sábado, 24 de septiembre de 2011

El sonido de Los Beatles de Geoff Emerick y Howard Masey en Revista de Letras


Un imprescindible: “El sonido de Los Beatles”, de Geoff Emerick y Howard Masey
Por Jordi Corominas i Julián | Portada | 21.09.11


El sonido de Los Beatles. Geoff Emerick y Howard Masey
Prólogo de Elvis Costello
Traducción de Ricard Gil
Urano (Barcelona, 2011)


Paradojas de la vida. Si hablara con el mago de la lámpara le pediría ser durante unas horas Geoff Emerick para descargar el disco duro de su memoria, plagada de recuerdos juveniles en los que aparecen cuatro veinteañeros de Liverpool enfrascados en sus genialidades. El autor de El sonido de Los Beatles, horrible apaño hispano que destroza el original Here, There and Everywhere de la edición británica, fue ingeniero de sonido del grupo más famoso del siglo XX entre 1966 y 1969. Vivió el giro copernicano de Revolver, la consagración del Pepper, las disputas del White Album y la rúbrica del Abbey Road, siendo pieza clave y fiel observador del auge que precipita la belleza de una decadencia gloriosa, inigualable por su anomalía, como si los discos no sufrieran los lógicos desencuentros propiciados por la madurez de George, Paul, John y Ringo.

La mirada de Emerick es nostálgica, como si quisiera reflejar un tiempo perdido que nunca volverá. Da en el clavo porque su narración produce empatía con el lector, ansioso por aprender anécdotas que por su trascendencia adquieren carácter histórico. El libro es un viaje a una Arcadia mitificada que marca el ritmo evolutivo de la sociedad en los sesenta. En Abbey Road la magia surgió por imperativo. Cuando el autor del volumen que nos concierne ingresó en EMI todos sus empleados debían vestir acorde con los requisitos de la cadena laboral. Camisa blanca y pantalón negro para perpetuar un orden de falso comunismo en la pirámide capitalista de la música. Los discos se vendían con otra intencionalidad. Los artistas eran estrellas con limitaciones horarias y profesionales en las que el endiosamiento pop aún no había cobrado su dimensión actual. En este sentido el flechazo entre nuestro protagonista y su foco de atención es significativo. The Beatles en 1962 eran unos pipiolos que sólo ostentaban frescura a raudales, sin más. El trato que recibían era el propio de quien es contratado para desarrollar su empeño estipulado en un papel. Tocar, grabar y a casa. Gracias.



Las cosas cambiaron por la dinámica de los acontecimientos. Los Fab Four se transformaron en una máquina de ingresar dinero que merecía privilegios absolutos. Lo aprovecharon para imponer su criterio artístico aliados con George Martin, quien supo ver el talento de los chicos y llevarlo hasta el paroxismo con los métodos de otrora, una verdadera proeza en la que colaboró Geoff Emerick. Imaginen que Lennon pide que su voz suene como mil monjes tibetanos en la cima de una montaña. Primero te quedas en blanco. Luego activas el cerebro y ofreces una solución. Así fue el debut del ingeniero en Tomorrow Never Knows, al que seguirían varios frenesíes heroicos que además le sirvieron para comprender la personalidad de esos extraños individuos que dominaban el mundo con guitarras, bajos y baterías, pregonando paz y amor mientras en su fuero interno luchaban por asimilar la vorágine, mediática y creativa. Sin ese combate no entenderíamos el porqué de Revolver al White Album se nada en un éxtasis que culmina en reproches, peleas y Yoko Ono, culpable de la ruptura hasta cierto punto. La vida toma caminos y es un constante río de descubrimientos y sorpresas. The Beatles eran una familia forjada en la adolescencia, donde los sueños compartidos son un acicate que el progresar de la existencia reforzó y diluyó. Harrison se interesó por la cultura india. Las mujeres irrumpieron con estrépito. La fama llevó a la protección y cada uno quiso cultivar su jardín. Pónganse en su piel. Doscientas canciones no pasan en balde. Nadie, absolutamente nadie ha generado tantos quilates de oro en tan breve período cronológico, lo que significa transcurrir muchos días con las mismas caras al lado, sin tener otra opción por confianza en la alquimia y la inercia de saberse en el paraíso. Hasta decir basta, lo que Emerick anticipó en el doble blanco al no soportar la tensión existente en el estudio y abandonar la sesiones de grabación para preservar su salud mental y tomarse un respiro de tanta intensidad.

