Poesía reunida, de Philip Larkin,
por Jordi Corominas i Julián
Philip
Larkin, Poesía reunida, Lumen, Barcelona, 2014
Versiones
de Damián Alou y Marcelo Cohen
Edición
a cargo de Damián Alou
Los
tres poemarios esenciales de Philip Larkin se publicaron a ritmo de uno por
década. El dato no es sólo un capricho curioso de quien escribe, sino más bien
un modo de entender cómo se estructura una existencia a partir de un silencio
que pasa desapercibido. El poeta inglés era un bibliotecario, y se supone que
tal oficio implica meticulosidad, orden y una arquitectura precisa que podría
caer en el páramo de lo anodino, algo que no sucede con sus composiciones,
ricas y cargadas de una serie de significaciones que parten de lo cotidiano
para trascenderlo.
El
imaginario de Larkin, y bien hace en precisarlo Damià Alou, se libró de unas
cadenas demasiado exigentes cuando descubrió la poesía de Thomas Hardy. Los
hechos familiares y el devenir de la normalidad cobraron protagonismo en
contraposición con su estilo inicial, donde la influencia de Yeats y el merodeo
de T.S. Eliot hacían de sus versos una especie de pastiche donde aun no se percibía
un camino independiente al trazado por sus antecesores, senda donde se manejó
con maestría al crear un universo propio alejado de grandes retóricas y
ampulosidades que tanto gustan a esa mayoría que olvidó cómo Baudelaire decidió
dejar su corona de la laurel en el barro de los Campos Elíseos para subir al
burdel.
No
todo el mundo ha nacido para abarcar la solemnidad y cubrirse de gloria con
cantos áulicos. Al fin y al cabo uno de los grandes méritos del autor de
Ventanas Altas fue asumir la falsedad del nunca pasa nada porque el mero día a
día está repleto de pequeños detalles en los que fijarse para sacar petróleo.
Si el poeta fuera un mero descriptor no nos interesaría en absoluto. La magia
del bardo británico está en cómo transmite su visión de las cosas desde un
desapasionamiento clínico que quizá es desengaño o un simple acatar lo que
tenemos a nuestra disposición.
Podríamos
diseccionar la trilogía, con el añadido de unos pocos poemas selectos,
publicada en Lumen, pero en realidad la obra de Larkin tiene una coherencia que
abarca toda su trayectoria. Engaños
perfila temáticas clave y muestra el cuerpo que se quiere conseguir a partir de
lo mínimo, donde la muerte surca el tejido mediante la plasmación de instantes
de aplastante rutina que no por ello deja de ser hermosa. La devastadora ironía
se mezcla con una brillantez quirúrgica que es al mismo tiempo un diálogo
interior que alcanza su máxima expresión en Sí,
mi amada. Asimismo la temporalidad es otra presencia constante. En compás de tres tiempos, por poner un
ejemplo claro, vemos la sagacidad de Larkin al comprender, a partir de una
calle, como una mera partícula significante es capaz de glosar pasado, presente
y futuro porque los cambios sutiles reflejan cuestiones filosóficas sin
necesidad de construcciones monumentales, basta un trozo de mundo, un ´álbum de
fotos o la adopción de un apellido.
No
creo que la poesía de Larkin sea cómoda. Pone el dedo en la llaga y a medida que
su autor madura se vuelve áspera porque atesora una dura crítica a su época y a
su disolución social. En Las bodas de
Pentecostés la vejez es retratada como una miserable lacra que a todos nos
llegará y que sucede sin que nos enteremos. Se percibe en tristezas hogareñas,
en visitas a la casa paterna o en charlas muertas en la cama, donde la
costumbre impide que ya nada se pueda decir. Otro punto a destacar, refinado si
se compara con Engaños, está en el trato que se da a tópicos que destruye con
naturalidad. Los grandes almacenes
son un gran engaño, un tren nupcial es una efímera ráfaga de falsa alegría y un
cartel publicitario pintarrajeado deviene una mueca de frustración colectiva de
esa era sin heráldica tan distinta a esa paz uniforme de 1914, con esos
matrimonios que no se acaban tan pronto, con esa inocencia perdida que dio paso
a la supina estupidez de idealizaciones bibliófilas y egoísmos latentes en la
atmosfera de una humanidad abocada a un destino igual que pocos meditan.
En
Ventanas Altas se riza el rizo desde
la experiencia de un trabajo que sabe forjarse y concreta lo apuntalado en los
otros dos poemarios. Valga como referencia Los
árboles, disparo a la incapacidad de renovarse pese a que los elementos nos
muestran lo sencillo del hecho en sí, donde también se percibe una
insatisfacción por la juventud endiosada y una poética del espacio, ya muy
visible en Ambulancias, donde
estaciones y hospitales son desnudos restos de la batalla.
Larkin,
como cualquier creador que se precie, era contradictorio. Echaba de menos algo
desvanecido y se emocionaba con ciertas parcelas de la realidad. En Annus Mirabilis alterna la euforia de
1963 con The Beatles y el descubrimiento de la sexualidad. Estas emociones,
leves loas presentes en otras piezas como Homenaje a un gobierno, no
obstaculizan un profundo desdén por determinados convencionalismos. Si en
Naturalmente, la fundación correrá con los gastos se arremete contra la
impostura académica de los laureados, en Vers
de societé la calumnia recae en el tedio de las reuniones donde se habla de
todo sin que de nada sirva ni se consiga satisfacción alguna por esos monótonos
intercambios verbales de circunstancias. Esta intuición de misantropía se
confronta con la censurada conciencia medio ambiental de Sin parar.
El
bagaje del poeta, su máximo valor, es su vigencia. El siempre polémico Harold
Bloom dudaba de ella desde su habitual obsesión por sentar cátedra. Los versos
de Larkin tienen aquello propio de la lírica que permanece al abordar asuntos
sin fecha de caducidad y exhibir facetas de uno mismo en las que el lector puede
reconocerse sin dificultad, con la simplicidad que sólo se logra tras una ardua
labor, economía de miedos que oculta la piedra picada para alcanzar la meta.
Nuestro protagonista decía, marcando diferencias con popes del calibre de Auden
o el omnipresente Eliot, que sus poemas no necesitaban rebuscados análisis,
bastaba con leerlos. Con o sin razón es la mejor recomendación para
disfrutarlos.
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