Donny
Gluckstein, La otra Historia de la
Segunda Guerra Mundial. Resistencia contra Imperio, Barcelona, Ariel, 2013
Traducción
de Joan Andreano Weyland
Estamos
en un momento donde se ha impuesto un tipo de discurso que privilegia la síntesis
para simplificar contenidos y apuntalar ideas que como siempre parten de unos
intereses creados que, y ya no es nada sorprendente, nadie discute porque la
sociedad presenta un espectro átono siempre más consolidado y proclive a esconderse
cuando suenan las campanas de la polémica.
Poner
en duda lo establecido es un ejercicio sano y necesario siempre que se emprenda
desde la coherencia de la racionalidad y el contraste. No basta con protestar gratuitamente. Para
barbaridades ya tenemos las que sueltan desde el piso de arriba. Es difícil
innovar en temas tan manidos como la Historia de la Segunda Guerra Mundial,
conflicto que copa la bibliografía dedicada a cualquier aspecto del fenecido
siglo XX. Sin embargo Donny Gluckstein, profesor del Stevenson College de
Edimburgo, lo ha logrado con un libro donde desmiente la monocromía y el maniqueísmo
que siempre se ha vendido de la conflagración, donde los Aliados emprendieron
la lucha porque el enemigo pretendía conquistar el Planeta con unos argumentos
que amenazaban la libertad del género humano.
La Otra Historia de la Segunda
Guerra Mundial plantea desde su magnífica
introducción, clarísima en su enfoque del contexto, una contienda dual. Por una
parte tenemos la versión oficial de carácter imperialista que hemos expuesto en
el párrafo anterior. La otra es la guerra popular que suele conocerse por el
nombre de resistencia, término impreciso porque cada nación afrontó desde su
propia óptica la pugna con el invasor o las autoridades oficiales. No puede
compararse, por poner dos ejemplos fácilmente reconocibles, el caso francés con
el polaco, distintos en fondo y forma, antagónicos pese a coincidir en la cronología.
Las coincidencias en muchos casos se basan en que a partir de un territorio un
grupo de personas disconformes con el orden establecido enarbolaron la bandera
de la disidencia para intentar conseguir que el mundo de la posguerra tuviera
mayor justicia social y un reparto más equitativo de bienes.
Gluckstein,
hijo del trotskista Tony Cliff, divide el objeto de estudio en cuatro apartados
El primero versa sobre tres países que
se encontraron entre los bloques casi sin comerlo ni beberlo. Yugoslavia
demostró la fortaleza y pujanza del movimiento partisano, capaz de superar
papeles y tratados. el Mariscal Tito se enfrentó a los nazis y a grupos
colaboracionistas que contaban con el apoyo aliado. ¿Cómo puede entenderse? ¿No
habíamos quedado en que la lógica imperaba? Pues no. En muchas situaciones los
soldados aliados se vieron en indeseables tesituras que remarcaban la
inutilidad de tanta sangre vertida. ¿Qué sentido tenía combatir al fascismo y
colocar a uno de sus jerarcas en el poder una vez terminada la guerra?
En
Yugoslavia Tito cambió ese paradigma, pero en Grecia, donde la resistencia fue
más allá de la guerrilla y plantó la semilla de una revolución, los aliados no
se anduvieron con chiquitas a la hora de plantar su pica en la Hélade. En otoño
de 1944 Churchill y Stalin se repartieron las áreas de influencia del
Mediterráneo y la cuna de la civilización occidental tenía impronta británica.
El ejército de su majestad capeó una rebelión en Atenas y mató sin muchos
miramientos a los griegos que lucharon por mantener los progresos que la ELAS
había conseguido durante los meses de ocupación nazi. El líder de los dedos en
forma de V tiene, como casi todos los mandatarios del período, una parte gris
que resulta más visible en el gerifalte soviético. Stalin permitió sin ambages
que el levantamiento de Varsovia fuera liquidado por los nazis mientras el
ejército rojo esperaba a las puertas de la capital polaca. Los ingleses mandaron
suministros para perpetuar la insurrección, que pereció sin remedio por la
increíble ausencia de ayuda en otro ardid del zar comunista contra un país que
detestaba sobremanera.