La pausa fue corta. A mediados de 1969 fue nuevamente solicitado para aportar su granito de arena a lo que sería el último disco del conjunto, Abbey Road, título nacido del hastío pero que simbolizaba el fin de una época y la importancia de esas cuatro paredes. En este sentido el libro publicado por Urano es fundamental porque ofrece detalles de un período muy mal estudiado en la trayectoria del cuarteto, quizá porque siempre se ha preferido el chismorreo de la debacle al análisis de la misma. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo eran las relaciones entre los dos líderes de la banda? ¿Cuál era la actitud de Harrison en los meses del adiós? El cuadro deparaba síntomas de descomposición que quedaron, en parte, relegados por la entrega de Paul, George y Ringo en completar una obra que se equiparara al resto de sus perlas. Lennon remaba en otra dirección más egocéntrica, preocupándose sólo por sus canciones mientras desquiciaba a los demás con una cama para Yoko y caprichos de divo enloquecido salvo cuando se hacía su voluntad o las sesiones devenían un juego infantil, como acaeció con The End y su serie de solos de guitarra.




En algún que otro instante parece que el núcleo de la narración sea Paul McCartney. En una reciente reseña Diego Manrique lo dice aún más claro. Emerick es un hombre de Paul, lo que explicaría el trato de favor que las palabras desprenden, fruto de lo intenso de su relación. El bajista es visto desde los primeros compases con un sutil bastón de mando al ostentar mayores dotes musicales. Lennon era la exuberancia y el descaro, pero quien manejaba los intangibles era el compositor de Eleanor Rigby, siempre atento al detalle melódico, siempre presente en su tesón por mantener al grupo unido y propulsarlo a latitudes desconocidas desde un afán perfeccionista inaudito y que la posteridad valorará en su justa medida, multiplicándose en varios ámbitos, dejándose los dedos con su instrumento y gestionando al monstruo de cuatro cabezas para que no se hundiera. Lo único que podía destruir al acorazado Beatle era su propia grandeza. Así terminó una aventura a la que siguieron carreras en solitario. El ingeniero pasó a ser productor, y gracias a ese progreso decisivo podemos deleitarnos con su relato nigeriano de la grabación de Band on The Run en Lagos, cuando Paul sufrió lo que no está escrito entre desastres sin precedentes, robos de letras y un colapso respiratorio que hizo temer por su aún joven singladura. El pánico cedió a un renacimiento y el disco fue uno de los más celebrados de los setenta, cuando la alegría del decenio anterior era un miraje y la música popular viraba hacia espectros con otras tonalidades.

Para cualquier aficionado devoto a los de Liverpool El sonido de los Beatles es un libro que no puede faltar en su estantería. Contiene informaciones de alguien que vivió el septenio dorado desde dentro, por lo que los datos, pese a su necesaria subjetividad, transmiten más, lo que se palpa en cómo Emerick nos cuenta las cosas. Es de agradecer que algunas editoriales españolas, y no precisamente las de más renombre, publiquen lo esencial de la bibliografía sobre el conjunto. Pasito a pasito los huecos van llenándose, pero seguirán con la abundancia de los de Blackburn, Lancashire, hasta que no veamos en nuestro país volúmenes del calibre de Revolution in the head de Ian MacDonald, The Complete Beatles Recording Sessions de Mark Lewisohn o Many years from now de Barry Miles.

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