De la ignorancia, por Jordi
Corominas i Julián
Mi
Twitter es algo esquizofrénico, pero eso me ayuda a comprender mejor las
vertientes de un conflicto y por donde se mueve la demagogia. Muchos usuarios
presumen del aumento del turismo en Barcelona como si de su victoria se
tratara. Esta actitud me recuerda a la de la gente cuando España gana algo y se
atribuyen la victoria de los deportistas desde el sofá de casa. Con toda
probabilidad la comparación surge porque esas personas juzgan el incremento de
guiris visitantes en Cataluña como un argumento que refuta los peligros del
Soberanismo, ignorado completamente en el extranjero, donde el proceso es
contemplado como una rareza fuera de su tiempo histórico.
Este
grupo humano feliz por unas estadísticas hace oídos sordos a la realidad de la
capital catalana, donde el parque temático cubre con su hedionda hierba la
superficie desprovista de Historia. Perdón, esta última frase es incorrecta. Si
uno quiere la musa Clío está por todas partes de la Ciudad Condal, otra cosa es
que se quiera ver, y ya saben, la fachada gusta mucho más que el contenido,
oculto entre los adornos de tópicos modernos que envejecerán rápido,
despersonalización voluntaria, integración colectiva para enaltecer un
individualismo controlado y el deber religioso de pasar por caja sin que ello
importe mucho porque, no descubriremos la piedra filosofal en pleno mes de
agosto, los muros se han convertido en una fachada que no cambia sus siglas por
una caja recaudatoria sólo por un pacto táctico del descaro con su sombra.
Hace
semanas que no piso Barcelona y soy un hombre más feliz que, sin embargo, sigo
anclado a mi lugar de origen porque la estación veraniega me permite ahondar en
proyectos relacionados con su evolución a lo largo del último siglo. Ello me ha
hecho reflexionar sobre cómo protestamos por cualquier cosa y prescindimos de
barrer de la cuadrícula símbolos que la mayoría desconoce por desinformación en
la época donde supuestamente todo ser humano tiene al alcance de la mano más
datos para saber. El exceso genera pereza y una selección que insiste en el
descarte de lo útil para fomentar lo vacuo. Son preciosas las fiestas de barrio
políticamente correctas, con sus fotos donde no se vislumbra un atisbo de mala
leche, censurada en el inconsciente colectivo, donde brilla el escapismo de la aceptación
y se activa la muesca por el qué dirán. Gracia y Sants vuelven a la pureza y se
celebra su lado naif como una victoria del sentido común de lo átono, imperante
y prescindible pese a la progresía comercial de filtros, egos y sumisiones
vendidas como un maná de falsa felicidad. ¿Qué nos importa el suelo si los
aires viven de una sempiterna decoración?
Me
ha dado por fijarme en dos enclaves. El primero es anodino, un horror por el
que casi nunca transito. La avenida de Roma de mi localidad natal se llama así
desde el 9 de abril de 1940, cuando el nomenclátor adoptó nombres que bailaran
con la alianza del momento. La Barcelona obrera, anarquista y catalanista debía
aceptar que Franco quería casarse con el eje, y nada había mejor que inventarse
un paseo dedicado a la Ciudad Eterna para que Ciano y sus secuaces vieran el
interés de España para con el fascismo italiano. Pasaron las décadas y la calle
siguió con su denominación, perfecta para cualquier época, válida tanto para
recordar películas americanas con Audrey Hepburn como para loar el genio del
mayor Imperio de la antigüedad. Y ya ven, en pleno siglo XXI nadie se ha
preguntado el porqué ese tramo que conduce a la estación de Sants remite a la
patria de los Césares.
La
avenida de Roma no preocupa. Está alejada del centro, donde justo al lado de
correos la plaza luce una estatua del señor que le da nombre: Antonio López, el
primer Marqués de Comillas, negrero que dominó la economía catalana e ibérica
desde mediados del siglo XIX con una serie de invenciones e inversiones muy
provechosas que le sirvieron para que sus herederos, desde el Banco Hispano
Colonial, promovieran la construcción de la Vía Laietana e hicieran valer sus
intereses para que en 1909 muchos jóvenes catalanes fueran a la guerra de
Marruecos para defenderlos. ¿El Estado o la empresa? Lo primero por lo segundo,
la pleitesía de la cosa pública para mayor beneficio de lo privado.
Los
detractores de Comillas, quien también se las tuvo con Jacint Verdaguer, hacen
bien en pedir que la escultura desaparezca para borrar del mapa esa huella de
oprobio, eliminada parcialmente cuando una avenida dedicada a este señor desapareció de Montjuïc para honrar a Ferrer i Guàrdia, fundador de la Escuela Moderna y fusilado justo después de la Semana Trágica, en la que no participó. Durante la Guerra Civil los republicanos fundieron el bronce original
porque necesitaban material para poder disparar sus armas. El franquismo
restituyó el monumento y la contemporaneidad nada hará porque los símbolos del
pasado son desdén y mobiliario urbano, curiosa expresión que define muy bien el
significado actual de tanta piedra e inscripción.
Si
nadie pregunta es comprensible que no se actúe. No hay urgencia y la época
exige meditar sobre fenómenos de más trascendencia. Mientras escribo esto otros
se entusiasman con el retorno a lo pretérito y la bonita acción de montar una
cadena humana para el próximo 11 de septiembre, imitación de la organizada en
los Países Bálticos el 23 de agosto de 1989, quincuagésimo aniversario del
pacto Molotov Ribbentrop que selló el fin de su independencia. Cataluña siempre
ha buscado un modelo a seguir en su camino para librarse de España. A
principios de siglo ya apareció Lituania en el horizonte, aunque entonces
estaba más de moda hablar de Noruega o Irlanda por motivos relacionados con el
contexto histórico.
A
quien escribe le intriga un punto que une las partes de este artículo. Durante
esta atosigadora estación de bombardeo mediático no se ha planteado en ningún
debate una propuesta constructiva de futuro. Las prisas no son buenas
compañeras. Será ese el motivo del fracaso de la cadena en las fiestas de
Gracia, y quizás también explique cómo, pese a tanto ímpetu que quiere olvidar
recortes en sanidad y educación y un gobierno nefasto, nadie ha construido un
discurso consistente en razonar que sucedería si Cataluña dejara de pertenecer
a España, otra prueba más de lo bello que es enredar sin justificar a partir de
la ausencia de interrogantes, factor idóneo para que los trileros hagan campar
a sus anchas sus contagiosos postulados.
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