El peso de la responsabilidad, de Tony Judt, por Jordi Corominas i Julián
Tony Judt, El peso de la responsabilidad, Taurus, Madrid, 2014
Traducción de Juan Ramón Azaola
La sobredimensión de la estupidez contemporánea, y lo bien que los franceses usan el marketing histórico, ha convertido a la ciudad de París en un postal hueca que se inmortaliza en todo momento pero de la que se desconoce su auténtico fondo contextual. Quien dice París habla del Hexágono, porque la grandeza de la capital eclipsa al resto. Perdonen la introducción. En realidad era una excusa para comentar el concepto con que el malogrado Tony Judt empieza su El peso de la responsabilidad, y ese no es otro que el profundo desconocimiento del desastre galo en su concepción de un verdadero Estado moderno.
Las mil deficiencias heredadas del caótico siglo XIX, desde la excesiva mano de obra agrícola hasta la inestabilidad parlamentaria, crearon el caldo de cultivo para una serie de vergonzantes problemáticas que suelen ocultarse en el proceso de adulación que la misma grandeur genera. Cada una de estas tesituras, divididas en infinitas partículas que acrecentaban el marasmo, propiciaron encarnizados debates capitaneados por la intelectualidad de la época, contenta desde la autoridad de la torre de marfil por exprimir opiniones que ellos mismos juzgan correctas e irrefutables. Desde la cima del pináculo es fácil extraviar la realidad. El mandarinato dictaba sentencia y marginaba a los que caminaban con voz propia, valientes que fueron por libre y devinieron incómodos a un sistema que más que cambiar quería lo inalterable, la conservación desde una abismal ceguera histórica.
El triunvirato elegido por el historiador para abordar cómo la clarividencia es denostada y no se entiende hasta mucho más tarde es excepcional. Lo conforman Léon Blum, Albert Camus y Raymond Aron. Los tres diferentes, los tres similares desde su lucidez premonitoria y una incomprensión que suele ser la de quien clama en el desierto, no porque esté vacío, sino porque los demás prefieren mirar a otra parte entre complejos, estrechez de miras y egolatrías varias.
Léon Blum, de quien en España sólo se conoce su labor política, fue una de las mentes más privilegiadas de su generación. Alternó la crítica literaria con los estudios jurídicos y dio el salto a la arena pública de la mano del socialismo cuando este se hallaba en una doble encrucijada. Por una parte era necesario reflexionar, nos situamos justo después de la Primera Guerra Mundial, mantener la vieja estructura del partido añadiéndole modificaciones que permitieran vislumbrar un futuro más coherente. Por la otra, desde 1920 urgía solucionar el malentendido con la escisión que supuso el comunismo, del que el estadista galo siempre vio el peligro de su globalización en el sentido que el PCF, más que pensar en un sentido francés, lo hacía desde una perspectiva que contemplaba las proclamas leninistas como las justas para el proceso histórico. Ello dificultaba la posibilidad de un gobierno de izquierdas en el Hexágono, situación que finalmente surgió en 1936 por una serie de convulsos sucesos que hicieron a Blum unirse a los de la hoz del martillo durante un breve y fallido interludio.
Los detractores de nuestro primer protagonista analizan la debacle del Frente Popular, sin valorar las decisivas reformas que ejecutó y se quedan con la tristeza de la derrota, craso error que anula ciertos puntos que muestran a Blum como un hombre que ejerció su responsabilidad sin pensar, algo que sí hacía en sus reseñas literarias, en su propio gusto, algo palpable en su idea de rearmar al ejército ante la guerra que nadie quería ver.
Desde otra perspectiva el problema de Blum, y lo tenía muy claro, entraba en conexión con otro mal francés: el antisemitismo. Él siempre fue judío y ciudadano, sin descartar ninguna de ambas cualidades, factor que muchos aprovecharon para cebarse, clara demostración que el caso Dreyfus, máxime cuando en los años treinta Hitler rondaba el horizonte europeo, nunca se fue.
