España en la Gran Guerra, de
Fernando García Sanz, por Jordi Corominas i Julián
Fernando
García Sanz, España en la Gran Guerra, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014
Siempre
he pensado que el sistema educativo español propicia que el ciudadano cultive
una ignorancia supina sobre la Historia reciente de su país. La calle puede
llenarse de gritos rabiosos en los que suele faltar una verdadera revisión del
pasado. Resulta más que curioso el silencio sobre el principio del Novecientos,
cuándo el contexto propició situaciones que hoy en día se repiten, con los
lógicos matices de cada situación, con apabullante matemática.
No
dedicaremos estas líneas a glosar las similitudes entre el declive del sistema
de la Restauración con lo nacido tras la muerte de Franco. Sin embargo, choca
que se hable tan poco de lo acaecido durante la Gran Guerra en nuestro
territorio. Fernando García Sanz lo intenta sine ira et studio en un ensayo
bien estructurado que acerca la temática a partir de sus puntos clave.
La
situación del país al estallar la contienda no era la más propicia para
intervenir en ella. El desastre del 98 y los fracasos del primer decenio del
siglo XX, con el magnífico colofón de la Semana Trágica de Barcelona y las
frustraciones marroquíes, no invitaban a entrar en el conflicto. Desde un primer
momento la opinión pública se dividió entre germanófilos y aliadófilos. El 19
de agosto el Conde de Romanones publicó sin firmar su famoso artículo Neutralidades que matan, donde apostaba claramente por la opción
que representaban Francia, Inglaterra y Rusia.
Las
potencias enfrentadas consideraron a la Península Ibérica como un espectacular
campo de operaciones tanto en lo geográfico como en lo económico. La inmensidad
de sus costas se revelaba idónea para la innovadora guerra submarina, así como
base de operaciones en el Mediterráneo y el Océano Atlántico. Las reservas
naturales de España se consideraban fundamentales por la abundancia de materias
primas útiles. El autor del volumen no exagera al mencionar la trascendencia de
la pirita y el wolframio español para la suerte de las hostilidades. En este
sentido los aliados llevaron las de ganar, pero todas estas acciones no eran
posibles sin la creación de una amplia red dentro del territorio nacional.
En
esos momentos, eran poco los extranjeros residentes en la piel de toro, hombres
que desde su cotidianidad se plegaron a las órdenes de sus embajadas, empeñadas
en tejer una red de espionaje que posibilitara conocer cualquier movimiento
digno de ser considerado. Los alemanes se llevaron la palma en el empeño. La
población teutona creció como por arte de magia y su control se extendió con
pasmosa facilidad mediante infiltraciones en todos los ámbitos sociales. Eso,
como por otra parte es bien comprensible, implicaba la participación de
españoles en la tarea, hombres y mujeres de toda clase y condición esparcidos
en mil y un lugares a la búsqueda de informaciones que justificaran su cometido.
Si
los germánicos llevaron la iniciativa, sus rivales sólo se quedaron atrás hasta
cierto punto. Pese a ello les costó horrores aplacar el dominio del águila en
los mares, donde los submarinos no tuvieron piedad alguna con navíos y buques
españoles, lo que comportó en más de una ocasión serias crisis diplomáticas
entre el gobierno de Alfonso XIII y las fuerzas aliadas, quienes desconfiaban
de una verdadera neutralidad en medio de lo inestable de la política del
período, donde los cambios ministeriales y militares estaban a la orden del día
y enmarañaban más un tablero ya de por sí complicado.
El
conflicto marítimo es una de las claves que articulan el libro del director de
la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma, algo visible en la
abundancia de datos relativos a Italia, inferior a los demás contendientes pero
con un interés fortísimo en asegurar su red española, centrada, como sucedió
con los demás implicados en la partida, en Madrid y Barcelona.
Cada
año propiciaba variaciones internas y externas. El curso de los acontecimientos
españoles era una constante fuente de problemas. Si el país era un nido de
espías, prolongado tras el armisticio, no era extraño que el rey pensara que la
triple crisis de 1917 estuviera ideada por elementos que hacían de España un
lugar que escapaba a su control porque los extranjeros eran capaces de mover
los hilos con una soltura imposible de evitar. Los sucesos militares, políticos
y obreros de ese año tuvieron participación foránea, aunque, lo expreso desde
mi modesta opinión, respondían a factores macerados largamente que se precipitaron
por la conflagración, enriquecedora de pocos, fuente de precariedad para muchos
y letal a la hora de incrementar los desequilibrios de una sociedad enferma que
derivaba hacia la agonía.
Alfonso
XIII quiso vender su papel de mediador en el conflicto para hacer de Madrid la
capital de la paz mundial. Su envite era absurdo porque, efectivamente, poco o
nada podía regir de su corona. Los periódicos estaban a sueldo de las potencias
y manipulaban la información para que los lectores y la órbita del poder
plantearan debates favorables a uno u otro bando. Pese a ello da la sensación
que ni los aliados ni Alemania tuvieron claras las preferencias españolas. En
1916 existió la posibilidad de entrar en guerra con Francia, Inglaterra y
Rusia, pero sus peticiones, donde Marruecos era esencial, no fueron bien
acogidas. Se lograron muchos acuerdos con la triple entente, pactos que no
paraban el desdén y las dudas. El país respondía impotente a las violaciones
marítimas de los teutones, y sólo al final, cuando la derrota del ejército
imperial parecía irreversible, hubo algo de dureza en la posición del gobierno
para con la arrogancia germánica.
Cuando
todo terminó la ingenuidad volvió a triunfar. España pensó que recibiría una
silla en la conferencia de Versalles, vana ilusión, porque Wilson podía charlar
sin que ello supusiera ningún beneficio por el esfuerzo realizado en favor de
la causa ganadora.
El
ensayo de García Sanz es preciso en su desarrollo, disecciona con orden el
laberinto y sabe contar historias que desencorsetan el tono académico. La
historia del comisario Bravo Portillo, a sueldo de los alemanes en Barcelona,
es digna de una novela. Denunciado por el mítico anarquista Ángel Pestaña fue
asesinado en 1919 en lo que puede considerarse como el inicio de los años del
pistolerismo en la Ciudad Condal, preludio de otra suma de malestares que
culminó con el pronunciamiento de Miguel Primo de Rivera y el adiós a una
democracia insalubre que dio paso a siete largos años de dictadura. ¿Fue
consecuencia de la Primera Guerra Mundial en España? Sí, pero esa ya es otra
historia.
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