sábado, 20 de octubre de 2012

La retirada, de Michael Jones, en Revista de Letras







Lo imposible y la obsesión: “La retirada”, de Michael Jones,por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 16.10.12



La retirada: la primera derrota de Hitler.
Michael Jones
Traducción de David León Gómez
Crítica (Barcelona, 2012)


Los hechos que Michael Jones narra en La retirada son fundamentales para entender el devenir del siglo XX y pueden compararse por su trascendencia de encrucijada con Las Guerras Médicas u otras efemérides militares que cortaron el aliento del Universo.

En 1941 Hitler era amo y señor de la Europa continental. Su pacto de agosto de 1939 con Stalin le permitía tener tranquilidad en el flanco oriental y centrar todos sus esfuerzos en derribar la resistencia de Gran Bretaña, que pese al empeño nazi no cedió durante la batalla aérea de Inglaterra. El duelo en el aire pospuso para siempre la invasión y dio alas al Führer para propulsar su megalomanía hasta extremos napoleónicos, un error que marcaría el devenir de la Segunda Guerra Mundial.

El siguiente objetivo implicaba abrir un segundo frente e invadir al gran enemigo ideológico: La Unión Soviética. El reto dependía de muchos factores que desde el principio negaron la idoneidad de la operación. Mussolini y su torpeza militar retrasaron un mes el inicio del infierno conocido como Barbarroja, en honor al gran comandante, mito del nacionalismo teutón del Ochocientos, del Sacro Imperio Romano Germánico.

Michael Jones podría haber completado una investigación tradicional basada en datos de batallas, posiciones en el frente y otros detalles típicos del conflicto. Es de agradecer que los haya plasmado desde una perspectiva humana que se hilvana con la Historia y genera un relato asequible al tiempo que científico, algo en lo que sigue la estela de, entre otros, Antony Beevor, pionero en abrir el camino de privilegiar lo humano para entender la magnitud de la tragedia a través de testimonios directos e informaciones que sumadas desde su cotidianeidad dan como resultado un magma espeluznante.

Los mapas y la ambición indicaban tres metas que debían completarse con la mayor celeridad posible. La obstinada creencia en la efectividad de la Blitzkrieg olvidaba factores determinantes. Rusia no es Francia, y la vastedad de su territorio hacia surgir un sinfín de opciones que no se barajaron con suficiente eficacia.

Moscú era un anhelo, punto y final de una senda que empezó con buen pie al pillar desprevenido al gigante soviético. El primer día de hostilidades, 22 de junio de 1941, la aviación rival sucumbió a las bombas del cielo. Lo inesperado del pistoletazo de salida sirvió para ganar una gran ventaja, y las semanas siguientes confirmaron una tendencia favorable a la Wehrmacht, fuerza que desde la victoria empezaba a cimentar las raíces de la derrota con su trato infame a la población civil y su desidia voluntaria para con los millones de presos rusos que fueron tratados como bestias destinadas a morir sin siquiera llevarse un mendrugo de pan a la boca. En este sentido la crónica de Jones no sorprende, pues quien haya leído Tierras de sangre de Tim Snyder sabe que la intención hitleriana era vaciar el otrora país de los zares para confirmar el espacio vital en el Este y eliminar, como quien no quiere la cosa, a más de treinta millones de individuos que el régimen nazi consideraba seres inferiores.

Las dudas nacieron con el paso de los meses. Las tácticas de 1940 ya no servían en Rusia y la conquista se alargaba hasta límites insospechados. En noviembre, con la capital relativamente cerca de las posiciones alemanas, se lanzó un órdago que era un todo o nada. Las tropas divisaron en algunos momentos las torres del Kremlin, y hasta una compañía se situó a quince kilómetros de la ciudad, justo donde los autobuses finalizaban su recorrido, cruda metáfora que significó el adiós a la esperanza de tomar la pieza más preciada, que por aquel entonces había resucitado de sus cenizas por dos evidencias que cualquier otro estratega hubiese considerado antes de emprender tamaña aventura: la infinita reserva humana soviética y el general invierno, contra el que en ningún momento se prepararon para su llegada porque esperaban concluir su misión antes de la nieve, el frío y el ocaso.




De este modo, el cinco de diciembre las tornas cambiaron radicalmente. El ejército rojo iba equipado para la estación invernal, y sus tropas provenientes de Siberia desbarataron las anárquicas posiciones nazis, siempre más dispersas y desorientadas ante las tormentas de todo tipo que asolaban su singladura. La retirada fue un desbarajuste táctico que creció hasta los topes cuando Hitler destituyó al general Guderian y ordenó no dar ni un solo paso atrás. Su delirio perjudicó la esencia de la razón, pues para aspirar a no perder comba era mucho mejor organizar una retirada hacia una zona estable, y en el caótico frente a treinta o más grados bajo cero su torpeza fue fatal.

Los hombres vieron vacilar su fe en la providencia mesiánica del Führer. Quemaban pueblos, huían, disparaban con la tecnología que sobrevivía a la debacle, cantaban canciones navideñas para reconciliarse consigo mismos y deliraban ocasionalmente al recibir ataques, riéndose entre las balas como si la vida ya no importara y su presencia entre compañeros congelados y miembros sueltos fuera una macabra anécdota de la casualidad. Y no, no lo era. Los peones de Clío entendieron el absurdo de toda conflagración, demasiado tarde. Las páginas que versan sobre las penurias de la temporada de la ruina son escalofriantes en su minucia del desamparo, cancelado parcialmente con el retorno a la cordura que supuso la llegada del general Model, quien dio nuevos bríos a la Wehrmacht y deparó que la primavera abriera una luz de incertidumbre en el desenlace de las contienda.

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