Un verano con Jean Cocteau (IV): “El diablo en el cuerpo”, de Raymond Radiguet
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 6.08.13“Radiguet devolvía la juventud a las recetas viejas. Les quitaba la pátina a los tópicos. Decapaba los lugares comunes. Cuando ponía la mano en lo que fuera, era como si esa mano torpe devolviera al agua alguna concha. Era privilegio suyo, y era el único que podía aspirar a ello”. (Jean Cocteau sobre Radiguet en La dificultad de ser).
Entre las amistades que marcaron la vida de Cocteau son varias las que figuran con letras de oro en su particular almanaque. Al cinéfilo se le aparecerá el nombre de Jean Marais, tenebrosa criatura que fue una creación del poeta. Al amante de la pintura le vendrá rápidamente a la cabeza la figura de Pablo Picasso, compañero de mil batallas a lo largo de toda una vida. Sin embargo Raymond Radiguet, como sucede con aquellos que mueren jóvenes y dejan un bonito cadáver, trascendió esos límites y se instaló en el imaginario del autor de Opium como un santo laico de su propia existencia, un nombre que activaba el recuerdo de una etapa feliz de infinitas posibilidades que sólo truncó el tifus un doce de diciembre de 1923.
Raymond Radiguet nació en Saint-Maur, localidad situada en la banlieue de París, el dieciocho de junio de 1903. Hijo de un dibujante progresista pasó una plácida infancia en la que ya se intuyen trazos de rebeldía que fueron bien tolerados por sus progenitores. Tras sacar mediocres cualificaciones en el Instituto optó por devorar la biblioteca familiar, repleta de clásicos franceses y poetas malditos del Ochocientos. Su precocidad se manifestó hasta en el amor. Muchos han vendido la moto de un adolescente homosexual, pero su biografía nos muestra cómo prefirió a las mujeres desde bien jovencito. En 1917 mantuvo un romance con una vecina de sus padres que le llevaba dos años. Alice estaba casada con un soldado del ejército francés que sacrificaba su felicidad conyugal por las inevitables obligaciones patrióticas. Esta historia será el punto de partida que conduzca a su novela El diablo en el cuerpo.
Un buen día de 1918 se atreverá a presentarse en el domicilio de Jean Cocteau, quien sorprendido recibirá a ese enfant terrible ataviado a la antigua y con bastón, puro dandismo juvenil con ínfulas y un deseo enorme de alzarse como sucesor de Rimbaud. Las comparaciones son odiosas, aunque el periplo de ambos artistas durante el quinquenio que les unió como amigos siempre se ha paragonado a la relación establecida, si bien nada prueba que fueran amantes, entre el poeta de Une saison en enfer y Verlaine, algo que podríamos aceptar a partir de la diferencia de edad y rechazar por lo diametralmente opuesto del contexto. Si bien en ambos casos un conflicto bélico se infiltra en el tejido, la guerra franco-prusiana y la Primera Guerra Mundial, no existe entre Radiguet y Cocteau ese aire diábolico de sus antecesores. El mayor del dúo ejerció de maestro que, en ocasiones, se dejaba deslumbrar por su alumno, pero es innegable que siempre llevó la voz cantante, desde la fundación en 1920 de la breve revista Le Coq hasta llegar a la ayuda que le prestó para que su ópera prima ganara en 1923 el Premio Nouveaux Mondes que otorgaba la Editorial Grasset, que promocionó la novela como si se tratara del mayor evento literario de la posguerra.
El diablo en el cuerpo es otra obra fundacional de un cierto mal del siglo. Para expresarlo Radiguet recurre a una narrativa de tintes clásicos que en su interior oculta una historia transgresora de un tiempo presente que se le escapa por edad e incomprensión. Lo mismo se podría decir, ya advertimos en otro artículo de la serie que ambas novelas son vasos comunicantes, de Thomas el impostor de Cocteau, donde el protagonista decide insertarse en los laberintos de Clío desde una óptica que aleja la realidad hasta convertirla en ficción.
Tanto para Radiguet como para su protagonista sin nombre, François en los borradores y en la versión fílmica de 1947, la guerra fueron unas largas vacaciones alejadas de balas, trincheras y estrategias militares. En este sentido El diablo en el cuerpo puede recordarnos avant la lettre a la situación de Leonard y Virginia Woolf en el campo durante la Segunda Guerra Mundial, de la que sólo se enteraron cuando un avión alemán se estrelló en un arroyo cercano a su domicilio rural. Para los personajes de la novela de que nos concierne el conflicto es un leve susurro auditivo, ruido de bombas en la zona del Marne, donde transcurre parte de la acción.
Es obvio que Radiguet plasma y trastoca una experiencia personal. Para los críticos de la época la trama se juzgó desde dos perspectivas. Para los más vanguardistas, hablar propiamente de surrealismo en 1923 sería mentir a una extraña lógica de cronología, El diablo en el cuerpo pecaba de clásica, opinión que demuestra cómo no entendieron nada de su contenido, pues la forma en que se narra el romance entronca con la modernidad por varios factores que engloban la primera persona que analiza todo lo sucedido, el constante movimiento del protagonista y su firmeza en romper las normas establecidas en las convenciones sociales, entre las que cabe mencionar las más inocentes, mentir a los padres y establecer un personalísimo horario, y las más bestiales, como ese cinismo impropio de un chaval de quince años que seduce, maltrata y juega con los sentimientos de la familia, las amantes y la autoridad.
La crítica tradicional centró sus ataques en el otro aspecto relevante a nivel temático de la novela: laliaison del protagonista con Marthe, joven pero casada con un soldado francés, prueba indudable de la inmoralidad de este escandaloso debut literario. Cocteau deseó para su pupilo una obra menos virulenta y más sobria, quizá por eso le aconsejó dejar atrás el desenfreno festivo de su vida parisina para que terminara el libro, como así fue, en Piquey, al lado del Atlántico. La paz marítima no sirvió de nada y lo contado sacudió los cimientos de los bienpensantes, algo que no debe sorprendernos, pues desde mi humilde opinión El diablo en el cuerpo nace de la incomprensión de esos juegos bélicos de adultos y del desdén para con una infancia olvidada por mor de los compromisos patrióticos.
Radiguet quiso ser salvaje con ropajes antiguos. Su prosa es simple, sin barroquismos ni adornos prescindibles, va al grano y se adentra en las tendencias de su época a partir de reflexiones psicológicas que apuntan a la pérdida de una moral pretérita ante la confusión del futuro. Dejar embarazada a la amada, cansarse de su amor y revivirlo por aburrimiento son perlas que podemos conectar con la velocidad de principios del siglo XX, cuando la estabilidad se transformaba y las tentaciones devenían múltiples. Por eso el protagonista desea a Marthe en situaciones de sopor y riesgo, que acepta con una sonrisa para tirar adelante y superar una monotonía que es amenaza de muerte mental. La física parece encuadrarse en la cadena de noticias que ya carecen de importancia por repetición. Lo práctico, visible en la última interrogación de la novela que es una afirmación de distanciamiento, se impone porque el individualismo ha tomado la plaza a la solidaridad. El diablo en el cuerpo nada contracorriente con mecanismos normales. Esa trampa es la que martirizó a sus contemporáneos y la que nos puede seguir encantando en la lección de un puñetazo disfrazado de velo ingenuo.
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