada de este mes hemos decidido situar a Charles Baudelaire en el Buenos Aires de 2020 para, sin comerlo ni beberlo, asistir a todo el quilombo generado por la muerte de Diego Armando Maradona. Si quieres puedes escucharlo clickando aquí

domingo, 29 de septiembre de 2019

Puertos en Wonderland



Hoy hemos dedicado Wonderland a los puertos. Mi aportación desde la literatura ha versado sobre Homero y Virgilio, el Albatros de Baudelaire, Joan Salvat-Papasseït y La terra trema, de Luchino Visconti. Puedes escucharlo aquí

jueves, 31 de agosto de 2017

150 años sin Charles Baudelaire en El Confidencial



Hoy se cumplen 150 años de la muerte de Charles Baudelaire y escribí sobre el poeta en El Confidencial. Si quieres puedes leerlo aquí

domingo, 25 de diciembre de 2016

Libros con páginas arrancadas en el Laberint de Wonderland



Hoy en el Laberint de Wonderland hemos hablado de libros con páginas arrancadas. Empezamos con los libros perdidos de los Anales de Tácito, continuamos con los poemas censurados de Las flores del mal, seguimos con las páginas arrancadas de los diarios de Lewis Carroll y terminamos con un misterioso caso del Ateneu barcelonés relacionado con el Ulises de Joyce. Si quieres puedes escucharlo a partir del minuto 35 del enlace clickando aquí

domingo, 16 de octubre de 2016

Podcast sobre sifilíticos en el Laberint de Wonderland


Hoy en el Laberint de Wonderland hemos cerrado este absurdo tramo inicial de la temporada centrado en enfermedades hablando de escritores sifilíticos. Hay muchos remarcables y hemos elegido a Baudelaire, Nietzche, Maupassant y Wilde. Si quieres puedes escuchar la charla a partir del minuto 35 del enlace clickando aquí

martes, 18 de agosto de 2015

Charles Baudelaire en Todos somos sospechosos



Esta madrugada Laura González y servidor hemos dedicado nuestras noches en la tierra de Todos somos sospechosos a glosar la figura de Charles Baudelaire desde varios puntos de vista. Si quieres puedes escuchar la charla clickando aquí

martes, 28 de julio de 2015

Arthur Rimbaud en Todos somos sospechosos




Esta pasada madrugada Laura González y servidor hemos hablado en Todos somos sospechosos de Arthur Rimbaud, a quien dedicaremos dos días de nuestra sección terráquea. La de hoy ha versado sobre sus primeros años, centrándonos en su etapa literaria que duró poquito, de 1871 a 1874. Si quieres puedes escucharlo aquí

domingo, 12 de abril de 2015

Podcast de madres de escritores (y II) en el Laberint de Wonderland



Hoy en el Laberint hemos cerrado el ciclo dedicado a madres de escritores. Empezamos hablando de Baudelaire y Madame Aupick, seguimos con las blasfemias de Joyce en el lecho de muerte de la suya, continuamos con la dependencia proustiana y terminamos con la polémica de Michel Houellebecq, algo que habla otra vez bastante mal del autor de Las partículas elementales. Puedes escuchar el enlace a partir del minuto 35 del enlace clickando aquí

domingo, 23 de noviembre de 2014

Podcast de Censura en el Laberint de Wonderland



Hoy en el Laberint de Wonderland hemos hablado de la censura en literatura. Empezamos con el juicio a Baudelaire y Flaubert en 1857, seguimos con la prohibición antes y ahora del Ulises en Estados Unidos y continuamos con Nada de Carmen Laforet y Si te dicen que caí de Juan Marsé. Puedes escuchar la sección a partir del minuto 33 clickando aquí

viernes, 31 de enero de 2014

Hablando de versos en Número Cero



Aprovechando la publicación de Al Aire Libre los compañeros de Número Cero me han pedido que les hable de mis cinco versos favoritos. Eso es imposible, por lo que opté por una pequeña selección de fragmentos de poemas de J.S. Papasseit, Trilussa, T.S. Eliot, Jean Cocteau y una anécdota baudeleriana. Puedes leer la selección aquí




miércoles, 2 de octubre de 2013

Podcast de escritores que se canibalizaron en el Laberint de Wonderland



Hoy en el Laberint hemos hablado de escritores canibalizados. Nuestro viaje por este tema ha transitado por el efecto camiseta que hace prevalecer la fachada ante el contenido, Salvador Dalí, Ernest Hemingway y Michel Houellebecq, puedes escuchar la charla a partir del minuto 40 del enlace clickando aquí

lunes, 7 de enero de 2013

Todos tenemos un París en Sigueleyendo


Todos tenemos un París, por Jordi Corominas i Julián
La primavera pasada Esperanza Aguirre decidió subir a lo bestia el precio del autobús que va de Atocha al aeropuerto de Barajas. Los cinco euros del trayecto no dan para condiciones lujosas ni nada por el estilo, pero sirven, magro consuelo, para aumentar el anecdotario del espionaje cotidiano. Me senté con un libro de Julian Barnes y observé las calles de la capital con cierta tristeza hasta que unos franceses repararon en mi persona.

Eran tres. Dos hermanas y el marido de una de ellas, o algo parecido. Me senté y escuché, los habitantes poco viajados de esta nacionalidad llevan en su ADN un chovinismo que anula en su cerebro la posibilidad de que alguien entienda su lengua, que alababan mi jersey verde, el color de la temporada. Les miré de reojo y volví Al sentido de un final hasta que una coincidencia despertó el ánimo de los galos. Unas compañeras de vuelo parisino se aposentaron a su lado. Hablaron de cuatro chorradas y comentaron los detalles de su semana española. Todo iba bien hasta que rieron con estruendo de nuestra economía. Mis ojos esputaron furia y callaron. No soy nacionalista ni nada por el estilo, me dan bastante igual las banderas, ideales como mantel y para espantar a pajarracos. Lo que no pude tolerar fue la superioridad de su carcajada y el desprecio que implicaba, además de una manifiesta ausencia de solidaridad y una inconsecuencia mortal, porque en su país no es que las cosas vayan muy bien dadas entre un tribunal que rechaza un impuesto a los más ricos y una clase política, mal endémico del Viejo Mundo, que deja mucho que desear, por no mencionar lo leales que son sus estrellas. Hacer un Depardieu.


