domingo, 11 de noviembre de 2012

Diálogo con Manuel Rivas en Sigueleyendo




Este año la reentré está siendo larguísima, y eso provoca que la serie de entrevistas potentes llegue casi hasta navidad, como si los meses otoñales fueran un bazar infinito de novedades firmadas por grandes nombres. Las voces bajas de Manuel Rivas es una apuesta que parece consolidar, algo comprensible en época de crisis, la tendencia de personajes cercanos, que puedan palparse y notar en la normalidad, que en este caso recorre la infancia y la adolescencia del autor en una Galicia con connotaciones mágicas entre lo arcaico y la censura de los estertores del franquismo.

Al leer la novela uno se plantea varias cuestiones relacionadas con la necesidad de plasmar, desde una perspectiva próximo a lo autobiográfico, ese fragmento de vida desde el centro y los márgenes, desde la voz consciente de lo pasado que se desplaza para que otras almas recuperen su trascendencia mediante la palabra escrita. Rivas, con su habitual lirismo, ha confeccionado una colección de recuerdos que gozan de sentido propio, juntos y revueltos.

Llego a la cita a las cuatro de la tarde. Al cabo de un rato llega Manuel y nos trasladamos a un salón tranquilo, donde de repente hablamos de la dureza de ser periodistas hasta que una frase de Massiel zanja el debate: peor es la mina. Enciendo la grabadora.



Jordi Corominas i Julián— ¿Por qué motivo concreto has elegido en este momento de la trayectoria un tema tan personal que mira directamente a tus raíces?

Manuel Rivas— En la cabeza siempre tiene varias cosas. Soy muy de cuadernos, de abrir historias y estar en muchas rutas a la vez. Mi manera de escribir es muy campo a través, raramente programo el futuro, no creo en las hojas de ruta literarias. A la hora de la verdad me gusta mucho tomar una senda y avanzar como un vagabundo, así siento mi literatura, que debe ser excéntrica.




J.C. — En este caso lo excéntrico es volver a la infancia y a una Galicia, supongo, muy alejada de lo que es hoy en día. Leyendo Las voces bajas se tiene la sensación de entrar en un territorio perdido, desaparecido.

M.R. — En primer lugar lo más importante es dejar claro que no pensé de manera determinada en escribir sobre la infancia, el vagabundeo me llevó hasta ese lugar. El comienzo del libro es el detonante de la historia. Llevaba años dando vueltas pensando en porqué necesitamos la literatura, y un día escribiendo, que para mí es como respirar, me paré y me surgió el extraño pensamiento que escribiría igual más allá de publicar, hay algo ahí que tiene que ver con la propia existencia. En este caso la razón de este libro tiene mucho que ver con un recorrido que no es tanto de recuerdos sino de murmullos, momentos de la vida pegados a la gente corriente, momentos donde de repente, en la cotidianidad, ves que habla la vida.

J.C. — Habla la literatura y habla la vida, no podemos entenderlas por separado si hablamos de escribir.

M.R. — Efectivamente, pero ya esperaba que hablara la vida. El proceso de sorpresa y estupor del niño que va andando, que también es el viejo que soy, es el fundamental.

J.C. — ¿Y el recuerdo es más fuerte que lo vivido?

M.R. — Creo que ahora lo recuerdo porque cuando era niño algo pasó para que permaneciera grabado, de crío no pensaba en mi madre hablando como Samuel Beckett. La primera frase que recuerdo de mi madre es “No os asustéis, sois tontos. Son los cabezudos. Son los reyes católicos.” Es una frase de una potencia literaria increíble, que con la ironía domina el miedo.






J.C. — El lenguaje cotidiano genera estas frases, en el ayuntamiento del barrio de Gracia los cabezudos miran desde la ventana de recepción y por la noche dan miedo.

M.R. — Luego en el instituto, cuando mencionaban a Isabel y Fernando me reía sólo y nadie lo entendía. La forma de decir las cosas de mi madre dejó marcada una pauta en mi manera de ver la Historia.

