TROPEZAR EN BARCELONA, POR JORDI COROMINAS I JULIÁN
Plaça Virreina
Sol. Rius i Taulet. Anna Frank. Trilla. Virreina. John Lennon. Revolució. Rovira i Trias. Joanic. Diamant. Lesseps. Me dejo algunas, lo sé, pero nombro muchas de las plazas que configuran la esencia del barrio de Gracia, un reducto que resiste la invasión turística y mantiene su identidad propia contra viento y marea. Algunos dirán que eso es mentira, que hay demasiado hipster, algo discutible hasta cierto punto, y muchas tiendas cool, pero eso nos importa poco o nada, entre otras cosas porque quien escribe prefiere los bares de chinos y las cervezas de los pakis, que en este emblemático enclave barcelonés son otra cosa, una familia amiga de sus clientes, no como en La Rambla, donde el cerveza beer amigo hachís coca sex wife es un canteo de tres pares de cojones.
Plaça joanic
En fin, que esto no es ninguna oda. Por casualidades de la vida me gano el pan paseando a gente más que variopinta. Se apuntan a mis guías urbanas, son catalanes de 30 a 80 años y quieren conocer rincones ocultos, lugares que normalmente pasan desapercibidos. Soy la bomba, os juro, tengo más de veinticinco itinerarios y no me pierdo nunca, lo que me sirve entre otras cosas para no sufrir más pérdidas de memoria y poder escribir con propiedad estos artículos.
La cuestión es clara. ¿Qué Barcelona queremos? Cada vez veo más claro que el modelo actual partió por ciertas reformas frustradas del franquismo que germinaron en el período socialista. Porcioles quería acabar con el barrio fabril de Icària y deseaba dinamizar Montjuic. Por otra parte el alcalde de los añadidos arquitectónicos, esos horrores en forma de ático que destrozan bellos edificios y la vista de más de uno, quiso que la capital catalana fuera una urbe de ferias y congresos, y bueno, ya saben, vino el señor de Facebook, a quien le pagamos la seguridad y otras cosas para obtener nulo beneficio, porque estas cosas donde se reúne gente con teléfonos móviles sólo ayudan a grandes empresarios, no a la mayoría.
Al grano. Quedé con mis alumnos en la Villa Olímpica, que es el embrión de lo que vendría. Las casas se hicieron con materiales baratos, lo que no impidió un buen pelotazo inmobiliario en una zona fría y desangelada. Lo que clama al cielo es el suelo, perdonen la rima. Paseas por la Avenida Icària y notas como el pavimento se cae a pedazos.
Sólo se salvan los bancos, bien diferentes a los que pueblan gran parte de calles, esos engendros que imposibilitan la comunicación porque uno mira a Cuenca y el otro a Vladivostok.
Banco Plaça Universitat.
Banco Avenida Icària.
¿Por qué nadie, en veinte años, se ha preocupado por reparar ese desaguisado? La gente tropezaba, todos se quejaban por lo precario de las piedras que concentraban sus pasos. Lo mencionado es sólo un botón de la muestra. Volvamos atrás. Viajemos a Gracia.
En el popular barrio, expresión asquerosa donde las haya, las plazas son una seña de identidad. Existen desde el siglo XIX, cuando una serie de adinerados hombres compraron parcelas a las que pusieron nombres relacionados con sus quehaceres u ocupaciones, como sucede con la del Diamant y sus aledaños. Las plazas sirven para la charla, son foros de diversión y oxigenan el espacio. Parte de la fama actual de la antigua villa se debe a ellas, siempre llenas, repletas de la noche a la mañana, transformándose sin cesar desde su uso público, que el ayuntamiento, desde la cagada monumental del Foro de las Culturas, desafía mediante la privatización.
¿Plaza privada? Sí, han oído bien. Una cosa son las del Ensanche, donde se rehabilita el interior de las manzanas para cumplir, a su manera, con la idea del verde que te quiero verde de Ildefons Cerdà. Otra, bien nefasta, habla de cerrarlas a una hora concreta a partir de la cual sólo podrán disfrutar de ella vecinos, allegados y conocidos de los residentes.
Es lo que ocurre con la Plaza de les dones del 36, dedicada a mujeres que lucharon y sufrieron en la Guerra Civil. Lo contradictorio del sitio es que está entre rejas, que cada noche cierran a las once. Tela marinera. La plaza, hasta hace bien poco, era horrible y sus límites se marcaban entre la cárcel ficticia y una serie de casas de nuevo cuño que debían generar vida, pero cuando uno pasa por ahí ve que el 80% están en venta o buscan alguien que las alquile, y no me refiero sólo a viviendas: muchos negocios esperan su turno para abrir sin encontrar quien los quiera.
Esta precariedad es un fracaso municipal que ha llegado a su máxima expresión con la reforma. Sí, cuatro años después de su flamante y polémica inauguración las obras inauguran sus columpios, hierbas y rincones. Por lo que se ve su sistema de cloacas no evacua bien las aguas, que inundaban el suelo y el césped, inutilizándolo. Por eso hace menos de una semana contemplé unos agujeros enormes, como cráteres lunares. Se redistribuirán los árboles, se instalará un punto de información y se ampliará la zona de juegos infantiles a petición de la escuela Reina Violante de Hungría.
La plaza, pese a que el pavimento mixto de la actualidad se suplirá por otro liso que evite hostias cómicas, mantendrá su idiosincrasia de irredentismo. Me disgusta la uniformidad, siempre más presente en el barrio, donde se quiere imponer basado en recreo para niños, terrazas para adultos y precios abusivos. Siempre, hasta que no se altere esta dinámica iré con los chinos. Pensaré en los más pequeños y agradeceré los toboganes, pero también meditaré sobre la Plaza del poble romaní y sus barracones escolares que anulan su inmensidad y demuestran como, mientras los vecinos piden que se construya de una vez l’Escola del Univers en el solar de la calle Bailén, el señor Trías prefiere seguir con el papel de tonto útil que privatiza a destajo y se emociona con las Glorias y su proyecto de deconstrucción. Ferrán Adrià y el urbanismo de Barcelona. En fin. Queremos una ciudad habitable, no un bodrio de fachada y siglas municipales. Pasen por caja.
Texto: Jordi Corominas y Julian
Fotos: Ismael Llopis
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