Pese a todo, reconozco estar enamorado de París, de su mapa y de su territorio. Houellebecq es el doble literario de José Mourinho y ambos merecen abandonar ahora mismo este texto. Hablemos de la ciudad de la luz, de la princesa que el cine, con buen tino dada la tendencia naif de la época, ha explotado hasta la extenuación, algo de lo que sin duda debemos culpar, es un santo y seña de parte de mi generación, a la noñería de Amèlie Poulain y su cromatismo saturado con extra de caramelo. Al verla en el cine reconozco que me gustó, aunque también hay que admitir lo mal que ha envejecido, factor al que han contribuido las mil y una niñas que aspiran a ser una réplica de un personaje de ficción. Amèlie como símbolo de la regresión de infinitas adultas a la infancia, precursora de Instagram, pionera del moderneo, adalid de una vida de fachada sin contenido.




No pensaba alargarme tanto, disculpen, esto va tal com raja que decimos en mi tierra. El día de Navidad me tragué ¿Arde París? Esa película debió de ser la bomba en 1966 por mucho que estuviera desfasada estéticamente en relación a su década. Fue una de esas producciones tan de moda entonces, con estrellas del Hexágono y vedettes de Hollywood que justificaban su sueldo, y el cartel que generaba pingues beneficios en taquilla, mediante cameos. El filme es malo y no refleja en absoluto como acaeció la liberación de la perla gala. Seguramente poco importaba porque la intención no era hacer pedagogía. Se conmemoraban, aún pasada la efeméride, los veinte años de la catarsis contra el nazismo, gobernaba De Gaulle y recordar esos instantes era un bálsamo para una generación que ya quedaba apartada de Clío ante el empuje de los baby boomers, que poco o nada han hecho para que las nuevas hornadas tengan conciencia de la importancia de París en la formación de Occidente y de determinados ideales más allá del 14 de julio, la odiosa Bastilla y la libertad, la igualdad y la fraternidad.




En tiempos revueltos, con o sin amar, creo que es más importante recordar las barricadas de 1848 y lo que conocemos como la primavera de los pueblos tras los treinta y tres años, ¿qué diría Jesucristo?, de opresión desde el Congreso de Viena. Esas jornadas de lucha se desarrollaron nada casualmente justo cuando se publicó el Manifiesto Comunista. Asimismo, la fecha es crucial porque significó, siete años antes que Barcelona derribara sus murallas, el punto y final de la antigua e insalubre urbe, refundada radialmente por obra, gracia y piquete de Haussman, el demolidor. Sus anchas y largas avenidas se diseñaron para controlar a la masa.

Esos maravillosos paseos, con los Campos Elíseos como santo y seña, cuidaron con mimo sus laterales para dar alas a la fundación del capitalismo contemporáneo a través de los pasajes. Y es aquí donde entran en escena dos nombres mayúsculos: Charles Baudelaire y Walter Benjamin.


El poeta francés es un caso deprimente que resume a la perfección el siglo XXI. La sobreexplotación de su legado ha convertido su corpus poético en una especie de legajo cursi que cualquiera osa usar porque la ignorancia es muy atrevida, con todo lo que ello conlleva. El pobre debe revolverse en su tumba, horrorizándose por tanta vacua admiración. A buen seguro que le gustaría que sus supuestos lectores, pues apuesto a que menos de un 10% de quienes lo mencionan han leído de cabo a rabo Las flores del mal, conocieran bien sus circunstancias y la verdadera trascendencia de su biografía. Por suerte, existen libros como La Folie Baudelaire de Roberto Calasso o el recientemente editado por Eterna Cadencia: El París de Baudelaire de Walter Benjamin, donde el monstruo alemán desmenuza al pormenor el contexto que hizo surgir una figura como la del bardo con amante mulata.


Buena prueba de lo que digo está en los rumbos que toma el arte del verso. Pocos han hecho caso a Baudelaire y su anécdota de la corona de laurel en el barro como paradigma de liberación y tranquilidad, adiós a lo solemne y bienvenida a una puerta que la mayoría se resiste a abrir obstinándose en temas y formas anacrónicos, y no porque no existan conceptos universales, no se confundan. El problema consiste en perpetuar la pesada losa de la tradición sin renovarla. El francés, juzgado en 1857 por sus poesías, lo hizo con la sencillez de quien observa la realidad y toma nota de la misma, sorprendiéndose por sus transformaciones y anomalías desde el anonimato que confiere la velocidad de lo moderno. Se trata de abandonar capas demacradas por la cronología y adoptar ropajes que se adapten al asfalto que cubre las calles. El flaneur es un detective de lo ínfimo porque sabe que en su interior hallará la grandeza necesaria para crear. Asimismo no debe aspirar a la Academia porque ese lugar es incapaz de entender el presente y prefiere someterse, ya tenía razón Marx con lo de la Historia se repite, a inútiles discusiones y felaciones entre amiguetes que adoran hablar bien de sus trayectorias, destinadas a perecer en el olvido de la mediocridad.




El flaneur es un héroe que gusta del anonimato en el anonimato, y por eso puede dictaminar el aire que sopla tanto en el parque como en los pasajes, con sus escaparates que apuntalan el deseo de consumir y metamorfosean ese mundo en miniatura en una cárcel del apetito y el billete, una pasarela de frustración y lujuria que Benjamin analizó como nadie. Está el París que cada uno tiene y luego el del pensador teutón, que en otra de sus reflexiones riza el rizo de su genialidad al apreciar que con el surgimiento de los medios de locomoción moderna las personas tuvieron que asumir por vez primera en la Historia que podían pasarse horas delante de otro semejante en silencio, sin dirigirse la palabra.


