Sigmaringen, de Pierre Assouline,
por Jordi Corominas i Julián
Pierre
Assouline, Sigmaringen, Navona, Barcelona, 2014
Traducción
de Manuel Serrat Crespo
La
incultura tan propia de nuestro país y su arraigado gusto por la anécdota, un
pecado que se acentuará más y más a medida que avance el siglo, hacen que conozcamos
poco o nada de la Francia de Vichy y el período de la ocupación nazi del
Hexágono entre 1940 y 1944. Quedan los tópicos reverdecidos ahora que se
cumplen setenta años, pero más allá de los mismos conviene escarbar con afán
analítico para comprobar que aquella pesadilla estaba envuelta de códigos más
que siniestros que tuvieron un broche final en tierras alemanas.
Pierre
Assouline lo logra en Sigmaringen, novela que toma como excusa el último
periplo del gobierno del casi nonagenario Mariscal Pétain para hilvanar una
trama con muchos estratos interesantes. El título de su libro alude a la
localidad alemana donde se alojó, por obra y gracia del Tercer Reich, la flor y
nata de esa segunda Francia que no resistió al invasor y prefirió avenirse para
pescar ideología y fortuna en un terreno muy espinoso. El desembarco de
Normandía y la liberación de París provocaron su partida hacia los dominios del
Führer, que no tuvo ningún tipo de problema en ordenar a los legendarios
Hohenzollern que abandonaran su mítico castillo para acoger a sus títeres
galos. El desalojo de los nobles muestra a las claras las tensas relaciones
entre la cúpula de poder nazi y los dueños del pastel durante milenios, reacios
casi por completo al arribismo del caporal austríaco y sus secuaces.
Y
ahí es donde empieza una historia con una voz narrativa sólida y un espacio muy
concreto que parece dotar al todo de un cierto grado tétrico. El castillo es
una fortaleza y una prisión donde los únicos que quedan del conjunto previo son
los miembros del servicio, entre los que destaca Stein, máximo protagonista y
fiel observador de lo ocurrido. Su sapiencia del lugar hace que podamos
entender las divisiones de su tarta, donde para evitar choques innecesarios se sitúa
al héroe de Verdún en lo más alto y a los demás en pisos inferiores accesibles
sólo mediante las escaleras, pues el ascensor está reservado al viejo
desconfiado y ya marchito que comandó esa intentona reaccionaria con olor a
satélite.
Stein
es un mayordomo de primera. Cumple a rajatabla con el protocolo, se preocupa por
cualquier minucia y no tolera ningún desorden en las pautas marcadas, como si
así prolongara el espíritu de sus amos para mantener una tradición
inquebrantable pese a los visitantes, arribistas que se comportan como tales
sin aspavientos ni estridencias. La naturalidad de ese grupo mediocre en un
ambiente extraño es uno de los logros del volumen, donde en ningún instante se
comercia con la espectacularidad, innecesaria en un relato donde los ritmos
vitales se ajustan a un encierro surcado por la guerra y una serie de
costumbres jerárquicas que no son del gusto de todos. La rigidez germánica de
Stein parece ocultar frustraciones internas que compartirá con Jeanne, la
intendente del mariscal, dura hasta que rompe su coraza para respirar mejor en
unos barrotes donde la humanidad de ambos es la nota que rompe la constante
música lúgubre que cubre el tejido.
El
castillo es una metáfora real del absurdo tanto de la situación como de esos
personajes desalmados por su insignificancia. Se sienten importantes, mantienen
su compostura ministerial y olvidan que nada pueden hacer, son despojos de la
Historia agarrados a un barco que hace aguas por todos lados. Más abajo, en el
pueblo, un nutrido grupo de colaboracionistas ha mutado la ciudad de la luz por
unas calles donde son figurantes que han creado una comunidad provisional donde
destaca por exigencias del guión el médico Destouches, más conocido por su nom de plume. Céline es el atractivo especial
de la trama, pero no engañaremos a nadie. Su presencia es vistosa sin ser
esencial, palpable sin ostentar ningún tipo de predominancia. Aparece, deambula
por el castillo y se esfuma porque otros aspectos lo eclipsan. Entre ellos cabe
mencionar la misma estructura de la obra, compuesta como si fuera un drama de
génesis y disgregación limitado en el tiempo con una adenda que nos ubica en el
futuro a través de un viaje de Stein una vez han terminado las hostilidades y
Europa se sacude el miedo para intentar volver a la normalidad.
Personalmente
considero que estos breves interludios
entre raíles, que avivaron en mi recuerdo la lectura de La tregua de Primo Levi,
son la justa marcha que confiere a la novela ese tono evocador entre el íncubo
y la precisión de la memoria reciente que se condimenta con matices ideológicos
trazados con sutileza, desde los libros mencionados hasta meros gestos que
indican posturas bien definidas.
Otro
autor hubiera armado un artefacto narrativo de denuncia salvaje para lograr un
golpe de efecto. Assouline no pertenece a este nutrido elenco. Es sobrio,
expone lo acaecido con elegancia y deja que los acontecimientos y las actitudes
hablen por sí solas por mucho que Stein sea el ojo que todo lo ve, una pupila
muy bien documentada, pues nada de lo contado es fruto del azar, factor honesto
y bien trabajado porque en ningún
momento la fluidez de la prosa queda obstaculizada los datos contextuales, bien
camuflados entre diálogos, reflexiones y delirios de una troupe que sin ser la
del Ángel exterminador buñueliano alcanza cotas surrealistas casi sin proponérselo.
Al fin y al cabo la Historia tiene épica por sus cronistas, hombres que suelen
olvidar lo grotesco de la cotidianidad.
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