Un verano con Jean Cocteau (V): La
crida a l’ordre, por Jordi Corominas i Julián
Jean
Cocteau, La crida a l’ordre, Editorial Mediterrània, Barcelona, 2007
Prólogo
y traducción de Josep Miquel García
Los
títulos engañan si se toman desde perspectivas convencionales. En La crida a
l’ordre, valiente edición catalana de un imprescindible compendio de ensayos,
Jean Cocteau expone en primerísima persona su visión de una serie de cambios
culturales que sacudieron el panorama justo antes y después de la Gran Guerra.
El
volumen recopila siete textos: El gallo y el arlequín, Carta blanca, Visitas a
Maurice Barrès, El secreto profesional, De un orden considerado como una
anarquía, A propósito de Thomas el impostor y Picasso. Pueden leerse juntos y
revueltos, con calma y aceleración. Su coherencia se expresa, como ordena la
lógica, desde una unidad de discurso que exhibe la evolución de las obsesiones
del poeta.
El
gallo y el arlequín es, al menos en lo esencial de su cuerpo, un bombardeo de
aforismos que no necesitan explicación porque desde su brevedad extienden un
hilo que a través de su contundencia consiguen el brote de una luz muy diáfana.
Un joven no debe comprar valores seguros. La fuente suele estar en desacuerdo
con el itinerario del río. La verdad está demasiado desnuda y por eso no excita
a los hombres. Si te rapas la cabeza no guardes un mechón para los domingos.
Hay una parte útil y una inútil en el arte. La mayor parte del público no lo ve
así y considera el arte como mera distracción. Cerramos dulcemente los ojos a
los muertos; es así como conviene abrir los ojos de los vivos.
Todos
los aforismos se unen para hablar de su época desde un código intemporal que,
en realidad, se centra en lo musical que se entiende en los apéndices, donde se
describe, en ese mundo sin televisiones ni cámaras por todas partes, el
significado auténtico y el impacto que generó La consagración de la primavera
de Stravinski. Hay un lugar para la emoción en la soledad del Bois de Boulogne
después del estreno, con el compositor, Nijinski y Diaguilev en pleno llanto en
el silencio del alba, recitando Pushkin, hermanados en lo ruso para protegerse
ante tanta valentía. Cocteau observa y anota, tanto que la inspiración le
llevará, con un reparto creativo de ensueño, a Parade y al nacimiento de su
amistad con Pablo Picasso.
La
misma puesta en escena de Parade, que se presentó en varios lugares de Europa,
entre ellos el poco preparado y bastante conservador Liceu de Barcelona,
implicaba la superación de las enseñanzas de Stravinski y el viaje a una nueva
fase. Cocteau inauguró una etapa de madurez que los encontronazos de la vida,
las calamidades que se cruzan en el camino de todo mortal, afinaron la agudeza
de su pluma.
Carta
blanca es la recopilación de los artículos que el poeta publicó entre abril y
julio de 1919 para París-Midi. La idea de los mismos era ofrecer al gran
público una visión comprensible del arte más vanguardista desde la cotidianidad
de sus manifestaciones en galerías, teatros, talleres y charlas, pero Cocteau
hizo lo que le vino en gana, y es una suerte que así fuera. Cortó la
colaboración porque no se sentía capaz de mandar una pieza regularmente, algo
que enlaza con su concepción del orden desde una anarquía que se vuelve cabal
como cuando alguien entra en nuestra habitación y la juzga caótica. Sin embargo
nosotros sabemos dónde está cada objeto. Al protagonista de estos artículos le
ocurría exactamente lo mismo. Sus crónicas parisinas son didácticas con ese
efecto de una cierta posesión, porque en esa época escribía como si quisiera
hipnotizar o él fuera el hipnotizado. Quizá por eso mismo hay muchos aciertos y
también partes prescindibles al 100%. Entre las primeras cabe loar su aviso del
cansancio hacia la loa del niño prodigio y el loco, algo que se repite en el
siglo XXI. Define la adulación y el entusiasmo por esas criaturas como
escabroso porque se hace con demasiado frecuencia y engaña al público, que
normalmente confunde la belleza nueva con el infantilismo y la locura, daño
enorme a los que querían alterar el mapa con fachadas que no eran decoración y
crimen gratuito.
En
Carta blanca otro gran artículo es el que Cocteau dedica a la fiesta para
conmemorar la victoria aliada en la Primera Guerra Mundial. Se celebró el
catorce de julio de 1919 en Los Campos Elíseos con un desfile que para los
espectadores fue lo más parecido a una Torre de Babel que habían visto nunca.
Tras
esos apuntes de rabiosa contemporaneidad el resto del volumen, publicado
originalmente en 1926, vira hacia un decálogo poético que se expone con el
aplomo de quien sabe que está en la cresta de la ola y por lo tanto puede
emitir un diagnóstico sin miedo, característica digna de encomio y que es una
bofetada en la cara de los que quieren figurar sin aportar. Hay notas que
constatan la suprema razón de Karl Marx con su máxima de la Historia se repite,
notas que si alguien se atreviera a soltarlas en cualquier red social abrirían
la puerta del silencio que es el éxito desde la indiferencia. Quien calla
otorga y Cocteau prefería sacar la cabeza y tirar dardos. Menciona al poeta
moderno y al excesivo uso de este vocablo en lo lírico, algo que no tiene
sentido alguno, algo que compara con la famosa farsa de los caballeros de la
edad media. Lo naif es lo moderno porque extravía léxico y espíritu al priorizar
el decorado sin priorizar una trama novedosa. Todo pasa de moda, pero una obra
maestra transforma todo al ser moda profunda. Cuando transcurre su impacto muta
en ropa vieja e ingresa en el museo del textil.
Luego
insiste en el tema y lo enfoca desde el malditismo, denostado porque ahora
cualquiera quiere pertenecer a la estirpe de Baudelaire y Rimbaud. Miren a su
alrededor y comprobaran que seguimos en las mismas. El poeta avanzado debe ser
su época, no depender de los elogios de la misma.
Y
eso acaecía con Pablo Picasso, que cierra el volumen en uno de tantos elogios
que Cocteau dedicó a su amigo. La Place de Ravignan se ubica en el ensayo como
epicentro y cuna de las vanguardias. Hoy, cuando paseamos por Montmartre,
resulta curioso visitarla y notar esa tranquilidad, la paz que a principios del
Novecientos anunció la revolución entre las paredes del Bateau Lavoir, esa casa
del trampero donde una serie de artistas unidos por el ansia del cambio
trabajaban entre francachelas, concentración y miedos. Un escaparate recuerda
la presencia de los genios en el lugar. Cocteau reclamaba una estatua en el
centro porque necesitaba reivindicar la magia. El hueco, el vacío de ese sitio
encantador ya transmite una atmósfera, pero eso lo dice alguien que no lo vivió
y admira el pasado porque cree que el presente malgasta las balas y olvida los
homenajes que cuentan por pereza, desdén y voluntaria ignorancia de los
milagros palpables.
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