Este aspecto lo capta Baudelaire de otra manera en su famoso poema À une passante. Cuando voy al pueblo disfruto con mis caminatas porque los desconocidos me saludan y hasta llego a casa con el atisbo de un flirteo. En la ciudad que alumbra la modernidad el poeta captó los síntomas de la descomposición social por la aceleración y lo imposible tras la desaparición del gesto típico de reconocimiento. La masa se somete a la orden de su relevancia numérica, derrota de su individualismo, que se verá exacerbado en la fachada para que creamos, sólo basta con contemplar el desfile de modas de aquellos que aspiran a ser únicos cuando sólo son rebaño, ser especiales.




Me eternizaría con estas cuestiones, pero si he escrito este artículo es porque considero que debemos reivindicar esencias y buenas lecturas. Hará cosa de tres semanas cayó en mis manos [escribir] París de Silvia Molloy y Enrique Vila-Matas. El librito ha sido editado en Nueva York por Brutas editoras e impreso en la librería McNally & Jackson y es un intento de captar la ciudad francesa a partir de pequeñas impresiones. Las de la escritora bonaerense resumen sus varias estancias en el espacio que nos concierne, sus amistades y la nostalgia de un pasado que no volverá.


Por su parte, el tramo de la obra escrito por Vila-Matas entronca con su curiosidad literaria desde una óptica, en mi opinión, poco reconocida en su singladura, la de ser un flaneur que en sus pasos no se conforma con lo actual, pues pasea con la vista enfocada en lo pretérito y en anécdotas que para él tienen un valor de investigación que sacia estímulos y los amplía. Sucede así en el fragmento dedicado al árbol que mató al dramaturgo y novelista húngaro Ödon von Horváth en 1938.

El escritor barcelonés investiga con tino, y en la siguiente entrega de su sección nos habla de Apollinaire y de su desterrada, quizá porque Breton tenía un sentido del marketing más lúcido, invención del término surrealismo. Las vanguardias y París es otra problemática mal interpretada, tanto que es gracioso constatar que hoy en día los que se definen vanguardistas, algo que los padres fundadores nunca harían, repiten los mecanismos de entonces, lo que básicamente viene a decir que no han entendido nada de nada en su afán de revolución. Apollinaire, Duchamp, Tzara, Cocteau, Picasso y todos los genios del primer Novecientos deben descojonarse en el cielo, porque su labor fue la de entender un límite para superarlo.
Pero París, y eso es bien cierto, no se acaba nunca. 

domingo, 23 de septiembre de 2012

Prodigiosos mirmidones: Apología y antología del dandismo en Revista de Letras

En uno de los ensayos de Prodigiosos mirmidones, antología y apología del dandismo, Francisco Umbral comenta que Larra se europeizó al máximo porque España no quería hacerlo en lo más mínimo. No es que Capitán Swing sea el único sello que comparte el pensamiento del gran periodista del Ochocientos, pero su labor en pos de recuperar textos de la gran tradición occidental puede considerarse como una de las grandes noticias del panorama literario nacional en los últimos tiempos, porque más allá de la tendencia la joven editorial madrileña apuesta por obras que nunca serán flor de un día. En este sentido, también es encomiable la labor de coordinación de Leticia García y Carlos Primo, que han hilvanado un estupendo volumen sobre el dandismo y su constante evolución desde aquel momento impreciso en que la otrora Pérfida Albión acuñó el término que nos concierne. Dice Luis Antonio de Villena que surgió durante el romanticismo inglés, cuando el aburrimiento era soberano y algunos osados jovenzuelos con algo de dinero y mucho desparpajo optaron por escandalizar al personal con un toque de clase que destacaba por el traje y se consolidaba a base de actitud y una moderna religiosidad, ética y estética. El más notorio de estos irreverentes ejemplares fue el legendario Beau Brummel, quien abrió la veda con su vestimenta y un comportamiento que, pese al desdén para con los demás, le convertía en el mayor reclamo social en fiestas y eventos. Brummel pervivió como el pionero paradigmático, y así se plasma en el libro, donde comprobamos como su fama se extendió más allá de Londres. Balzac, Barbey d’Aurevilly y Virginia Woolf se centran en su figura, que extendió sus redes hasta crear un arquetipo que nunca podía ser imitado en su fracasada y sublime perfección. El buen dandi, como los mirmidones, debe cultivar su terreno pedregoso hasta sacar petróleo de la adversidad, vencerla e imponer una individualidad que asombre a propios y a extraños, y desde esta perspectiva la modernidad se configuró en inigualable escaparate que nos transporta al París de Haussman, con Baudelaire erigido en prima donna del movimiento.
Miles son las anécdotas del poeta, un profeta de lo que vendría desde el instante en que dejó caer su laurel en el barro de los Campos Elíseos y prosiguió su camino hacia la puerta del burdel. Rico heredero, dilapidó su fortuna y reinventó el dandismo con estrépito. Salió con una mulata coja, se tiñó el pelo de verde y se arrojó el lujo de llevar la contraria al establishment con opiniones que a la postre se revelarían como ciertas y precursoras de lo que vendría. Su figura marca un antes y un después. Chateubriand podía hablar de elegancias americanas, como si lo europeo fuera una pieza más del conjunto, pero se equivocaba en su apreciación: El autor de Las flores del mal plantó su pica en Flandes y catapultó la estridencia de la rebeldía hasta convertirla en un arte. El dandi debe inspirar respeto y desagrado, su puesto es el de la inmensísima minoría, y la democratización de la moda afectó su estatus, sobre todo a partir del siglo XX. Antes su impronta era la del ser excepcional, un rara avis que cosechó éxito en el Hexágono y traspasó fronteras como consecuencia de las prioridades de su tiempo. Da la sensación que muchos de los fragmentos seleccionados se inspiran en el legado baudeleriano, desde Julián del Casal y Álvaro Retana hasta la progresión, dentro de un mismo estilo galo, que suponen Montesquiou y Lorrain, outsiders que proseguían la senda del asombro mientras advertían el peligro de la burda imitación producto del Novecientos y su cultura de masas, fenómeno con el que hoy se excitarían negativamente en la orgía de lo vintage que suprime en la mayoría de casos cualquier atisbo de originalidad.
Si fuera puntilloso criticaría, dentro de la línea cronológica asumida por los antólogos, la ausencia de Jean Cocteau, factor que obvio porque tras la apoteosis de los fundadores llega el turno para la reflexión con Camus, Umbral y la traca final de Tom Wolfe. El filósofo nacido en Argelia apunta reflexiones de sumo interés, sobre todo cuando en una nota al pie cita a Malraux, quien dice que ya no hay poetas malditos. El autor de La peste matiza la afirmación y comenta que hay menos: los que no lo son tienen mala conciencia. Volvamos a nuestra era. Si esos dos monstruos de las letras universales vieran el circo de hoy en día cortarían cabezas con saña por la banalidad en la que ha derivado el exhibicionismo que aspira a ser único cuando, en realidad, sólo consigue agrandar el espectro del rebaño, siempre más monolítico y patético por la presunción de singularidad. Las fotos de las redes sociales de bardos posmodernos y aspirantes a ídolos pop de la literatura les producirían urticaria, porque el dandi puede ser fachada sí, pero ante todo debe tener un contenido interno que le distinga de los demás mortales, algo que en la actualidad ocurre de uvas a peras, porque prima la pose sin chicha y la gente descuida demasiado lo de ser uno mismo, aplicando mal el toque de máscara que no deja de ser un añadido para potenciar ciertos efectos.
Hacia esas latitudes se dirige el artículo de Tom Wolfe que cierra el volumen, centrado en los proletarios del swinging London que prefieren gastar en ropa para lucir en los nuevos templos que son los clubes. La bonanza del período permitió que cualquiera albergara el anhelo de postularse como icono, aunque sólo la gente con verdadera charme pudo trascender desde su modesto origen hasta el estrellato, que ya había perdido su encanto pretérito desde el ángulo que nos atañe. En definitiva, si quieren saber más lean Prodigiosos mirmidones, saquen sus conclusiones y aprendan la esencia de nobles vocablos sin pervertirlos.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Lo urbano como urgencia y totalidad poética