En
esta zona de Europa Letonia constituye una excepción porque todas las iniciativas
de luchar contra el ocupante colapsaron por las raíces históricas del pequeño
país báltico. Ni los rusos ni, a posteriori, los alemanes eran bienvenidos,
unos por eterna enemistad, otros por su nula empatía y extrema crueldad. No se
formaron grupos de combatientes capaces de inquietar al invasor, fenómeno que
contrasta con la actividad y organización de los núcleos reacios en las
fronteras aliadas.
El
caso galo es famoso y Gluckstein lo incluye para diferenciar la Resistencia en
mayúsculas de su identificación con De Gaulle, quien se apropió del concepto
para mayor gloria de su leyenda áurea. En Gran Bretaña los bombardeos y la
penuria económica conllevaron protestas y huelgas en la isla porque la gente
más que derrotar a un adversario quería un Estado del Bienestar para el mañana
que les asegurara lo esencial para vivir. En Estados Unidos las tensiones,
resueltas con la Guerra Fría, fueron racistas. Los japoneses residentes en la
tierra de las barras y estrellas fueron encarcelados en campos de concentración
y los negros padecieron marginaciones en el ejército y en su cotidianidad que
prosiguieron después de las revueltas de Detroit.
En
los países del Eje la dinámica fue similar a la de otros pueblos liberados. En Alemania fue complicado
durante la larga noche nazi generar estructuras resistentes que, no obstante,
brillaron cuando la derrota se hizo inevitable a partir de Stalingrado. El
golpe fallido contra Hitler de julio de 1944 exhibe la cara aristocrática de la
oposición, mientras que la popular correspondió a las milicias antifascistas
que gobernaron ayuntamientos antes de ser desballestadas por los americanos,
quienes preferían mantener el cuerpo funcionarial sin muchas pérdidas, algo que
se constató cuando la quimera de la alianza entre anglosajones y soviéticos
pasó a mejor vida y las circunstancias de la Guerra Fría provocaron tanto en
Alemania como en Austria una amnistía a los criminales de antaño.
En
Italia la agitación partisana se mezcla con el cinismo aliado. En julio de 1943
el Gran Consejo Fascista depuso a Mussolini y lo sustituyó por un militar no
muy contrario a éste. El Mariscal Badoglio fue acogido junto al Rey Vittorio
Emanuelle III por los aliados que ocupan el sur de la bota. En el norte y en la
Roma los partisanos plantaron cara a los alemanes y allanaron la senda para su
expulsión de las fronteras tricolores. Las jornadas de abril de 1945 dieron
esperanzas para que el país se convirtiera en una zona de claro perfil izquierdista.
El Comité de Liberación Nacional lo hizo imposible y la guerra popular de los
que combatieron por propia iniciativa contra los nazifascistas fue silenciada.
Sus proezas, su valentía y nobleza, fueron ocultadas durante años. Como en
muchos otros territorios los salvadores merecían ser considerados escoria para
preservar acuerdos y un correcto dibujo del planisferio.
Por
último el autor, que juzga escasa su investigación pese a la lucidez que
demuestra con sus averiguaciones, aborda tres colonias asiáticas. La India no
se amilanó durante la conflagración e inició el camino hacia su independencia.
Indonesia y Vietnam son dos broches de oro en la tesis de Gluckstein de enseñar
al lector el cinismo de los buenos de la película. Los aliados no tuvieron
grandes remordimientos para ordenar a sus soldados luchar junto a los japoneses
para evitar los procesos de secesión de dos zonas que aglutinaban muchos
intereses comerciales.
La
debacle del fascismo está bien registrada en manuales y libros de Historia. Sin
embargo el arrojo del pueblo para metamorfosear la sociedad suele apartarse.
Con muy buen tino, aunque cada época tiene sus coordenadas, el autor escocés
apunta que si entonces la gente normal se unió para mejorar el porvenir contra
el imperialismo, hoy en día la misión de los desheredados del mundo es combatir
el oprobio del desmantelamiento con la misma fuerza que nuestros antecesores.
Para eso, entre muchas otras cosas, sirve ser adicto a la Musa Clío.
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