domingo, 4 de noviembre de 2012
La ciencia ficción y el artificio: Barcelona 1957 en Sigueleyendo
La ciencia ficción y el artificio: Barcelona 1957, por Jordi Corominas i Julián
La historia de las fotos que acabo de contemplar en la Fundación Foto Colectania nos transporta a la Barcelona de Teresa y el Pijoaparte. Un editor muy valiente propone a un joven fotógrafo que dejaría su estela permanente en la ciudad que la fotografíe y haga un libro que muestre todos sus matices. Es la época de los grandes genios de un cierto realismo poético catalán en las imágenes. Català Roca, Miserachs, Colom y otros recorren las calles en busca de la mejor instantánea. Su oficio, limitado como toda narración por unas medidas, se aprende a base de observación que deriva en técnica. Los encuadres surgen como por arte de magia de la experiencia. El resultado es siempre un blanco y negro que congela el momento.
Quien encarga el volumen no es otro que Carlos Barral. El artista elegido es Leopoldo Pomés, a quien muchos recordarán por el emblema, enfrente del Giardinetto, que supone el flash flash, ese local de tortillas que más que a Barcelona recuerda al Swinging London o a la película Blow Up, en la que coincide por los flashes y la evocación de una época. Pomés hizo su trabajo, cumplió con el encargo, lo presentó y Víctor Seix, el otro socio del tándem, se negó a publicarlo porque creía que las capturas del joven daban un aire muy poco noble a la capital catalana.
Este punto es el primero que supone una esquizofrenia entre la realidad y la ficción en este asunto. Al negarse a la apuesta de un volumen tan rotundo, Seix aceptaba la construcción oficial fascista que rechaza la fealdad de lo palpable porque su relato debe ser de cuento de hadas. Así como Mussolini vetó los artículos de crónica negra, en el régimen franquista debía prevalecer el estereotipo emanado por las autoridades, lo que cancelaba la irrupción de lo cotidiano en la representación de España que se vendía. Podríamos salvar toros y flamencos, pero esa minucia se ceñía estrictamente al ocio y al turismo. Lo demás quedaba relegado para paliar incomodidades.
En 2011 Juan Manuel Bonet visitó al fotógrafo en su estudio del barrio de Gracia. Charlaron, consultaron viejos documentos y aquellos negativos de 1957 resucitaron de su ostracismo hasta configurar una exposición de un mundo desaparecido, de una Barcelona que sólo se insinúa de escondidas en el presente mediante vestigios que la modernidad aún no ha cancelado de su faz.
Uno de los epicentros de la muestra es la Rambla, arteria que por aquel entonces aún era transitable para los habitantes de la urbe, sin sombreros mexicanos ni la sensación de poner los pies en un parque temático. Las personas que la transitan son las de la vida antes de las Olimpiadas con una dosis extra de pobreza que no excluye belleza. Los carteles de bares y negocios sobrevuelan la singladura de una fauna que compila el universo entre limpia botas, marines de la sexta flota, inmigrantes, autobuses, guapas, mirones, modelos y el decorado, sin el que seria imposible entender el cambio y la melancolía que produce el itinerario a un puesto que feneció sin avisar. El voyeurismo sobrevivirá por los siglos de los siglos. En los años cincuenta el girar la cabeza para observar a las viandantes apareció en películas italianas, el episodio de Lattuada en L’amore in città, y miles de fotografías, entre las que desde ahora merecen ocupar un lugar de honor las de Pomés. Si Miserachs muestra ese gesto tan típico en plena Via Laietana, nuestro protagonista lo exprime en la otrora arteria principal de Barcelona, y lo hace con guante de cazador, certero en el disparo y despistado, como si formara parte del paisaje, al ser cazado por sus presas, divertidas de desconfianza por ver que el objetivo las desea.
En mi historia personal hay un único paseo por la Rambla con la impronta de esas imágenes. Corría 1994, tenía quince años y una noche salí de casa y me adentré en la jungla. Iba solo por lugares silenciosos, el Paseo de Gracia estaba vacío y en Plaza Catalunya unos guiris jugaban al fútbol. Llovía, y en la Rambla topé con bigotudos vestidos de mujer y una especie de resaca del sonido, con la avenida inmóvil bailoteando con su magma de agitación.
En sus zonas adyacentes los mitos se desvanecían. Cerraban bares, se imponía el diseño y la atmósfera, pese a su resistencia, primigenia se esfumaba entre falaces neones y tendencias de quita y pon con la inflación desbocada.
Lo mismo ha acaecido con la periferia. Una de las fotos más impactantes de la selección es Un homenaje a De Chirico, dekiriko, ubicado en el Paseo Verdún en Nou Barris. Hace poco hablaba con mi amigo Pepe Luis que por esa zona de la ciudad, y en la misma década de la instantánea, asesinaron al Facerías. Lo comentábamos mientras la tele de un chiringuito chino expulsaba de sus entrañas American Psycho en la lengua de Jacint Verdaguer. Eso también era metafísico, aunque sin alcanzar los niveles de la imagen de barriada con un niño y una madre en el horizonte, un desnivel con grano como escalafón y unas casas que parecen de pueblo dando el toque perfecto a la composición que, en efecto, guarda mucho parecido con los famosos cuadros del pintor italiano, que por algún extraño motivo vuelve siempre a Babilonia. Su última aparición se registra en la composición espacial que generan las edificaciones de la Plaza del MACBA, donde es fácil imaginar al fondo los muñecos que dibujaba el hermano de Alberto Savinio.
La diferencia entre la naturalidad de la obra de los cincuenta y el artificio del museo de los skaters es una ecuación de saldo negativo que ha destruido lo auténtico para regodearse en las loas a la marca y a la corona de barro de capitostes del vender humo en lo cool. Tunear la metafísica es un atentado que se inserta en las sutilezas de la manipulación actual. Lo patético de las barreras de las playas de la Barceloneta radica en su visibilidad que es oprobio y ridículo. Ahora las zanjas son invisibles.
La monotonía de una cuadricula no deja de ser un imposible. El lamento del artículo puede caer de su pedestal si se camina con voluntad de abrazar lo inédito. A veces para lograrlo bastará con saborear la lentitud y mirar hacia arriba. Si quieren triunfar en tan noble cometido deben primero aprender que las fronteras urbanas son quimeras. Demasiadas son las veces en que limitamos nuestra mirilla por conformismo de ruta, que aún así nunca se sentirá saciada por nosotros, incompletos en el afán de completar el mapa, una quimera que desde su aceptación propicia un errar que cosecha la totalidad en pedacitos, como esa Barcelona 1957 que se fue y pervive en segundos secuestrados en una cámara.
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