Lo urbano como urgencia y totalidad poética, por Jordi Corominas i Julián

Artículo escrito para la revista mexicana "El ornitorrinco literario."

Puede parecer increíble, pero la posmodernidad literaria suele despreciar lo urbano porque prefiere exprimir la tecnología como bandera. Hace un siglo los ismos privilegiaron la ciudad como campo absoluto de la novedad. Las avenidas vibraban con una serie de elementos rompedores. Los coches y las ondas hertzianas acaparaban protagonismo y la velocidad cambiaba las coordenadas de la realidad. En nuestra centuria la metamorfosis se debe a lo virtual, amalgama de elementos que pese a estar insertados en lo cotidiano no son palpables. Internet es un Dios por su voluntad instantánea de información, tanto que hasta algunos prefieren pasear pulsando teclas y saciar sus impulsos de conocimiento en Google Earth, herramienta formidable que incita a soñar sin pisar la calle ni tomar una copa en un bar porque es más fácil mandar un mensaje privado o chatear. Maravilla y pecado que afecta a nuestra forma de representación, física y mental. La mayoría ha aceptado la sumisión a múltiples aparatitos que nos guían para asesinar lo imprevisible del entramado. En 2011 Dante no pediría ayuda a Virgilio para adentrarse en el Hades. Iría con un Iphone y sólo correría un riesgo que desbarataría sus planes: quedarse sin cobertura, indudable metáfora de ceguera.

Lo teledirigido de la contemporaneidad es una grave enfermedad para la imaginación. Muchos escritores de la actualidad han extraviado la fundamental brújula de ignorar la tradición para sumergirse en una vorágine creativa donde HTML, Gmail o Facebook son más importantes que un suspiro o un sentimiento. Renuncian a la normalidad del exterior, que ha sido desde siempre inagotable fuente de sabiduría, aprendizaje y maduración literaria, tesoro incalculable que al ser despreciado implica la violación de otra norma básica: escribir sirve para comprender el entorno. Los autores que logran universalizarlo figuran en un panteón inmortal al ser comprensibles en cualquier época y contexto porque hablan de temas que impactan sin necesidad de recurrir a modas y tendencias. Excluyendo el campo de acción al aire libre desbaratan una clave poética esencial: la epifanía. Algunos objetarán que aún podemos dar con ella navegando. Sí, es cierto, aunque seria triste comparar la fugaz mirada de una mujer en la calle, belleza que se desvanece y permanece, al placer de dar con una foto espectacular en un blog. Si llegamos a esa imagen es porque con anterioridad hemos trazado un recorrido previo de enlaces para alcanzar la sorpresa.


A mediados del siglo XIX Charles Baudelaire se convirtió en nuestro padre. Paseaba por un París ansioso de reformas, princesa de fango que ansiaba mármol. Los campos elíseos eran el paradigma. El poeta lucía su corona de laurel e intentaba cruzar mil calzadas sin manchar su distinguida figura, amenazada por carromatos, obreros y una acuciante lluvia. Esta diversidad de elementos se alió y, de repente, el autor de Las flores del mal vio caer su símbolo lírico. Feliz, sonrió. Había despojado su ego de la consabida sacralizad del bardo, ser que finalmente se atrevía a descender de las alturas para instalarse en el reino de a pie, normalidad callejera que confería a los versos otra dimensión trascendente que aceptaba despojarse de solemnidad. El abandono de la torre de marfil marca una precisa línea de compromiso con lo que nos rodea y es una victoria del hombre hacia el hombre. Con su apuesta por una poesía que afronta lo urbano, el genio francés asumía el reto de contemplar lo urbano como un perfecto microcosmos de lo visible desprovisto de mediación metafísica a la antigua. La magia, la dicha de la observación que deleita, puede estar en cualquier esquina.