J.C. — Y luego la hermana de la madre dice con ocho años que será bohemia para que la liberen de las vacas. La naturalidad de lenguaje desconcierta, pero parte de una voz que parece verdadera.

M.R. — Desde el costumbrismo se trata el habla popular. Si hablan culto es con refranes, y en el caso contrario el habla es muy simple. Lo que trato de reflejar en este libro, y desde mi experiencia, es que el habla popular no es así, es homérica. Naturalmente no todo el tiempo se habla así.

J.C. — Y esa habla genera la condición mítica de los personajes de Las voces bajas.

M.R. — Claro, por eso digo que no busco la boca de la literatura en los libros: la encuentro en la vida. Pasa también con los cuadros. Chagall pintó mi aldea. Ves obras pictóricas que hacen volver a la vida costumbres y situaciones. De pequeño no sabía quién era Goya, pero en el libro lo menciono porque ahora, al recordar un instante o una anécdota, está presente en mi recuerdo de lo que acaeció.

J.C. — Pero al final a partir de lo vivido el recuerdo adquiere otro matiz.

M.R. — ¿Quién cuenta la historia? Alguien escribe y alguien recuerda. Quien recuerda no es el niño, pero al mismo tiempo está. Es una fusión del casi viejo que soy y del niño. Se crea un nuevo personaje que interpreto como una persona que existe entre los pronombres personales singulares y el plural. Al estudiar gramática no nos cuentan que entre el yo y el nosotros hay alguien, que es el que hace el puente.

J.C. — Se fusionan ambos yoes.

M.R. —Más que autobiográfico creo haber conseguido un libro pluribiográfico, es coral, alguien recuerda, pero es una vida tejida de las voces de los otros.

J.C. — Hablas de tu persona, pero en muchos fragmentos otras voces hilvanan la trama mediante anécdotas, como las dos que preludian la Guerra Civil o la del profesor aficionado al boxeo; recuerdos que no te abandonan. Supongo que el acto de la escritura te habrá generado un proceso increíble de recuperación personal.

M.R. —Sobre todo es redescubrirse a través de los otros. El tiempo de la novela es lo que produce la imaginación de la memoria, un territorio que existió y existe, pero que en realidad se mueve en otra órbita, el tiempo de la literatura circula por otros parámetros. Decía Quevedo que con los ojos hablamos con los muertos. Revivimos lo desaparecido y vivimos las historias narradas. Cuando decimos que alguien habla como en otro tiempo no nos referimos al pasado.




J.C—Es un pasado en el presente.


M.R. —O en un futuro deseado.

J.C. —De estas voces te impacta notar que no han desaparecido porque están en el libro, pero sí generan la sensación de ubicarte en un pasado ignorado que no se llena sólo de personas, también de cosas anónimas, desde vacas hasta una ventolera, cosas que desdeñamos o ignoramos con demasiada facilidad.

M.R. —Se trata de contar la intrahistoria. Mientras escribes no cuentas pájaros, pero en Las voces bajas abundan. Las aves siempre tuvieron un punto simbólico, que vuelan con señales y anuncios, transmiten mensajes. No es un tiempo tan antiguo.

J.C. —Parece que sea más antiguo de lo que es por la velocidad de la Historia.

M.R. —Efectivamente. Hablan las cosas y los animales, incluso lo hacen literalmente. Hay dos loros, y ambos dicen mucho del libro en relación al lenguaje. Uno casi le salva la vida a mi padre, le conecta con la realidad. El otro, Píonono, habla latín y al oír la voz del pueblo se da cuenta que quiere hablar como ellos, no sentará cátedra en Turingia, quiere integrarse en la comunidad.

J.C. —En Las voces bajas se percibe, y es algo natural en mundos más rurales, una aceptación absoluta del surrealismo en lo cotidiano, como en el capítulo del primer entierro de Franco.

