Todos tenemos un París, por Jordi
Corominas i Julián
La
primavera pasada Esperanza Aguirre decidió subir a lo bestia el precio del
autobús que va de Atocha al aeropuerto de Barajas. Los cinco euros del trayecto
no dan para condiciones lujosas ni nada por el estilo, pero sirven, magro
consuelo, para aumentar el anecdotario del espionaje cotidiano. Me senté con un
libro de Julian Barnes y observé las calles de la capital con cierta tristeza
hasta que unos franceses repararon en mi persona.
Eran
tres. Dos hermanas y el marido de una de ellas, o algo parecido. Me senté y
escuché, los habitantes poco viajados de esta nacionalidad llevan en su ADN un
chovinismo que anula en su cerebro la posibilidad de que alguien entienda su
lengua, que alababan mi jersey verde, el color de la temporada. Les miré de
reojo y volví Al sentido de un final hasta que una coincidencia despertó el
ánimo de los galos. Unas compañeras de vuelo parisino se aposentaron a su lado.
Hablaron de cuatro chorradas y comentaron los detalles de su semana española.
Todo iba bien hasta que rieron con estruendo de nuestra economía. Mis ojos
esputaron furia y callaron. No soy nacionalista ni nada por el estilo, me dan
bastante igual las banderas, ideales como mantel y para espantar a pajarracos.
Lo que no pude tolerar fue la superioridad de su carcajada y el desprecio que
implicaba, además de una manifiesta ausencia de solidaridad y una
inconsecuencia mortal, porque en su país no es que las cosas vayan muy bien
dadas entre un tribunal que rechaza un impuesto a los más ricos y una clase
política, mal endémico del Viejo Mundo, que deja mucho que desear, por no
mencionar lo leales que son sus estrellas. Hacer un Depardieu.
Pese
a todo, reconozco estar enamorado de París, de su mapa y de su territorio.
Houellebecq es el doble literario de José Mourinho y ambos merecen abandonar
ahora mismo este texto. Hablemos de la ciudad de la luz, de la princesa que el
cine, con buen tino dada la tendencia naif de la época, ha explotado hasta la
extenuación, algo de lo que sin duda debemos culpar, es un santo y seña de
parte de mi generación, a la noñería de Amèlie Poulain y su cromatismo saturado
con extra de caramelo. Al verla en el cine reconozco que me gustó, aunque
también hay que admitir lo mal que ha envejecido, factor al que han contribuido
las mil y una niñas que aspiran a ser una réplica de un personaje de ficción.
Amèlie como símbolo de la regresión de infinitas adultas a la infancia,
precursora de Instagram, pionera del moderneo, adalid de una vida de fachada sin
contenido.
No
pensaba alargarme tanto, disculpen, esto va tal com raja que decimos en mi
tierra. El día de Navidad me tragué ¿Arde París? Esa película debió de ser la
bomba en 1966 por mucho que estuviera desfasada estéticamente en relación a su
década. Fue una de esas producciones tan de moda entonces, con estrellas del
Hexágono y vedettes de Hollywood que justificaban su sueldo, y el cartel que
generaba pingues beneficios en taquilla, mediante cameos. El filme es malo y no
refleja en absoluto como acaeció la liberación de la perla gala. Seguramente
poco importaba porque la intención no era hacer pedagogía. Se conmemoraban, aún
pasada la efeméride, los veinte años de la catarsis contra el nazismo,
gobernaba De Gaulle y recordar esos instantes era un bálsamo para una
generación que ya quedaba apartada de Clío ante el empuje de los baby boomers,
que poco o nada han hecho para que las nuevas hornadas tengan conciencia de la
importancia de París en la formación de Occidente y de determinados ideales más
allá del 14 de julio, la odiosa Bastilla y la libertad, la igualdad y la
fraternidad.
En
tiempos revueltos, con o sin amar, creo que es más importante recordar las
barricadas de 1848 y lo que conocemos como la primavera de los pueblos tras los
treinta y tres años, ¿qué diría Jesucristo?, de opresión desde el Congreso de
Viena. Esas jornadas de lucha se desarrollaron nada casualmente justo cuando se
publicó el Manifiesto Comunista. Asimismo, la fecha es crucial porque
significó, siete años antes que Barcelona derribara sus murallas, el punto y
final de la antigua e insalubre urbe, refundada radialmente por obra, gracia y
piquete de Haussman, el demolidor. Sus anchas y largas avenidas se diseñaron
para controlar a la masa.
Esos
maravillosos paseos, con los Campos Elíseos como santo y seña, cuidaron con
mimo sus laterales para dar alas a la fundación del capitalismo contemporáneo a
través de los pasajes. Y es aquí donde entran en escena dos nombres mayúsculos:
Charles Baudelaire y Walter Benjamin.
