La hipnosis al detalle: “El oscuro carisma de Hitler”, de Laurence Rees
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 30.05.13
Siempre será un misterio, pero después de leer El oscuro carisma de Hitler las cosas quedan más claras. El mediocre austríaco que parecía destinado a una vida en el más absoluto anonimato emergió tras la Primera Guerra Mundial y se convirtió en un diabólico líder de masas.
¿Por qué? Esa es la gran pregunta, y el historiador británicoLaurence Rees ha puesto gran empeño en responderla a partir de mil y un testimonios que cubren toda una gama de estratos sociales, desde la gente de la calle hasta gerifaltes del régimen nazi.
Gran parte del mérito de la obra de Rees surge de su estructura, que divide fase por fase las diferentes evoluciones del Führer. En un principio no parece detectarse ningún rasgo propio de aquellas personas capaces de convencer a otras y seducirlas con sus dones, pero a partir de la irrupción de Hitler en la órbita del embrión del NSDAP todo cambia porque el genocida descubre sus dotes oratorias, consistentes en la sorprendente concisión de decir casi siempre, algo harto complicado, lo que su público quería escuchar. Sus virtudes en los mítines relucían en una especie de apoteosis colectiva que, sin embargo, no se producía con tanta frecuencia en los encuentros individuales, donde muchas voces lo contemplaban como un hombre normal sin ningún tipo de fuerza, algo inexplicable si analizamos cómo figuras de gran significación histórica como Hindenburg o Neville Chamberlain cambiaron de opinión tras conocer al antiguo correo del ejército de la Gran Guerra.
El autor del volumen explica desde el prólogo una característica vital para que el lector comprenda sus explicaciones. En pleno siglo XXI es muy fácil documentarse con vídeos e imágenes que nos pueden dar una visión sesgada del carisma del dictador. Visualizamos los fotogramas y su oratoria, que en su época era un arma letal, nos resulta ridícula. Ello es porque vemos las películas desde la descontextualización y toda la perspectiva que nos concede el paso de los decenios y el saber que ese señor de trasnochado bigote fue un asesino que provocó el conflicto bélico más salvaje que la Humanidad nunca contempló y, esperemos, contemplará.
Pero para los habitantes de la Alemania posterior al crack del 29 sus discursos eran mano de santo, algo que él acrecentó con una serie de medidas que potenciaban el efecto del conjunto. Sirva para mostrarlo su implicación en el guión de El triunfo de la voluntad deLeni Riefensthal, filme propagandístico donde sus ideas tuvieron mucha más trascendencia que las de Goebbels, artífice, todo hay que decirlo, de un inigualable aparato de encumbramiento del líder carismático entre medios de comunicación, carteles y un infinito elenco de medios.
La mención a la película de la directora alemana no es casual, pues en ella se privilegia la estética y la capacidad escenográfica del Tercer Reich. Hitler, para causar impresión a sus invitados, hizo queAlbert Speer construyera un enorme pasillo de recepción en la Cancillería. La distancia que los visitantes debían caminar para llegar a la puerta del despacho del jefe de Estado teutón generaban un cansancio teatral que aumentaba el respeto. Rebasar ese umbral era un reto y una pirueta más en el artefacto de encumbramiento.
Hasta 1939 las excentricidades de Adolf Hitler hicieron mella positiva entre la ciudadanía, entre otras cosas porque todas sus acciones en política exterior se consideraron una justa venganza del injusto Tratado de Versalles. Por otra parte, la actitud de los mandatarios extranjeros dejaba ver que la situación estaba controlada. Polonia cambió las cosas porque nadie quería otra guerra, aunque las iniciales victorias y el milagro de la exitosa invasión de Francia hicieron albergar esperanzas en una victoria absoluta. Mientras ello acaecía el exceso de confianza cubrió la mente del Führer, que optó por una serie de apuestas erróneas entre las que destaca la invasión de la Unión Soviética, absurda si se considera que desde 1940 los Estados Unidos ya preparaban su entrada en la contienda, con lo que era inevitable la apertura de un segundo frente que aliviaría la soledad del Reino Unido, capitaneado por Winston Churchill.
Las declaraciones de jerarcas nazis y ministros de otras nacionalidades comentan que en privado Hitler gustaba de dar gritos enloquecidos que hacían dudar a muchos de su cordura, si bien muchos de los que vertieron sus experiencias con el artífice del Holocausto exhiben contradicciones que Rees considera coherentes, contradicciones que oscilan entre la admiración y la demencia del objeto de estudio, quien apenas convocaba a sus ministros porque tomaba solo sus resoluciones, con lo que terminó por crear una extraña forma de poder que incrementó con el transcurrir de los años, cuando su mesianismo aumentó al asumir la jefatura del ejército y endiosarse hasta límites intolerables que perjudicaron la táctica y la estrategia de la Wehrmacht.
Desde antes de 1939 muchos militares ya pensaron en acabar con la vida de Hitler para liberar a los alemanes de una pesadilla que abocaba al país hacia la destrucción y la ruina. Se prepararon múltiples complots que no fructificaron precisamente por miedos ante el carisma del líder. Nadie se atrevió a dispararle a bocajarro, y el famoso intento de julio de 1944 obedeció a la necesidad de evitar un desmoronamiento que era palpable en todos los frentes.
Pese a ello sorprende comprobar cómo la población civil tardó muchísimo en mostrar desafección. En casos polémicos como la relación del Tercer Reich con la Iglesia Católica se tendía a culpar a los subordinados, pues Hitler no podía ser tan malo. Ignoraban la bestia que habían elevado a los altares, animal que desde su privilegiada posición delegaba en cargos inferiores algunos asuntos brutales, como la conferencia de Wansee en la que terminó de dibujarse la configuración de la muerte industrial y organizada de millones de judíos. Otros se reunían, pero la última palabra siempre era suya.
En los últimos meses, con su condición física sumamente perjudicada y las facultades mentales alteradas, la desconfianza de sus antiguos aliados fue la gota que colmó el vaso del adiós del carisma. El tiro de gracia en el búnker fue un final acorde para quien quiso hacer del arte de gobernar una trama suicida con tintes wagnerianos desde un egoísmo que no contemplaba el bien común, sólo la megalomanía que reparara sus frustraciones de juventud.
Además de realizar un retrato psicológico desde lo esencial de las ciencias sociales, Laurence Rees aporta infinidad de datos que no aparecen en mucha de la amplia bibliografía dedicada al tema y su prosa es amena, objetiva y precisa, tres elementos imprescindibles tanto para el lector que quiera adentrarse en la cuestión como para aquel que desee ampliar su bagaje sobre una de las personalidades más inquietantes de la Historia. Un libro imprescindible, de lo mejorcito que se ha publicado a lo largo de la centuria sobre Hitler y la Alemania nazi.
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