martes, 9 de septiembre de 2014

El meridiano de Greenwich y Cherokee, de Jean Echenoz





El meridiano de Greenwich y Cherokee, de Jean Echenoz
Jean Echenoz, El meridiano de Greenwich, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción de Josep Escué

Jean Echenoz, Cherokee, Anagrama, Barcelona, 2014
Traducción de Josep Escué

Puede que los últimos lectores que se han acercado al arte de Jean Echenoz juzguen su producción a partir de esa senda biográfica donde lo mínimo se infiltra en el tejido del espacio y sus protagonistas para lograr que a partir de los detalles sobresalga la esencia. Esta fórmula alcanzó su paroxismo en 14, donde su autor prescindió de personajes ilustres y convirtió a la Historia en el gran motor que acciona los acontecimientos de estas atmosferas minúsculas, marionetas de un conjunto al que están encadenadas.

Mediante una serie de ardides narrativos la escritura y la trama se desnudan porque no necesitan nada más. Lograrlo es una proeza que requiere una maestría surgida de otra fase, cuando se llegó a un umbral que era inevitable superar para seguir adelante entre prosas e historias. ¿Cuál era? No corre prisa, ya lo descubriremos.

Las obras de Echenoz empezaron a traducirse al castellano a finales de los ochenta. En 1989 Anagrama publicó El meridiano de Greenwich y Cherokee. Ahora las reedita y por eso quien escribe estas líneas ha pensado que ello da la posibilidad de articular una crítica desde varios niveles cronológicos.

Si fuera un crítico galo del momento en que salieron ambos volúmenes, 1979 y 1983, creo que enfocaría la cuestión a través de diversos puntos que aun hoy en día son de interés. En primer lugar centraría la obra en su contexto. Tanto El meridiano de Greenwich como Cheeroke parecen responder a una urgencia literaria por reinventar el Polar del Hexágono tras su edad dorada que deslumbró a medio mundo, sobre todo con una producción cinematográfica donde se alternó lo popular con obras de culto, y el joven Echenoz usó aspectos de ambas parcelas, como si así mostrara, algo muy propio de la cultura que vendría en el siglo XXI, que lo elevado puede conjugarse con tonos menos elaborados.



En segundo término abordaría la cuestión de influencias ajenas al género negro. En este sentido Echenoz se presentó en sociedad como un autor que conocía la tradición de su país, algo detectable en leves dejes Nouveau Roman y ambiciosos, pero sutiles, planteamientos donde emergía la figura de André Gide, quien desde finales del siglo XIX se interesó por el acto gratuito. Empezó a jugar con este concepto su Le Prométhée mal enchaîné, donde un sobre con dinero y un puñetazo en plena calle se erigían en caprichos con verdadera incidencia en la vida de las personas. El mayor ejemplo en su producción es del asesinato que Lafcadio Wluiki perpetra en ese tren camino de Nápoles en Los sótanos del Vaticano, crimen cometido sin motivo alguno, sólo por la diversión de ver qué pasa.
En este último caso las consecuencias del hecho afectan hasta al brillante malhechor, desencadenándose episodios que parten de pequeñas minucias que devienen significantes porque el destino es una casa donde todas las puertas están conectadas, algo que Echenoz comparte con el “contemporáneo capital” y aplica desde distintos ángulos que nos sirven para comprobar cómo construye sus personajes.

La joya de la corona de El meridiano de Greenwich es Théo Selmer, traductor de las Naciones Unidas que un buen día se cansa de su oficio, abandona Nueva York y comprueba, mientras lee diccionarios para no perder la forma, que es un notable tirador. De viaje por Sudamérica topa con tres viejos conocidos del edificio donde trabajaba y acaba con ellos por mero entretenimiento, y lo mismo perpetra Albin, killer que elige a sus muertos a partir de cuatro características esenciales. Sus macabras ruletas rusas difieren de otra que encontramos en una de las subtramas. Un hombre entra en un bar con un montón de sobres pardos en la mano y los reparte por las mesas. Vera recoge uno y de este modo precipitará su camino hacia las antípodas. ¿Les resulta familiar?



En Cherooke el protagonista es Georges Vache, quien por la tontería de seguir a rubia de aúpa y querer quedar con ella se ve involucrado en mil peripecias a cada cual más surrealista que se introducen en el conjunto para jugar con el lector, desbordado ante la profusión de elementos que configuran la novela, piezas de un rompecabezas que terminan por confluir. 

Estos matices quedarían apuntalados en el tercer ciclo de interpretación que brindan las dos novelas, muy parecidas entre sí desde algunos aspectos que incluyen la polifonía, un ritmo trepidante, la acumulación de enrevesadas tramas que convergen en una sola al final del relato y el sentido del humor como bandera, humor que uno puede detectar al otro lado de los Pirineos en Enrique Vila-Matas, con absurdos que salen potenciados por ser invisibles para la mayoría. Echenoz se revela como un notable narrador de París, de la que elige los espacios desde una valencia cartográfica y simbólica, pues notamos cómo los personajes avanzan con unos pasos que, en realidad, nada tienen de casual, si bien esto daría pie a discutir sobre el azar, otra parcela que tocan ambos libros desde lo cotidiano, donde todo es posible en el baile del tablero, hasta recalar en territorios lejanísimos, típicos y tópicos de una narrativa con unas señas de identidad muy definidas. El contenido de sus novelas es tan libre al erigirse como excusa para hilvanar con rotundidad el continente del estilo y la estructura, claves no sólo estéticas.


Para un lector avezado en la obra del francés, tanto El meridiano de Greenwich como Cherokee insinúan un itinerario que alcanzará un primer punto álgido con Rubias peligrosas, donde todo lo insinuado en sus novelas de debut se consolidará hasta un límite que conducirá a una nueva etapa que quizá ya haga agotado. La próxima entrega nos desvelará el secreto. 

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