viernes, 11 de julio de 2014

La excusa de Proust o la fascinación por la Gran Guerra (I)




La excusa de Proust o la fascinación por la Gran Guerra (I) 
El camino de este artículo, que en realidad debe contener la simiente de un ensayo, está plagado de baches divertidos, más bien absurdos, que van de la pérdida de ciertos libros a una alergia veraniega en un pueblo perdido en la montaña. Todos estos factores, pueden creerme, explican que un texto destinado a comentar dos libros proustianos termine abarcando varias vertientes relacionadas con lo finisecular y la milagrosa Belle èpoque.

El punto de partida, al que ya volveremos, fue la biografía, reeditada en 2013 por Anagrama, que Ghislain de Diesbach escribió en 1991 dedicada al autor francés más comentado y menos leído. De ahí me metí en los entresijos de las relaciones del monstruo de La Recherche con Freud a través de Jean-Yves Tadié y finalmente, porque soy de lecturas ordenadas y aborrezco cada vez más el gusto actual por la falsa novedad erudita, me sumergí por mero placer en dos volúmenes dedicados al momento de la paz armada, al instante donde el mundo corría hacia un ángulo y Clío, incapaz de finiquitar etapas, decidía pegar un tiro en la suela de Europa.

Quiso cierta dicha que el siempre avispado Eric J. Hobsbawm mencionara en el prólogo de su La era del Imperio la obra de Barbara W. Tuchman, una de las primeras historiadoras que cobró importancia internacional y fue leída por presidentes que tomaban sus disertaciones como ejemplos. Eso, por mucho que el mimético fuera JFK, es algo que debe hacerse sólo si se domina la materia, algo difícil para cualquier lector español aficionado a la Historia. Puede resultar sencillo, sobre todo si se es políglota, armar una bibliografía lógica, pero nuestro mercado gusta mucho de la efeméride y parece olvidar títulos publicados no hace tanto tiempo.




Uno de ellos es La Torre del orgullo, donde Tuchman aborda el período comprendido entre 1890 y 1914 mediante una cierta taxonomía ya superada desde lo metodológico. No se estila, aunque no me extrañaría un retorno a la baja de este modus operandi, hilvanar los temas para llegar a una conclusión rotunda, menos aun cómo lo hace la norteamericana, quien parte de países para dar saltos en el mapa y generar un puzle fascinante que aborda todas las teselas fundamentales del convulso mosaico.


La casilla de salida se sitúa en Inglaterra y explica bien la esquizofrenia de una sociedad pionera en lo laboral y anquilosada en lo social. El gran cambio que irrumpió con el Novecientos se intuía desde decenios atrás, pero los nobles, casta gobernante, preferían seguir con sus rutinas excéntricas para mayor gloria de una época donde la tolerancia, entendida como hipocresía que ocultaba males mayores, permitía que el cadáver no oliera tan dramáticamente. Wilde es el paradigma del no retorno, ejemplo de un doble, expresado con múltiples espejos, destinado a acechar la gloria imperial como advertencia de un malestar que en otros lares se transmitía en clave internacionalista, y no deja de resultar curioso que los desposeídos de la tierra fueran los que pregonaran un mundo sin fronteras, algo que a los patrones poco interesaba en ese empecinamiento nacionalista que caracterizó el fin de la centuria entre problemáticas absurdas y asuntos coloniales.


El Anarquismo cobró carta de peligro público número uno en la última década del diecinueve. Su amenaza, bien esgrimida en Barcelona al atentar contra las tres bestias del sistema, indicaba la vulnerabilidad del poder temporal y la desesperación de una casa que a través de la propaganda por el hecho, con una intuición única de lo mediático del periodismo, asesinaba gerifaltes sin miedo alguno y con escasa efectividad real, pues sus pretensiones sólo cobraron legitimidad y se revistieron de esperanza con la asociación sindical y la presión socialdemócrata en muchos parlamentos del Viejo Mundo, tan arcano que sólo podía lanzarse flechazos en su contra para mostrar disensiones. Una clarísima fue el caso Dreyfus, donde la brillante Francia de Zola y compañía se las tuvo que ver con la intransigencia marcial, las ínfulas de las instituciones y una serie de valores arcanos que querían imponer su estela en la aun inestable Tercera República. La mención, básica en el proceso, al antisemitismo no es casual y revela, algo también presente en la esplendente Viena de por aquel entonces, como el odio interior se postuló como un modo de canalizar tensiones con enemigos externos, con los que era mejor no conflagrar.