Albert Camus enlaza con Blum por su extranjería dentro de una misma nacionalidad, aunque se diferencia de su antecesor en el libro por una circunstancia nada baladí: su ascendencia social. El Premio Nobel de 1957 fue un outsider paradigmático. Venía de la periferia, como tantos grandes del siglo XX, y por lo tanto no había seguido la típica formación que propicia un estrellato cultural. Su irrupción en el mundillo fue revolucionaria. Era joven, su prosa era exquisita y su filosofía, aunque nunca fue un sabio al uso, derribaba mitos, exhibía una suave contundencia y apuntaba a una dirección que no se casaba con nadie, clave de su éxito y de su ostracismo.
Camus no se amilanó ante debates de gran calado, mantuvo su posición, pero asimismo sabía rectificar. Su búsqueda de un equilibrio perfecto se unió a una exuberancia que lo erigió en un ciclón que, con apenas cuarenta años, había dicho mucho más que la mayor parte de sus compañeros de viaje intelectual, universo que detestaba porque intuía su hipocresía y su postura de salón, elementos irreconciliables para su ética, digna porque anhelaba con ahínco la verdad y no podía tolerar que la seriedad de los argumentos se dirimiera en mera dialéctica. Habló claro y las hienas fueron a por él, enemigo de la ideología intrínseca, hastiado de las modas y de la exaltación del Comunismo porque sí. Tan atrevido era su planteamiento que en sus últimos y silenciosos años se arrepentía de haber sido cobarde por no haber expresado con aun más claridad lo que era menester comunicar para reformar Francia tras el íncubo de la ocupación y las dudas de la posguerra, con toda su deriva de incertidumbre en la titubeante Cuarta República.
Su único fallo, comprensible desde el sentido común, fue su posición para con la cuestión argelina. Camus no quería que su patria dejara de ser parte del territorio galo, pero sabía de la dificultad de la cuestión. Propuso una reforma de término medio que era quimérica, se le acuso en público por callar y, finalmente, falleció en ese extraño accidente de coche, adiós al eterno exiliado.
Raymond Aron, a diferencia de Camus, era un insider de tomo y lomo. Fue el mejor profesor universitario de Francia y su influencia fue enorme. Charles de Gaulle leía sus libros y los apreciaba, lo que no significaba que entre ambos se entendieran. Aron supo mezclarse en las batallas de su época y apoyar varias opciones cuando juzgaba que era correcto hacerlo. Su integridad, como la de todos las figuras diseccionadas por Judt, se nutría de la determinación de no perder nunca el estilo propio, sin que ello significara obcecación. Se puede virar a lo largo de la ruta, no es ningún pecado hacerlo, sólo hay que ser fiel a las coordenadas que cada uno elige para transmitir a los demás, que cuando forman rebaño gustan de tirar piedras a los que transitan sin compañía y no siguen la corriente que se postula como la correcta.
Aron recibió un alud de ataques a lo largo de su existencia. Desafió el canon universitario desde los años 30 y en 1968, tras décadas de remar por otras aguas, se hizo desagradable porque no respaldó la revuelta de mayo, entre otras cosas porque rebelarse sin una propuesta alternativa es una soberana estupidez. Infravaloró el efecto de esos días en el imaginario colectivo, pero no se vendió a la tendencia, como otros docentes que de golpe y porrazo se dejaron el pelo largo y quisieron asimilarse a sus estudiantes. Su postura era, otra vez más, la del luchador que no quiero caer en la penumbra estética porque valora la independencia, el contenido y el dictamen que no aparece desde el simple apasionamiento, características que compartía con Camus y Blum, hombres con los que Judt sentía afinidad y que complementan, en El peso de la responsabilidad, el estudio iniciado con Pasado imperfecto, donde ya se adentró en los vericuetos de la cultura francesa entre 1944 y 1956, con sus dilemas morales, la pasividad y el vicio del hábito intelectual. Una lástima que el autor del volumen editado por Taurus no pueda deleitarnos con más avances relacionados con el tema, apasionante y de plena actualidad por la patética ausencia de lumbreras como las reseñadas, cerebros que hoy en día sufrirían más el peso de la marginación porque la mediocridad imperante no quiere brillo, sólo noche sin palabras.
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