El
poeta francés es un caso deprimente que resume a la perfección el siglo XXI. La
sobreexplotación de su legado ha convertido su corpus poético en una especie de
legajo cursi que cualquiera osa usar porque la ignorancia es muy atrevida, con
todo lo que ello conlleva. El pobre debe revolverse en su tumba, horrorizándose
por tanta vacua admiración. A buen seguro que le gustaría que sus supuestos
lectores, pues apuesto a que menos de un 10% de quienes lo mencionan han leído
de cabo a rabo Las flores del mal, conocieran bien sus circunstancias y la
verdadera trascendencia de su biografía. Por suerte, existen libros como La
Folie Baudelaire de Roberto Calasso o el recientemente editado por Eterna
Cadencia: El París de Baudelaire de Walter Benjamin, donde el monstruo alemán
desmenuza al pormenor el contexto que hizo surgir una figura como la del bardo
con amante mulata.
Buena
prueba de lo que digo está en los rumbos que toma el arte del verso. Pocos han
hecho caso a Baudelaire y su anécdota de la corona de laurel en el barro como
paradigma de liberación y tranquilidad, adiós a lo solemne y bienvenida a una
puerta que la mayoría se resiste a abrir obstinándose en temas y formas
anacrónicos, y no porque no existan conceptos universales, no se confundan. El
problema consiste en perpetuar la pesada losa de la tradición sin renovarla. El
francés, juzgado en 1857 por sus poesías, lo hizo con la sencillez de quien
observa la realidad y toma nota de la misma, sorprendiéndose por sus
transformaciones y anomalías desde el anonimato que confiere la velocidad de lo
moderno. Se trata de abandonar capas demacradas por la cronología y adoptar
ropajes que se adapten al asfalto que cubre las calles. El flaneur es un
detective de lo ínfimo porque sabe que en su interior hallará la grandeza
necesaria para crear. Asimismo no debe aspirar a la Academia porque ese lugar
es incapaz de entender el presente y prefiere someterse, ya tenía razón Marx
con lo de la Historia se repite, a inútiles discusiones y felaciones entre
amiguetes que adoran hablar bien de sus trayectorias, destinadas a perecer en
el olvido de la mediocridad.
El
flaneur es un héroe que gusta del anonimato en el anonimato, y por eso puede
dictaminar el aire que sopla tanto en el parque como en los pasajes, con sus
escaparates que apuntalan el deseo de consumir y metamorfosean ese mundo en
miniatura en una cárcel del apetito y el billete, una pasarela de frustración y
lujuria que Benjamin analizó como nadie. Está el París que cada uno tiene y
luego el del pensador teutón, que en otra de sus reflexiones riza el rizo de su
genialidad al apreciar que con el surgimiento de los medios de locomoción
moderna las personas tuvieron que asumir por vez primera en la Historia que
podían pasarse horas delante de otro semejante en silencio, sin dirigirse la palabra.
Este
aspecto lo capta Baudelaire de otra manera en su famoso poema À une passante.
Cuando voy al pueblo disfruto con mis caminatas porque los desconocidos me
saludan y hasta llego a casa con el atisbo de un flirteo. En la ciudad que
alumbra la modernidad el poeta captó los síntomas de la descomposición social
por la aceleración y lo imposible tras la desaparición del gesto típico de
reconocimiento. La masa se somete a la orden de su relevancia numérica, derrota
de su individualismo, que se verá exacerbado en la fachada para que creamos,
sólo basta con contemplar el desfile de modas de aquellos que aspiran a ser
únicos cuando sólo son rebaño, ser especiales.
Me
eternizaría con estas cuestiones, pero si he escrito este artículo es porque
considero que debemos reivindicar esencias y buenas lecturas. Hará cosa de tres
semanas cayó en mis manos [escribir] París de Silvia Molloy y Enrique
Vila-Matas. El librito ha sido editado en Nueva York por Brutas editoras e
impreso en la librería McNally & Jackson y es un intento de captar la
ciudad francesa a partir de pequeñas impresiones. Las de la escritora
bonaerense resumen sus varias estancias en el espacio que nos concierne, sus
amistades y la nostalgia de un pasado que no volverá.
Por su parte, el tramo de la obra
escrito por Vila-Matas entronca con su curiosidad literaria desde una óptica,
en mi opinión, poco reconocida en su singladura, la de ser un flaneur que en
sus pasos no se conforma con lo actual, pues pasea con la vista enfocada en lo
pretérito y en anécdotas que para él tienen un valor de investigación que sacia
estímulos y los amplía. Sucede así en el fragmento dedicado al árbol que mató
al dramaturgo y novelista húngaro Ödon von Horváth en 1938.
El escritor barcelonés investiga
con tino, y en la siguiente entrega de su sección nos habla de Apollinaire y de
su desterrada, quizá porque Breton tenía un sentido del marketing más lúcido,
invención del término surrealismo. Las vanguardias y París es otra problemática
mal interpretada, tanto que es gracioso constatar que hoy en día los que se
definen vanguardistas, algo que los padres fundadores nunca harían, repiten los
mecanismos de entonces, lo que básicamente viene a decir que no han entendido
nada de nada en su afán de revolución. Apollinaire, Duchamp, Tzara, Cocteau,
Picasso y todos los genios del primer Novecientos deben descojonarse en el
cielo, porque su labor fue la de entender un límite para superarlo.
Pero París, y eso es bien cierto,
no se acaba nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario