Desarrollos del íncubo, hecatombes del desastre: Tiempo de encierro de Doménico Chiappe, por Jordi Corominas i Julián
Doménico Chiappe, Tiempo de encierro, Madrid, Lengua de Trapo, 2013
Empecemos. Una pareja joven vive en un chalé de la periferia. Su mundo es idílico. Se conocieron, supieron construir una relación sólida y pasados los años optaron por adquirir un lugar donde crecer juntos, una burbuja alejada del mundanal ruido, metáfora perfecta de la desconexión inicial de Igrid y Maelo, satisfechos con su precariedad independiente, contentos con su vida a medias hasta que salten las alarmas definitivas.
Las primeras páginas, notables porque marcan con claridad el contraste entre el antes y el después, recorren este falso bienestar, incrementado con el embarazo de ella, tranquila en la casa mientras él trabaja lo que puede a la espera de la plaza que merece tras sacar buenas notas en las oposiciones. Sin embargo, una vez cerramos Tiempo de encierro de Doménico Chiappe, es inevitable pensar que el protagonista masculino de la trama es un símbolo de destino, un elemento que en su interior atesora la frustración que vendrá entre su vida finiquitada en su lugar de procedencia allende el charco, la asunción de su talento limitado y la experiencia de ser un superviviente que aspira a más de lo que puede, y precisamente en esa idea es donde nace el desbarajuste que el autor plantea de modo interesante, pues sí, sabemos que los bancos son malvados y pérfidos, pero los ciudadanos también pecaron de ilusos durante la era del boom inmobiliario.
Los suicidios del presense se leen en mensajes de texto, son rastros del camino, noticias que afectan sin desmoronar porque el egoísmo prima sobre el colectivo, concepto que sólo afectará a los protagonistas cuando padezcan lo que otrora era un lejano rumor, una curiosidad más que puede verse en la colección, un capricho absoluto, vintage de pancartas del 15M, un museo de un presente que su criterio juzga pasado, doble crítica a la oportunidad perdida y a la excesiva velocidad con la que olvidamos hechos recientes.
Antes de la noticia, antes del puñetazo y el desconsuelo, Igrid carbura a todo gas. Sus ideas son brillantes y muy críticas con el mundo editorial, donde se ha curtido a base de observar vanidades, chiquillerías y mucha estupidez. Su libertad es la independencia del autónomo que abre el e-mail, atiende propuestas y deja que las jornadas tienten la suerte de un pelotazo que permita ir más allá. En su caso la preocupación monetaria es relativa porque Maelo es quien se ocupa de las cuentas, factor importante que acrecienta la sorpresa del mensajero con un doble sobre maldito que anuncia la decisión del desahucio por un retraso en el pago mensual de la hipoteca.
La situación deviene terrible por múltiples razones. En primer lugar implica la mentira de Maelo a Igrid. En segundo comporta una elección totalmente irracional de protección que casi nos recuerda a otras épocas. Ella opta por no salir de la casa pese a tener responsabilidades y la obligación de visitar a su ginecóloga. Su reclusión hará que él, más que nervioso por sus errores, emprenda la senda de buscar soluciones y ponga toda la carne en el asador para intentar apaciguar un fuego que pese a no quemar los cuerpos los amenazará hasta lastrarlos de por vida.
El encierro de Igrid tiene algo de paradoja coherente por su estado, con el feto convertido en un interlocutor privilegiado que capta la desesperación mediante palabras y gestos que agudizan el drama a medida que transcurren las semanas. Se comienza por prescindir de lo superfluo, se avanza al miedo de desplazar los utensilios fundamentales a la abandonada casa de al lado y se termina, quien diga que esto es un spoiler merece volver a la educación primaria, con el nacimiento del bebé y una mente que desde su lucidez delira por tanta soledad y un proceso que con su acumulación de frialdad, cinismo y desfachatez para el beneficio de unos pocos puede desquiciar a cualquier persona.
Chiappe juega bien sus cartas. La evolución del desahucio es una notificación bancaria y judicial con su lenguaje seco, con esa aridez incomprensible que acatamos como una condena que se sirve a cuentagotas y contrasta con la vivacidad de la única esperanza de luz para Igrid, su colaboración con la superartista, una aspirante a Wagner del siglo XXI, Bi, trama dentro de la historia que sirve para plantear la oposición de un mundo que pese a su integración en la realidad la aliena: el universo de nuestros perfiles en redes sociales y su potencia para exhibir con rotundidad los males del individualismo, la fachada y lo que en términos casi de argot posmoderno se conoce como postureo, barrera insalvable si se quiere practicar la acción que navegue hacia el mar del cambio, ajeno a la vacuidad contemporánea y, por lo tanto, utópico.
Si fuéramos muy escrupulosos podríamos criticar con razón estos fragmentos de Bi, útiles para presentar el laberinto emocional de Ingrid y exponer tesis que el narrador pone en boca de sus personajes. Tales pensamientos, argumentados sin tapujos, quizá merecerían más espacio y bien podrían constituir el embrión de un ensayo que sólo se esboza en la novela, si bien en la misma tiene una función importante para apuntalar defectos de una época donde el ego niebla la perspectiva del horizonte.
Tiempo de encierro se enmarca en lo que podríamos definir una segunda fase de lo que en un futuro definirán como narrativa de la crisis. Cuando estalló la depresión la confusión sumió a los escritores residentes en España en el silencio que se rompió a partir de mayo de 2011, cuando la ocupación de las plazas generó una empatía generacional en muchos que sacaron sus libros basándose en causas y consecuencias de movimientos sociales, de Alberto Olmos a Pablo Guitérrez centrados en Ejército enemigo y Democracia en una inspiración clara, diferente a la de otros nombres como Kiko Amat, Juan Francisco Ferré o Isaac Rosa, quien tras La mano invisible complementa su visión en La habitación oscura. De la imprecisión inicial de este tipo de literatura de crisis hemos pasado a tener ejemplos que abordan el tema con un respiro más consistente, desde Todo lo que era sólido de Antonio Muñoz Molina hasta En la orilla de Rafael Chirbes. El ensayo del ubetense y la novela del prosista valenciano son impecables porque encajan en la coherencia de sus respectivas trayectorias, no son artefactos que supongan un giro ni textos creados para la ocasión.
Tiempo de encierro de Doménico Chiappe es digna de elogio porque no especula, hilvana una ficción desde una historia real y no se va por las ramas con nimias florituras. Su uso de distintos lenguajes plasma las actuales antípodas entre el pueblo y los que están en el vértice de la pirámide. Lo hace bien y sólo cae en la retórica cuando a Igrid, algo que al fin y al cabo hacemos todos, le da por ponerse mitinera.
La conclusión obvia es que la estela del desastre impulsa un determinado género del período donde ya se pueden, y aquí acaece, desgranar los hechos con una mínima perspectiva y no a trompicones para destacar y formar parte del club de los que hablaron de ello. Los testimonios para ser válidos deben desterrar los fuegos artificiales, basta con ser fiel a la realidad, no tenerle miedo y saber que lo escrito deberá trascender la mera inventiva para exigir reflexión al lector. Aquí se logra, y bien, un parto que supone irse no es casual.
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