La época que trata Tuchman avisaba de unos cambios que no sólo eran tecnológicos. La derrota española de 1898 permitió que, al fin, los Estados Unidos se posicionaran como una gran potencia con aspiraciones imperiales. Se entendía que la época sería para la Marina, y por eso Alemania, que crecía como ningún otro país y además ganaba respeto por sus instituciones educativas, decidió que incrementar su flota era el modo de plantar cara a la inabarcable Gran Bretaña, Reina y señora de los mares y el suelo firme, segura de sí misma por la extensión de sus dominios y por poder dormir tranquila sin avergonzarse como rusos e italianos, derrotados antes Japón y Abisinia, debacles que eran humillaciones porque en un universo europeo era inconcebible perder contra países ajenos a esa órbita centralista.


La rueda siempre gira. Culturalmente los años finiseculares fueron de una riqueza que navegaba de la mano de la revolución tecnológica donde el teléfono, el coche, el aeroplano, la bicicleta y muchos más artefactos aceleraban el paso. No tardarían en llegar los futuristas con su quemad los museos, pero si debemos buscar una raíz comprensible para un gran público deberemos acudir a Wagner, con su aspiración de un arte total, y a Nietzsche como profeta. Ambos se funden, y ahí la historiadora estadounidense hila muy fino, en Richard Strauss, quien asimismo supo aunar otros dos factores que apuntalaban una nueva modernidad: calidad artística y ojo para saber que ser camaleón y apartarse de la linealidad era un triunfo anómalo, revolucionario y más que certero.




Quien recoge ideas osadas y sabe encadenar cuestiones con gran maestría es, era, el difunto Eric J. Hobsbawm. Su figura sigue reivindicándose, y en estos tiempos de crisis sus síntesis históricas cobran más valor porque la misma sociedad rechaza lo monográfico intenso para quedarse con bloques asequibles que permitan un conocimiento de Trivial Pursuit. Aun así no quiero que se me malinterprete, entre otras cosas porque en el texto que reeditó hace poco Crítica se condensan los temas con afán democrática con la intención de servir la Historia en una bandeja de plata al alcance de cualquier mortal que sienta curiosidad. A diferencia de Tuchman, que dispara con bala y no da lugar al respiro, su La era del Imperio presenta desde sus notas iniciales una coherencia basada en imbricar segmentos hasta configurar un todo meridiano, de la economía al feminismo, de la fe en la ciencia al camino que llevó a la fatídica guerra de 1914. El alud de buenos datos del apéndice, indispensable, dan a la obra un temple distinto desde su intención de máxima proximidad, pequeño regalo si consideramos que a lo largo de sus más de cuatrocientos folios el autor no olvida ningún detalle y es exhaustivo hasta lograr la consecución de su objetivo.


Estos dos libros sirven, desde puntos de vista diametralmente opuestos, para comprender el período previo a la Gran Guerra. A lo largo de este 2014 la bibliografía española relacionada con el conflicto se ha incrementado con títulos oportunistas y otros imprescindibles. Uno de ellos, recomendable al 100%, es Sonámbulos de Christoper Clark, lúcido al explicar las causas que llevaron a la conflagración que aceleró el suicidio europeo. Clark, magistral en su crónica del entramado del asesinato de Sarajevo, es objetivo dentro de su subjetividad y no acusa con el dedo a Alemania con el descaro de otros. Quizá esto es así porque es mayor conocedor actual de Guillermo II y sabe que las meadas fuera de tiesto del Kaiser poco o nada tuvieron que ver en la explosión de las hostilidades en aquel caluroso julio de 1914. También lo considero así David Fromkin, quien sin embargo sí se recrea en sostener la tesis canónica de responsabilizar al Reich del desencadenamiento de la orgia de sangre y muerte. Su libro, inédito en España y muy recomendado en el resto del Continente, se titula Le dernier éte de l’Europe y es una especie de alma gemela del de Clark con algunas diferencias de peso. La primera es estilística. Ambos textos son fluidos, pero el de Fromkin, más didascálico, tiene un aire de cercanía que atrapa en contraste con lo académico de Sonámbulos, algo más farragoso. Un segundo punto de disensión lo encontraríamos en cómo se estructuran las ideas. Clark, y aquí redunda en su faceta de investigador puro y duro, divide el texto en largos capítulos muy lógicos con su contenido. Si son extensos es porque una ecuación de principio y fin así lo requiere. Fromkin es más breve e intenso, como si con la forma de la obra quisiera conferirle una intensidad letal que toma velocidad a medida que nos acercamos a los acontecimientos culminantes.