Vivo en Barcelona. Mantenemos una cordial relación de amor-odio que se intensifica cuando paso largas temporadas en una casa rural, exilio voluntario que me permite recobrar energía y canalizar mis ideas gracias a la ortodoxia de las manecillas del reloj. Su tic tac en el silencio del campo no se acelera, fluye ajeno al ruido mundano . En la ciudad circulamos nerviosos y escribimos acomplejados, como si fuéramos el conejo de Alice in Wonderland y la cronología diaria fuera una impuntual pesadilla agravada por infinitos contratiempos telefónicos, laborales, ociosos y de índole doméstica. Las horas enarbolan su melodía cardíaca y, casi sin darnos cuenta, caemos otra vez en la noche y quitamos una hoja al calendario. Las prisas, impuestas por un ritmo que nos torea, sí son malas compañeras. La concentración se resiente. Sin embargo, reconozco que el trajín de la urbe es beneficioso al proporcionarnos la totalidad en miniatura, algo que intenté reflejar en mi poemario Paseos simultáneos a través de una suite de 136 poemas, resultado de la irresistible atracción que supone cerrar la puerta con llave y dejarse seducir por la calle, sin temory con las antenas bien puestas. Explico su génesis porque guarda estrecho parentesco con el tema que abordo en este modesto ensayo.




En la primera parte de Paseos simultáneos diseccioné el método y las intenciones que impulsaron mi búsqueda. Entre enero y marzo de 2008 me sentía desorientado. Venía de terminar un relato muy detallista en sentido clásico y mi cuerpo dijo basta. Enfermé y la fiebre se apuntó a la fiesta del caos. ¿Qué hacer? Una libreta roja tenía la respuesta. Empecé a tomar notas compulsivamente, apuntando palabras sueltas que me regalaba la calle, ocurrencias de amigos y pequeñas minucias significantes que adquirieron universalidad al ser Barcelona una ciudad global, Babel proclive a la fusión de culturas. El poema de apertura avisaba con el anhelo de tener todos los balcones para remediar el crimen de no mirar más allá de la ventana. Mezclé idiomas y aspiré a una concreción diáfana que el poema Visión sintetiza, fórmula meridiana para desprenderse de tanta sabiduría y volar ingenuo entre los muros del sitio que me vio nacer.

El otro día vi
un lenguaje sin ataduras
que respiraba calle, bar
mente, paseos de todo
tipo mezclados en verbo
colectivo,
La unión de vocablos
lleva a la plasmación
de la realidad sin adornos,
como la escucho, la visiono
la concibo, la invento
por deformación y vuelo
con inéditas gárgolas.
Me importa el todo, uno no sirve
si no es
plural.
Me muevo y escribo.

La continuidad estructural del poemario hace que cada una de sus partes dependa de las demás, circularidad que pretende igualar el vaivén ciudadano, donde hay pausas pero nunca son definitivas porque la llama no se apaga, siempre hay eterno retorno con variaciones que deben su diferencia a que nunca nos bañamos en el mismo río. La simultaneidad, ya anunciada en el título, del paseo gana peso al enmarcarse en un período histórico con metrópolis que acogen en su interior una pléyade inagotable de sucesos y tramas. Del yo observador pasé al colectivo en el papel porque con anterioridad lo había catado con mis ojos en la superficie tras vislumbrar que el poeta es Teseo y lo urbano una invitación a enfrentarse con el Minotauro.

El cigarrillo de
entrada a
Barcelona es
mero miedo
al laberinto.

Desentrañarlo es nuestra misión. Las armas para conseguir nuestra meta están en el cerebro y en la flexible disciplina del paseante. En mi caso elegí aprovechar con plenitud los intervalos muertos que regulan las actividades de la jornada. Si debo dar una clase a las seis y media opto por programar mi agenda para caminar cuarenta y cinco minutos y llegar al centro educativo con puntualidad británica. Durante ese lapso de tiempo, relajante hasta extremos insospechados, aconsejo olvidar los auriculares en su cajita y emprender la marcha aprisionando los prejuicios contra la monotonía de la normalidad. No hay que creer en la línea recta. Los enlaces se revelan al pasar página e ir de un punto a otro no es un mero tránsito, sino un misterio donde toparse con hileras de sostenes que el viento ha depositado en cien metros, graffitis que se alían con frases infantiles, sonidos estrambóticos, colores inesperados, el placer de extraviarse y la conjura privada que predica con devoción el arte de querer asombrarnos con la pura libertad de juzgar el ambiente como un ente ilimitado del que extraer una incalculable cantidad de jugo. En ocasiones somos tan perezosos con la calle que ni siquiera alzamos la cabeza para completar el conjunto con techos, pájaros, estatuas o aviones, belleza que atiende paciente una llamada al vacío que llenamos con insaciable curiosidad.

Los formatos de lo urbano en poesía: cuadrar el círculo.

La poesía en catalán tuvo la fortuna de ver enrolado en sus filas a un chiquillo que por las noches vigilaba el puerto y abrazaba la luna en sus ensoñaciones. Se llamaba Joan Salvat-Papasseit y era más inteligente que los demás literatos de su generación. Absorbió con fruición las influencias del vanguardismo e incluyó en sus poemas items de modernidad que iban desde las luces de neón hasta el caligrama que Guillaume Apollinaire retomó en Francia. Su alumno catalán, que también incorporaba a sus versos léxico extranjero, quería experimentar y presentar temas que transpiraran actualidad. En este sentido son encomiables su versos de la chica del tranvía, estética estática siempre en movimiento salvo en las paradas. En una de ellas la joven se baja y finiquita el hechizo.




