Pasado
imperfecto, de Tony Judt, por Jordi Corominas i Julián
Tony
Judt, Pasado imperfecto: Los intelectuales franceses, 1944-1956, Taurus,
Madrid, 2007
Traducción
de Miguel Martínez-Lage
A
veces el ansía de novedades hace que leamos con poco orden y ningún concierto.
Suelo valorar a cualquier tipo de autor desde la trayectoria, sobre todo si es
un historiador como Tony Judt, del que hace escasos meses leí El peso de la
responsabilidad, donde recogió tres ensayos dedicados a Léon Blum, Albert Camus
y Raymond Aron, tres hombres consecuentes que vivieron la época reflejada en
Pasado Imperfecto, obra de 1992 donde el malogrado historiador aborda la
actitud de los intelectuales franceses desde la Liberación de 1944 hasta los
sucesos de Hungría de 1956.
El
libro ofrece una visión global que en cierto sentido constituye una antesala de
El peso de la responsabilidad. Si olvidamos este aviso para navegantes y nos
centramos en el contenido del volumen caminaremos hacia la desmitificación
absoluta de un período muy hermoso para los cánones masivos de la cultura
actual, donde resulta fácil encumbrar a determinados iconos sólo desde la
fachada, y eso es lo que ocurre desde hace tiempo con Sartre, Simone de
Beauvoir y otros, pues los demás, de Mounier a Mauriac pasando por Paulhan o
Roy, salvo Camus son notas al pie de la nota al pie porque no gozan de ningún
tipo de predicamento en el universo que potencia el conocimiento de trivial
pursuit.
Los
nombres citados en el anterior párrafo han quedado como modelo de intelectuales
comprometidos para un mundo necesitado de faros visibles. Sin embargo es
curioso constatar cómo su influencia fue más bien escasa desde unas posiciones
donde era fácil contradecirse y soltar un sinfín de gloriosas astracanadas
sobre el Comunismo y los problemas de los regímenes de Europa del Este. En esto
quien se llevó la palma fue el premio Nobel literario de 1964, pero sería
injusto cargar todas las tintas contra su ya superada figura. Muchos pecaron de
una incontinencia verbal que desacreditaba la figura del intelectual en el
momento de su máximo apogeo.
¿Qué
podían decir esos monstruos galos del Imperio soviético y sus modulaciones?
Mucho y nada, porque la idealización afectaba su pensamiento, asimismo
corrompido por el antiamericanismo nacido tras el fin de las hostilidades. Las
actitudes estadounidenses en el Viejo Mundo y en su propio territorio generaron
la ira de esos hombres de letras que, en cambio, juzgaban con enormes loas
cualquier acción proveniente de Stalin y sus secuaces, como si el Comunismo
tuviese una bula que el Capitalismo, malvado pese a impregnar hasta la médula
el tejido del ropaje francés, no merecería.
Por
otra parte hay que considerar otro punto. Francia siempre ha tenido un discurso
político interno muy marcado que marca fronteras favorables y otras más bien
deprimentes. Entre las primeras figuraría la formación de una mentalidad a
partir de la Tercera República (1870-1940), propicia para crear la figura del
pensador civil implicado en cuestiones estatales de largo recorrido, con visión
histórica y una idea donde el Hexágono era por su especificidad un oasis de
riqueza filosófica. Entre lo negativo figuraría la poca influencia del
pensamiento extranjero si exceptuamos la prestigiosa escuela alemana, lo que
provocó una cerrazón ombliguista que explica muy bien la poca trascendencia de
los esgrimido por los galos, empecinados en defender su postura desde un
profundo complejo de inferioridad que se extendía como un cáncer a partir de la
desolación de la derrota contra Alemania en 1940 y el dominio yanqui a partir
de 1945.
¿Podía
tener el Hexágono cierta preponderancia en el nuevo orden mundial? ¿Estaba
destinada a ser un país de tercer orden?
Las tornas mostraban una dualidad en la que Francia debía someterse a los
dictados estadounidenses, aunque eso no impedía comentar con soltura la
actualidad soviética y enfocarla desde una positividad que horrorizaba a los
que sufrían la represión estalinista. Sartre siempre se apuntó a esos viajes
donde soltaba parlamentos donde se ridiculizaba en su elogio de virtudes inexistentes
ante súbditos humillados y reprimidos. Debía haber aprendido de la desilusión
de Gide en 1936 o de la prudencia de Camus, Mauriac o Aron, desencantados con
la hoz y el martillo para moverse en un ámbito donde su fuerza era expresarse
sin depender de símbolos.
Por
otra parte las discusiones de tan distinguidos personajes servían para apartar,
algo imposible porque la realidad era otra, el fantasma del provincianismo, y
en este sentido el libro de Judt es muy instructivo si pensamos en la situación
española, donde nadie quiere traspasar el muro y abarcar lo internacional.
Nuestros vecinos querían, y por eso eligieron un tema tan espinoso y actual en
su era como el Comunismo, irrelevante en Francia entre otras cosas porque los
USA prohibieron en 1947 la entrada de cualquier Partido con esa ideología en
los gobiernos occidentales.
Thorez,
el líder histórico, quedaba como un emblema que daba cobijo, pero ningún gran
nombre de los tratados, entre los que no figuran Picasso y se menciona poco a
Louis Aragon, se afilió al PCF, simple mito que debía ser respetado por su
significado en la Resistencia, de la que muchos, una vez fracasó el breve
ajuste de cuentas de la posguerra, renegaron para guardar formas e integrarse
en las dinámicas de la caótica Cuarta República.
La
situación gala podía compararse en lo abordado por Judt con el caso italiano,
donde el PCI fue una fuerza trascendental hasta la caída del sistema. Sin
embargo la diferencia entre ambos países radica en el instante del punto y
final del idilio con lo soviético. Los franceses, de ahí la cronología del volumen,
finiquitaron su amor en 1956 tras el discurso secreto, Hungría y el estallido del problema colonial.
Los transalpinos, con alguna duda tras la tragedia magiar, apuntalaron su
independencia tras los sucesos de Praga en 1968 en una reacción que fue un
claro preludio del Eurocomunismo y del resquebrajamiento de la Guerra Fría en
su bipolaridad.
El
declive de esa fe casi religiosa y el paso a tratar asuntos internos, pues
Argelia era francesa, muestra un viraje que resume un encogimiento de los
términos del diálogo cultural y la aceptación de una realidad donde pese al
prestigio todo se había reducido hasta dimensiones nacionales. En Estados
Unidos lo galo sigue siendo importante, pero lo es para una minoría académica
que venera a los sucesores de Sartre y compañía. Foucault, Lacan, Derrida y
otros son carne para universitarios, lo que por otro lado demuestra, y suscribo
plenamente lo que plantea el autor de El
refugio de la memoria, que reciben una educación alienada de lo palpable, y
lo mismo sucedió en la mente de estos pensadores tan reputados para quedar bien
y sacarlos a colación en charlas intrascendentes. Excepto Camus, más por su
muerte prematura y el mito de dejar un bonito cadáver, los demás forman un
panteón de ilustres muertos ninguneados porque al fin y al cabo, y eso es lo
más importante, sus opiniones no fueron básicas para la vida de un país que
había perdido un rumbo que aun no encuentra.
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