Leí Sonámbulos hace meses y aun hoy en día puedo afirmar sin temor a equivocarme que es el mejor libro sobre la Génesis de la Primera Guerra Mundial que ha aparecido en España a lo largo de 2014. Sin embargo recomiendo leer con atención el volumen de Fromkin, pues capta como ningún otro el absurdo político-diplomático que degeneró en la mayor matanza que el mundo había vivido hasta la fecha.
Las conmemoraciones en nuestra era son de una flagrante estupidez. Ya hemos hablado alguna vez de cómo cualquier aniversario es bueno para mostrar una falsa erudición. Si el número es redondo cobra más sentido sacar productos relacionados con la efeméride, y así ha sido con 1914, aunque si llega a darles por la primera gran derrota napoleónica también hubiera estado bien, no crean. En Cataluña se habla de 1714 y en Toledo de un siglo antes con el Greco y de repente, todos los catorces tienen un sentido Áulico que se vende desde el gusto actual por la anécdota de cuatro duros, útil para rellenar una información del telediario o una charla del bar.



Si enfoco todo esto desde un cierto pesimismo es porque, salvo casos aislados, nadie hablará del quince. Cuando llegue el dieciocho volveremos a recordar el centenario del armisticio y aparecerán mil y un cachivaches sobre Versalles y lo inestable de la posguerra. Desde mi humilde opinión para entender el inicio y el final hay que asumir el proceso que media entre ambos extremos, y en este sentido vamos atrás, como los cangrejos, pero si lo focalizamos sólo en la Gran Guerra veremos que de nada sirve que cada x tiempo una editorial saque una novela, y no hablo de la inteligente Nos vemos allá arriba de Pierre Lemaitre, que aborde el tema no, hablo de material de primera calidad que muestre al público español cómo la Historia tiene muchos entresijos que aquí sepultamos ante lo elemental. Por eso no creo que nadie se atreva a sacar La Grande Guerre d’Apollinaire, de Annette Becker, ensayo donde el tópico del poeta trepanado cae en saco roto y se expone cómo el nacionalismo afectó en la mente del padre de las vanguardias, obcecado en purgar su pecado original de no nacer francés con heroísmo en el frente, su participación en la oficina de censura y unas posiciones políticas bien próximas a la Action Française de Maurras, partido protofascista de tendencia monárquica.



Apollinaire, quien en las trincheras también vislumbró el valor estético de la cacharrería, cayó en la trampa de la bandera. Su canto del cisne, Les Mamelles de Tirésias, puede y debe leerse en esa clave nacionalista que él, aún en la onda de sus amigos que habían permanecido en París, vendió desde una óptica surrealista, propulsando la palabrita a unos altares que después otros aprovecharían. No sería Proust uno de ellos. De hecho todo este artículo sale de sus entrañas y seguirá su estela para significar los universos paralelos de una época irrepetible.


Annete Becker, La Grande Guerre d’Apollinaire, Texto, París, 2014
Christoper Clark, Sonámbulos, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014
David Fromkin, Le dernier été de l’Europe, Grasset, París, 2004
Eric J. Hobsbawm, La era del Imperio (1875-1914), Crítica, Barcelona, 2013
Barbara W. Tuchman, La torre del orgullo (1890-1914), Barcelona, Península, 2007


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