M.R. —El Carnaval en Galicia es la gran fiesta, sobre todo en el mundo rural, una celebración muy importante. La idea central es la del mundo al revés, como el partido de fútbol femenino. Imagínate eso a principios de los sesenta. Bajtin habla del Carnaval como si fuera la segunda vida del pueblo, y en Las voces bajas hay mucho de eso. La gente trabaja todo el día, pero quedan por la noche para contar historias, el barbero hace su trabajo y sus clientes lo adoran más bien por lo que cuenta…

J.C. —El contar historias es una vía de escape dentro de la rutina.

M.R. —Son vías de escape, pero también vías de enfrentarse a la realidad de manera sutil, porque de otro modo te aplastaría esa maquinaria.

J.C. — El franquismo sobrevuela todo el relato…

M.R. —Sí, el franquismo y la necesidad, la carencia, la opresión religiosa. Las palabras pueden imponer silencio y docilidad, pero las palabras recuperadas, las voces bajas, son un instrumento que es una especie de salvavidas. Los silencios y las palabras no están separadas de la vida de los cuerpos, son un componente anatómico.







J.C. — Ahora quizá con tanta posibilidad tecnológica esa opción se pierde, conocemos voces sin cuerpo más fácilmente. El libro está en una era pretecnológica, cuando llega la tele van como locos en el pueblo.

M.R. —Y aparece la radio. Puede ser que tengamos registro de voz y no de cuerpo, pero lo que te quiero decir es que lo que permite la literatura es contar la magia de la vida, su hechizo, lo que no significa una idealización. Hay sufrimiento y risa. En la literatura, y en este caso en mi libro, es muy importante cómo hablan los personajes, y que relación tienen con las palabras, hasta con los mudos lo es. El lenguaje crece en nosotros de la manera en que crecen las uñas, es parte física de nosotros, no es algo separado ni una emanación casual. Hay gente que habla como si hiciera karaoke, pero eso también es parte de su ser. Me interesa la condición sinestésica de las palabras, son portadoras de calor, valores y memoria, por eso algunos deciden callarse como bien glosa Vila-Matas en el Bartleby y compañía.

J.C. — Personajes que preferirían no hacerlo.

M.R. — Y su decisión tiene que ver con la literatura, pero sobre todo es una actitud vital.

J.C. — Al leer el libro pensé en tus artículos de El País y relacioné estas dos formas de escritura porque creo que en el fondo en ambas expresas un grito a favor de estas voces bajas, porque su silencio impide transformar la Historia.

M.R. —Se dice que la Historia la escriben los vencedores, y la literatura sirve para intentar cambiar ese orden. La Historia es una maquinaria pesada, una apisonadora, y la vida es una red de caminos, andar a pie. La maquinaria provoca un estruendo y provoca un vacío que se llena de cosas malas. Y en cambio existe otra Historia que es la de las voces bajas, carne de cañón, gente que echa una mano en un momento determinado, los que apagan incendios, los que construyen puentes…

J.C. — Es más interesante escribir sobre un constructor de puentes que sobre, aunque quizá me lo pensaría mejor, la vida privada de Angela Merkel.

M.R. —Dentro de cada uno está el bien y el mal, la literatura no sirve para teorizar, o recuerdas o no recuerdas, pero lo que nos interesa tiene que ser algo que manche. Hay un personaje, ahora que dices lo de Merkel, que en mi infancia era muy célebre: O Xestal. Un humorista que también era gaitero. Todos los domingos lo ponían en la radio. Era como Dios, muy célebre, pero su historia, que por algo aparece al principio, muta de repente, lo persiguieron por homosexual, lo sometieron a electroshock, le destrozaron la vida y salió de la cárcel hecho un guiñapo. Todo esto lo descubrí pasada la adolescencia y me impactó. Seguro que Angela Merkel también tiene su voz baja.



J.C. — Una cosa es lo que sale y otra lo que es.

M.R. — Y cualquiera tiene esa voz baja. Puede ser su bufón o su ser atormentado.

J.C. — Al final de la novela hablas de la necesidad de que el periodismo sea literatura. En estos momentos me parece más necesaria que nunca esa reflexión sobre la necesidad de un lirismo periodístico, con elegancia en cuerpo y forma.

M.R. — Creo que en la calidad del lenguaje está la calidad de la información.


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