1914: El año de la catástrofe, de
Max Hastings, por Jordi Corominas i Julián
Max
Hastings, 1914: El año de la catástrofe, Barcelona, Crítica, 2013
Traducción
de Gonzalo García y Cecilia Belsa
Entramos
en un año horrible porque cumplirá esta nueva moda de conmemorar todo lo
conmemorable. Sin embargo, hay fechas señaladas en el calendario que merecen
ser estudiadas por la relevancia que aún tienen para entender nuestro presente.
Vayamos
por catorces. 1714 es una excusa de manipulación política. 1814 se recuerda
demasiado poco. Pobre Napoleón. 1914 es la hermana pobre que ahora vuelve a la
carga con la efeméride del centenario de la Gran Guerra. De todos modos resulta
curioso comprobar cómo a lo largo de las últimas centurias este año de su cronología
ha sido fundamental.
Y
no es de extrañar. Los principios de siglo suelen ser convulsos, como si su
inocencia apuntara a repentinos cambios que la gente que los vive tarda en
asimilar. Y de ahí surgen errores garrafales como los que causaron la primera
conflagración mundial.
El
libro de Max Hastings repasa de manera exhaustiva el año en que empezó el
conflicto, y lo hace con una capacidad de análisis que ya conocíamos, pero que
en el caso que nos concierne brilla aún más si cabe por la dificultad que
implica narrar una contienda de la que existe mucha menos bibliografía que su
continuación de 1939-1945. Si hablo desde esta perspectiva lo hago en parte
desde mi posición de lector español, donde el tema no ha suscitado nunca gran
interés, y por otro lado desde la conciencia de quien sabe que la lucha que dio
el verdadero pistoletazo de salida al Novecientos fue el punto y final de una era
donde aún se respetaban, aunque hasta cierto punto, determinadas consignas
caballerescas que evitaron que el baño de sangre fuese mayor.
Al
mismo tiempo, y el historiador británico lo glosa con suma precisión, la
tecnología pudo cambiar ese factor. Sin embargo, la segunda revolución
industrial aún no estaba en condiciones, al menos durante ese fatídico 1914, de
ser totalmente decisiva en la suerte de las armas. A medida que avanzaron las
hostilidades la aviación, los gases y otros artilugios incrementaron su
efectividad mortuoria.
Retomemos
el hilo. El extenso volumen editado por Crítica aborda la cuestión con la
habitual solvencia del autor, que desgrana pieza por pieza los antecedentes y
la evolución militar de los primeros meses. Las causas son claras pese a estar
bañadas por tópicos que se imparten desde primaria hasta la universidad. No hay
duda alguna que la muerte de Francisco Fernando en Sarajevo se usó como excusa
para decidir las declaraciones que enfrentaron a varios imperios que desde
hacía décadas habían tejido una serie de alianzas en vistas a una previsible
movilización. El estallido fue una mezcla de incompetencia por parte de los
máximos gobernantes e imprudencia de unas élites que aún tenían la mente en el
siglo XIX y creían que todo duraría pocos meses. Las tropas volverían a casa
por navidad. Quizá Thomas Mann con su "La muerte en Venecia" fue el único que intuyó el desmorone de un mundo que dijo adiós incrédulo e incauto pese a todas las señales que avisaban de la fragilidad de la paz burguesa, con sus buenos modales y criados con pelucas como si el reloj se hubiese parado en un tramo indeterminado de la carretera.
El
recuerdo, sobre todo en Alemania, de la guerra franco prusiana de 1870-1871 fue
una calamidad y un error garrafal de lectura. El Káiser fue responsable de
activar la carnicería por culpa de una ambición desmedida. En vez de aprovechar
el aprecio de las demás naciones por el desarrollo cultural, industrial y
científico de la suya prefirió entablar un delirio en dos frentes que mostraba
su precipitación, pues hubiera ganado mucho más frenando el paso a su colega austrohúngaro,
el viejo Emperador Francisco José, quien llevaba en el trono vienés desde 1848,
toda una eternidad, y desencadenó el infierno al tomar la determinación de
acabar con Serbia.