Asistimos a una brutal época de grandes transformaciones socio-históricas, comparable sin ningún atisbo de duda a las primeras décadas del siglo XX. La belle èpoque, cretina en su optimismo descuidado, donaba al Planeta un legado con claroscuros. Las distancias eran más cortas y la tecnología brindaba férrea seguridad en el progreso. ¿Les suena? Lo que otrora se manifestaba en forma de automóvil y teléfono ha adquirido otras dimensiones que Internet aúna como maná del ingenio tecnológico transportable por tierra, mar y aire, herramienta de contacto que almacena periódicos, mapas, correos electrónicos, fútbol online, bitácoras, sexo, enciclopedias y un interminable etcétera al gusto del consumidor. A partir de su consolidación, la informática y la red han capturado a muchos pescadores que han caído rendidos a su reclamo, que garantiza estar en la cresta de la ola. Agustín Fernández Mallo, quizá el más coherente en su postura, ha reproducido un viaje virtual en Google Earth que repite un paseo de Robert Smithson. De este modo el autor de El hacedor de Borges (Remake) inventa una excusa para tratar el Land Art y el arte conceptual. En otro fragmento del libro inserta un código con datos incomprensibles que recogen mensajes, llamadas y e-mails de las Torres Gemelas el funesto once de septiembre de 2001. Otros poetas han introducido emoticones en sus versos para escandalizar desde un gamberrismo muy inocente porque sólo pretende ser efectista.

El problema radica en abusar. Desde que el mundo es mundo los nuevos recursos se han combinado con los pretéritos para mejorar las formas representativas de la realidad. Es legítimo usar sólo unos u otros, pero quien practique la exclusión quedará fuera de la partida al no saber asimilar las mutaciones que han aterrizado para quedarse entre nosotros.

jueves, 6 de octubre de 2011

Podcast del Laberint de Wonderland sobre autógrafos de escritores


Ayer en Wonderland hablamos de autógrafos de artistas y grafología, una ciencia inexacta que sin embargo apunta intuiciones en relación a la personalidad de los nombres que visitamos ayer, entre los que cabe mencionar a Pablo Picasso, Charles Baudelaire, Federico Garcia Lorca y Agatha Christie, se puede escuchar la sección, ayer un poco más breve, clickando aquí

sábado, 1 de octubre de 2011

La Folie Baudelaire de Roberto Calasso en Sigueleyendo


El ama de llaves
de la modernidad, por Jordi Corominas i Julián
Publicado en 28 septiembre 2011 por sigueleyendo




Charles Baudelaire soñaba, pero sólo escribió una de sus experiencias oníricas. Roberto Calasso la recoge y sus ansias ensayísticas consiguen que esa excusa ayude a trazar un magnífico cuadro de revolucionarios desdeñados en su época, hombres incomprendidos entre calamidades y éxitos que leían demasiado deprisa para lo que era su tiempo, figuras del Panteón que suscitan curiosidad y forman parte de la cultura popular, que por desgracia, algo lógico en una época de síntesis, recuerda clichés y olvida lo importante de sus aportaciones.


La folie Baudelaire, última obra del escritor italiano, parte de ese viaje dormido del poeta de Las flores del mal hasta sumergirse en algunos detalles de su interior para trazar un cuadro completo del nacimiento de la modernidad en la Francia decimonónica. Algunos dirán que bien, que eso se ha hecho siempre y constituye una tradición teórica casi inexpugnable, repetida mil veces con sus consabidas variantes. No les quitaremos razón, están en lo cierto porque los tópicos se repiten y parece que ya se haya escrito todo sobre el tema, que sin embargo, y ese es el crédito inicial que merece Calasso, merece actualizarse y adquiere sentido en función de la cronología, individual y colectiva.


Tengo muchos recuerdos de la Universidad, fueron años divertidos en los que me dieron una base que luego exploté a mi antojo. Tuve la desgracia, transformada en suerte porque soy un tipo positivo, de suspender cuatro veces la asignatura de francés, y quizá por ello dediqué un verano a recrearme en la literatura del Hexágono. Stendhal fue el primero que cayó en el saco y luego ya me aventuré con Baudelaire, con quien sufrí un flechazo que me instigó a investigar sus circunstancias biográficas, igual de importantes que su legado escrito. En sus observaciones se percibe una clara conciencia de finitud, por eso la decadencia es una visión de los que aún no han entendido que el alba está por aparecer y luce colores insólitos.


Esa insólita irradiación enlaza con lo general. El esplendor del pensamiento baudeleriano coincide con los estertores de la Monarquía de Luis Felipe y la era del Segundo Imperio de Napoleón III. Un modelo se agotaba, tanto en lo artístico como en lo social. El romanticismo fue una resaca dieciochesca que bebía del pasado sin sepultarlo. Los hombres de mediados del Ochocientos se transformaban en obreros y la ciudad, pieza central del tablero, se preparaba para alterar los hábitos de las personas enfocándolos al consumo bajo la apariencia de un ocio alcanzable. Los pasajes y el Bois de Boulogne anunciaban una revolución de dos caras bien marcadas, para que dos relojes se compenetraran entre la ferocidad del capitalismo y la Arcadia campestre a dos pasos de casa. Baudelaire, más agudo que todo eso y también más pretencioso, da en el clavo al percibir lo que se avecina desde la crítica pictórica. Los cuadros del salón de 1846 habían abandonado las togas, pero vestían a los retratados con prendas medievales, renacentistas y barrocas. ¿Y lo contemporáneo? Nulo, inexistente. Con esa apreciación, de una lucidez desarmante resume sin querer el motivo de su condena y de los demás componentes del clan de figuras malditas que recorre Calasso con precisión quirúrgica. Un arte que no aborde las dinámicas palpables en la superficie es nimio, inútil por naturaleza, fantástico para que los burgueses sin autocrítica se relaman en el engaño perpetrado al imponer un cómodo canon que no haga temblar los cimientos del edificio y sirva para decorar el salón.

Manet, quien merecía mucho más que Constantin Guys ser el pintor de la vida moderna, padeció un verdadero suplicio por su osadía al atreverse a presentar Olympia en el Salon de 1865, dos años después de dar la última pincelada al lienzo. Era un desnudo filosófico sí, filosófico y provocador por prescindir de la mitología y apuntar con el dedo hacia la hipocresía, que más tarde Zweig reflejaría en El mundo de ayer, de esos señores casados que disfrutaban con cortesanas de lujo que marcaban la pauta en París, chicas de rompe y rasga con un poder infalible que debían permanecer en la invisibilidad, por eso la mirada de Olympia es una amenaza que atenta contra el orden, porque desde su ausencia de ropajes desvela intangibles de lo putrefacto.


