martes, 27 de agosto de 2013

Un verano con Jean Cocteau (V): La crida a l'ordre



Un verano con Jean Cocteau (V): La crida a l’ordre, por Jordi Corominas i Julián
Jean Cocteau, La crida a l’ordre, Editorial Mediterrània, Barcelona, 2007
Prólogo y traducción de Josep Miquel García

Los títulos engañan si se toman desde perspectivas convencionales. En La crida a l’ordre, valiente edición catalana de un imprescindible compendio de ensayos, Jean Cocteau expone en primerísima persona su visión de una serie de cambios culturales que sacudieron el panorama justo antes y después de la Gran Guerra.

El volumen recopila siete textos: El gallo y el arlequín, Carta blanca, Visitas a Maurice Barrès, El secreto profesional, De un orden considerado como una anarquía, A propósito de Thomas el impostor y Picasso. Pueden leerse juntos y revueltos, con calma y aceleración. Su coherencia se expresa, como ordena la lógica, desde una unidad de discurso que exhibe la evolución de las obsesiones del poeta.

El gallo y el arlequín es, al menos en lo esencial de su cuerpo, un bombardeo de aforismos que no necesitan explicación porque desde su brevedad extienden un hilo que a través de su contundencia consiguen el brote de una luz muy diáfana. Un joven no debe comprar valores seguros. La fuente suele estar en desacuerdo con el itinerario del río. La verdad está demasiado desnuda y por eso no excita a los hombres. Si te rapas la cabeza no guardes un mechón para los domingos. Hay una parte útil y una inútil en el arte. La mayor parte del público no lo ve así y considera el arte como mera distracción. Cerramos dulcemente los ojos a los muertos; es así como conviene abrir los ojos de los vivos.



Todos los aforismos se unen para hablar de su época desde un código intemporal que, en realidad, se centra en lo musical que se entiende en los apéndices, donde se describe, en ese mundo sin televisiones ni cámaras por todas partes, el significado auténtico y el impacto que generó La consagración de la primavera de Stravinski. Hay un lugar para la emoción en la soledad del Bois de Boulogne después del estreno, con el compositor, Nijinski y Diaguilev en pleno llanto en el silencio del alba, recitando Pushkin, hermanados en lo ruso para protegerse ante tanta valentía. Cocteau observa y anota, tanto que la inspiración le llevará, con un reparto creativo de ensueño, a Parade y al nacimiento de su amistad con Pablo Picasso.



La misma puesta en escena de Parade, que se presentó en varios lugares de Europa, entre ellos el poco preparado y bastante conservador Liceu de Barcelona, implicaba la superación de las enseñanzas de Stravinski y el viaje a una nueva fase. Cocteau inauguró una etapa de madurez que los encontronazos de la vida, las calamidades que se cruzan en el camino de todo mortal, afinaron la agudeza de su pluma.

Carta blanca es la recopilación de los artículos que el poeta publicó entre abril y julio de 1919 para París-Midi. La idea de los mismos era ofrecer al gran público una visión comprensible del arte más vanguardista desde la cotidianidad de sus manifestaciones en galerías, teatros, talleres y charlas, pero Cocteau hizo lo que le vino en gana, y es una suerte que así fuera. Cortó la colaboración porque no se sentía capaz de mandar una pieza regularmente, algo que enlaza con su concepción del orden desde una anarquía que se vuelve cabal como cuando alguien entra en nuestra habitación y la juzga caótica. Sin embargo nosotros sabemos dónde está cada objeto. Al protagonista de estos artículos le ocurría exactamente lo mismo. Sus crónicas parisinas son didácticas con ese efecto de una cierta posesión, porque en esa época escribía como si quisiera hipnotizar o él fuera el hipnotizado. Quizá por eso mismo hay muchos aciertos y también partes prescindibles al 100%. Entre las primeras cabe loar su aviso del cansancio hacia la loa del niño prodigio y el loco, algo que se repite en el siglo XXI. Define la adulación y el entusiasmo por esas criaturas como escabroso porque se hace con demasiado frecuencia y engaña al público, que normalmente confunde la belleza nueva con el infantilismo y la locura, daño enorme a los que querían alterar el mapa con fachadas que no eran decoración y crimen gratuito.



En Carta blanca otro gran artículo es el que Cocteau dedica a la fiesta para conmemorar la victoria aliada en la Primera Guerra Mundial. Se celebró el catorce de julio de 1919 en Los Campos Elíseos con un desfile que para los espectadores fue lo más parecido a una Torre de Babel que habían visto nunca.

Tras esos apuntes de rabiosa contemporaneidad el resto del volumen, publicado originalmente en 1926, vira hacia un decálogo poético que se expone con el aplomo de quien sabe que está en la cresta de la ola y por lo tanto puede emitir un diagnóstico sin miedo, característica digna de encomio y que es una bofetada en la cara de los que quieren figurar sin aportar. Hay notas que constatan la suprema razón de Karl Marx con su máxima de la Historia se repite, notas que si alguien se atreviera a soltarlas en cualquier red social abrirían la puerta del silencio que es el éxito desde la indiferencia. Quien calla otorga y Cocteau prefería sacar la cabeza y tirar dardos. Menciona al poeta moderno y al excesivo uso de este vocablo en lo lírico, algo que no tiene sentido alguno, algo que compara con la famosa farsa de los caballeros de la edad media. Lo naif es lo moderno porque extravía léxico y espíritu al priorizar el decorado sin priorizar una trama novedosa. Todo pasa de moda, pero una obra maestra transforma todo al ser moda profunda. Cuando transcurre su impacto muta en ropa vieja e ingresa en el museo del textil.

Luego insiste en el tema y lo enfoca desde el malditismo, denostado porque ahora cualquiera quiere pertenecer a la estirpe de Baudelaire y Rimbaud. Miren a su alrededor y comprobaran que seguimos en las mismas. El poeta avanzado debe ser su época, no depender de los elogios de la misma.

Y eso acaecía con Pablo Picasso, que cierra el volumen en uno de tantos elogios que Cocteau dedicó a su amigo. La Place de Ravignan se ubica en el ensayo como epicentro y cuna de las vanguardias. Hoy, cuando paseamos por Montmartre, resulta curioso visitarla y notar esa tranquilidad, la paz que a principios del Novecientos anunció la revolución entre las paredes del Bateau Lavoir, esa casa del trampero donde una serie de artistas unidos por el ansia del cambio trabajaban entre francachelas, concentración y miedos. Un escaparate recuerda la presencia de los genios en el lugar. Cocteau reclamaba una estatua en el centro porque necesitaba reivindicar la magia. El hueco, el vacío de ese sitio encantador ya transmite una atmósfera, pero eso lo dice alguien que no lo vivió y admira el pasado porque cree que el presente malgasta las balas y olvida los homenajes que cuentan por pereza, desdén y voluntaria ignorancia de los milagros palpables.




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