En
el otro bando Francia, Rusia e Inglaterra tenían la ventaja de exigir a sus
rivales una lucha en dos zonas que hacía muy complicada una victoria inmediata.
Los alemanes apostaron sus cartas a Occidente. Invadieron Bélgica y entraron en
el Hexágono. Durante el primer mes de guerra la poca pericia de los comandantes
galos y británicos hizo temer que París caería en un santiamén. El gobierno
huyo de la ciudad de la luz y el pánico se apoderó. Lo que se temía fuese una
repetición de lo acaecido cuarenta y cuatro años atrás se calmó porque algunos
generales, como Joffre, evitaron el golpe que ansiaba Moltke mediante la
ofensiva del Marne, que estabilizó hasta cierto punto los frentes en la
antesala del horror que nadie deseaba: las trincheras y una inmovilidad que
duró hasta la primavera de 1918, cuando al fin se rompió el horror de millones
de hombres en un espacio reducidísimo, un despropósito que costó millones de
vidas que llenaron los campos del norte de Francia, donde los invasores fueron crueles con los civiles en un grado que nunca alcanzaron ni por asomo sus adversarios.
En
el Este, frente al que se dedica menor espacio en la investigación, la escasa
disciplina rusa contrastaba con su ingente número de combatientes, que sin ser
infinitos siempre podían reemplazar a los muertos en su oposición al rigor
teutón. En Tannenberg Hindenburg volvió del retiro y empezó a dorar su mito, al
que se unió el de Ludendorf, despreciado por el emperador por sus orígenes
sociales. Ambos nombres serían recordados más allá de la paz de Versalles por
su implicación en el crecimiento y consolidación nazi. En 1914 fueron leyenda
marcial, todo lo contrario que sus compañeros de profesión austrohúngaros, un desastre
al mando que cavaron la tumba de la doble corona tanto en Polonia como en
Serbia.
Hubo
días de agosto donde las bajas ascendieron a decenas de miles. Los hombres que
padecían su participación en la escabechina estaban mal preparados, como
cualquiera que de repente pasara de una plácida vida civil al martirio de
caminar cuarenta quilómetros diarios de retirada u ofensiva. El fuego de
artillería mutiló y trasladó lo dantesco a la realidad. Cuerpos sin cabeza,
caballos agonizando y partidas de carta al lado de cadáveres devinieron la
normalidad en una extensión de terreno, del mar a Suiza, que desprendía el
hedor infecto de la guerra.
Entre
los protagonistas de ese primer año Hastings remarca la personalidad de testas
coronadas, primeros ministros y otros encargados del mando, entre los que no
queda muy bien parado Churchill, por aquel entonces primer Lord del
Almirantazgo. Pese a su excelente informe de 1911, donde acertó cómo se desarrollarían
la fase primeriza de la lid, sus capacidades se revelaron poco aptas para
trabajar en equipo y comprender que necesitaba la marina más allá de su ego. Lo
demostraría en 1915 con su plan de los Dardanelos, fracaso que igualmente forjó
su mito, como bien podría haberlo hecho el excelente traslado de los
contingentes británicos de la isla al continente.
El
libro no se limita a la explicación de los sinsabores de la soldadesca. Desde
su primera página se nos advierte se pretende dar al lector una información
asequible al alcance de todo hijo de vecino, y se consigue mediante anécdotas,
síntesis y un detallismo que hará las delicias de aquellos avezados a la
Historia con mayúsculas. Puede ser una obra demasiado exigente para iniciados,
más que nada porque su autor no se limita en ningún momento. Es exhaustivo por
vocación y deber, como si contar los hechos del íncubo fuera esencial, una
misión. ¿Y bien? Cabe agradecérselo porque con su actitud honra la profesión y
también dignifica a los que cayeron hace no tanto, antepasados que esperemos no
caigan ninguneados por el cinismo de nuestro afán de tanta vacua guirnalda que
amenaza con tapar el horizonte.
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