Otro gran aficionado a plasmar el cuerpo femenino fue Ingres. Su inclusión en el elenco puede desconcertar casi tanto como la exclusión de Courbet, quien debería estar por compromiso y sagacidad en el desafío, y no lo decimos por su Origen del mundo, sino más bien por El entierro de Ornans, gran tela, algo reservado para temas clásicos, de un sepelio rural con curas borrachos y una larga fila de caracteres que resumen todo el tejido social del villorrio en una descarnada metáfora de la realidad francesa a mediados del siglo XIX. Sin embargo Courbet goza de aceptación absoluta en su papel transgresor, no así el autor del Baño turco, despreciado por su amor a la línea que tanto contrasta con la apuesta por el color de Delacroix, favorito de Baudelaire.


¿En qué quedamos? ¿Por qué Ingres? La respuesta esencial llegó a principios con las bañistas de Cézanne y las prostitutas de Picasso, deudoras innegables de un abuelo al que se consideró trasnochado por ir contracorriente por su pretendido apego a la herencia de David. Calasso hila aún más fino y proporciona un dato demoledor, una de esas casualidades que la Historia de las artes depara entre cajones y catálogos incompletos. Hace poco se encontraron en el secrétaire de Ingres cuatro daguerrotipos. Uno de ellos muestra un cuadro desaparecido donde el retrato de una mujer desnuda con fondo negro deslumbra por un efecto óptico que da a la epidermis una densidad muy atrevida, masa que avanza hacia nosotros, abstracción de lo real que esperaba su instante de revelación, como si nosotros fuéramos el retrato de Madame Moitessier que se alza insolente tras el caballete. Ella ya sabía las prestaciones del estudio y la obsesión que entroncaba la labor de Ingres con los paseos de Kant para ejercer de reloj de cuco en el desierto de Konigsberg. Esas caminatas despojaron a todas las construcciones de lo superfluo y centraron el pensamiento en la esencia, siembra que tenía su reverso en la exaltación del ego por parte de Giacomo Casanova. La primera tendencia nutre a Ingres, recibe confirmación con Degas mediante sus bailarinas y llegará a la vanguardia, sin importar que esta sea picassiana o vienesa. La segunda semilla, más mundana, flotará con Stendhal, impregnará la paleta de los impresionistas y proseguirá su marcha sin perder nunca la referencia de lo mental, sin lo que sería utópico narrar el transcurso de lo cotidiano, pues hasta la descripción de pequeñísimas efemérides son subjetivas.

Ambas confluyen en Rimbaud, quien abre la puerta de una modernidad a otra, porque el dichoso vocablo tiene eso, es unitario aún descomponiéndose en mil pedazos a cada segundo que pasa. Alienta y se metamorfosea cuando ha cumplido su pacto con una fase, ave fénix que siempre resurge de sus cenizas para instalarse en una monarquía de advertencia en la incomprensión. Sus apóstoles emiten la buena nueva y topan con un sordo muro que recupera su audición cuando el tiempo ya está maduro para nuevos frutos. Rimbaud tuvo una breve fase poética, tres años en los que arrasó literalmente con la tradición al corromper la forma y dotar al cuerpo del justo puñal para matar a los dioses pocos minutos antes de Nietzsche. En el caos de la orfandad, cuando los homínidos vagan desorientados, es cuando podemos disparar las balas que destrocen la panorámica y le confieran nuevos bríos. Con su misión finiquitada Arthur optó por recorrer mundo y redundar en lo de ser pionero instalándose en Harar, donde devoró libros de cualquier materia que no fuera literaria, como si así se contradijera con el universo que él mismo contribuyó a despeñar con lentitud depositando su bomba programada para que otros la activaran.

Rimbaud no fue, exactamente, el hijo poético de Baudelaire, clásico en sus alejandrinos y pretencioso en sus aspiraciones de figurar, de otro modo no se hubiese aspirado a un sillón de la Academia y de suceder a Diderot en su rol fundacional. El autor de El rosa Tiepolo sugiere que Ducasse y Laforgue estaban dotados de la genética del padre, le eran congeniales sin calcar su lírica, de la que avistaron más una actitud para picar una piedra inaugural que prescindiera de la ruina y el ocaso.
Roberto Calasso se ha adentrado sin miedo en un burdel repleto de cuadros, libros desperdigados y estancias con polvo acumulado por desidia. Al penetrar en él ha certificado que un dandi llevaba las llaves, actuando de catalizador para la clientela, dándoles una energía que lanzó con coraje con la esperanza de esparcirla para que calara hondo y propiciara una revolución que trascendiera la estética. Consiguió sus objetivos y ahora, en pleno 2011, debemos reflexionar sobre si su cometido puede trasladarse a nuestra época desde otros parámetros adaptados a la misma. Por lo pronto el término moderno ha sucumbido y es una parodia de lo que fue, mal augurio cuando quizá urja más que nunca un replanteamiento general que desde el presente entierre tanto plato efímero y propicie solidez crítica que ensanche miras. No hay que ser exhibicionista para dar puñetazos en la mesa.

LA FOLIE BAUDELAIRE
Roberto Calasso
Traducción de Edgardo Dobry
ANAGRAMA

domingo, 18 de septiembre de 2011

La Fanfarlo de Charles Baudelaire en Revista de Letras


Los inicios del padre de la modernidad
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 17.09.11


La Fanfarlo. Charles Baudelaire
Prólogo de Carmen Camero Pérez
Traducción de Alejandrina Falcón
Backlist (Barcelona, 2011)

Toda nuestra relación con un libro debería acompañarse de un momento íntimo, casi epifánico. Sin embargo pocas son las ocasiones en que una anécdota ilustra la importancia de un manuscrito en nuestra andadura por este planeta. Hace ya muchos años paseaba por los muelles de París. Paraba cada dos por tres en sus tenderetes mientras preguntaba a los libreros de esas miniaturas ancladas desde tiempos inmemoriales por volúmenes imposibles. De repente, una joya se insinuó entre llaveros, postales y mamotretos varios. Era La Fanfarlo de Charles Baudelaire, novela corta de 1847 en la que el padre de la modernidad poética esbozó un completo esquema de un futuro episodio de su existencia.

Al llegar a Barcelona deposité la obrita en su correspondiente estantería y no recuerdo si llegué a leerlo. La confusión se debe a una mezcla de olvido consciente de mi época estudiantil y la desmemoria fruto de mi obsesiva fascinación por el personaje, que tiene su propio rincón en mi hogar entre biografías, flores del mal y mil ensayos sobre el fascinante período que le vio deslumbrar avant la lettre entre dandismo, innovación y lucidez de lo contemporáneo. De todos modos, eso sí que es innegable, conocía perfectamente la trama del libro y sus vericuetos, que despiden lo romántico y abren con descarada cautela una puerta donde todo lo sólido se desvanece en el aire.

El caso, vayamos al grano, es que ahora la editorial Backlist ha realizado una magnífica edición de este clásico, bastante ninguneado en España, algo incomprensible si se tiene en cuenta la proliferación de editoriales independientes que podrían haber recuperado el manuscrito y rendirle los honores que merece. En las últimas dos décadas sólo dos pequeños valientes se han atrevido con él y finalmente parece que alguien le presta debida atención. Lo demuestra lo cuidado del conjunto y el prólogo de Carmen Camero Pérez, a la altura de cualquier colección erudita de Cátedra y Alianza. En una época donde todo lo que no es novedad de fast foodsuena a rareza para el lector, es remarcable hallar una introducción de estas características, capaz de situarnos a la perfección tanto en el contexto histórico como en las circunstancias que inspiraron al bardo que dejó caer la corona en el barro de los Campos Elíseos.

La trama es la siguiente. Samuel Cramer es un hombre condensado en una mezcla explosiva, producto de un pálido alemán y una oscura chilena. De educación francesa y cultura literaria, este ser se entusiasma con extrema facilidad con las creaciones de sus contemporáneos, tanto que las mimetiza hasta hacerlas suyas. Es el genio de la nada y el todo, un fantasma a la deriva que presume de versos y malgasta sus horas entre seducciones y la eterna esperanza de un triunfo imposible, pues como todo buen dandi destaca más por su personaje público que por las palabras que poco esforzadamente vierte de vez en cuando en alguna que otra página.

Un buen día este flaneur cumple sus deberes callejeros y topa con un antiguo amor. Es Madame de Cosmelly. La chica ha prosperado, tiene criada y lee a Walter Scott, lo que supone una reprimenda por parte del protagonista, quien sin embargo se complace en galanterías que llevarán a la cuestión primordial del relato. El marido de su cortejada tiene una amante de rompe y rasga, una bailarina llamada la Fanfarlo que nutre las fantasías de muchos espectadores y las noches de Monsieur de Cosmelly, encantado con las curvas indescriptibles de su amante, por lo que su mujer, más lista que el hambre, propondrá a Cramer una parodia del pacto faústico. Si él seduce a la arpía que le ha robado la paz marital ella aceptará encantada sucumbir a sus avances: será suya sólo cuando haya cumplido su parte del trato.



Cramer, que se toma el cometido muy en serio, atiborrará a la estrella con cartas anónimas. El desenlace será imprevisible, el shock mayúsculo. No anticiparé acontecimientos porque no estamos en un examen universitario y últimamente muchos de los que leen crítica literaria creen que hablamos de series, ahora que están tan de moda. Chicos, si esto fuera un mundo normal lo de mentar el término spoiler no tendría sentido alguno en cualquier tipo de texto, no sólo en uno escrito hace más de un siglo. Los libros tienen introducción, nudo y desenlace, es obvio, aunque estas tres partes sólo son un componente más del todo. El análisis desgrana y ayuda a la comprensión. Alguien avispado puede intuir a partir del detalle por donde irán los tiros. El propio Baudelaire da un espaldarazo a lo que decimos con su propia singladura personal. Durante una larga temporada escribió epístolas anónimas a una de las damiselas de más renombre del París de Napoleón III. La afortunada era Madame Sabatier, elogiada por los más grandes plumas del momento. El poeta la loaba en misivas cargadas de afecto y piropos. La ausencia de firma consolidaba apuntes que captamos en las flores del mal. À une passante es el paradigma, con esas miradas que se cruzan un hombre y una mujer que circulan por la urbe, demasiado poblada hasta el punto de promover la fugacidad del ojo y el adiós del deseo en un santiamén. Al final el iconoclasta por excelencia confesó su identidad, y lo hizo por motivos más bien banales. Gustave Flaubert salió airoso del famoso juicio de Madame Bovary c’est moi gracias a la inclusión en el folletín que era todo proceso de una fémina de alto rango. Baudelaire, al romper su silencio dos días antes de acudir a los tribunales por Las flores del mal, conseguía una mínima esperanza de absolución. Los hechos sucedieron diez años después de publicar La Fanfarlo, en 1857. La vida imitaba a la literatura desde los mismos parámetros de su denso relato de juventud. Lo burgués, que en la nouvelle se muestra por la frivolidad de los hechos y el inicio de la sociedad del ocio, tan sólo podía ser contrarrestado con maniobras propias de esta clase social.

Leer La Fanfarlo en 2011 es un ejercicio que permite apreciar cómo Baudelaire ya tenía claro el camino que quería recorrer en su carrera. Lo convencional quedaba atrás y se imponía barrer el edificio para adaptarlo a lo contemporáneo abandonando la cursilería de lo solemne e introduciendo temas que, si bien aún huelen a romanticismo en su esencia, abrazaran la cotidianidad con pies y cabeza. Lo mejor de todo es que su mensaje sigue siendo más que válido en el siglo XXI, donde la alienación del asfalto amenaza con convertir el mundo de las letras en una fortaleza vetada a los que no la pueblan. Aprendan del maestro.