El
ermitaño relativo, la angustia esencial: Salinger, de David Shields y Shane
Salerno, por Jordi Corominas i Julián
David
Shields y Shane Salerno, Salinger, Barcelona, Seix Barral, 2014
Traducción
de Javier Calvo
A
mediados de verano una noticia corrió como la pólvora en los mentideros
literarios. Se preparaba la biografía definitiva de J.D. Salinger y Seix Barral
la iba a publicar en España. El largo artículo que informaba del acontecimiento
me dejó indiferente porque estaba construido con clara intención de crear un
efecto instantáneo de impacto, como si con sus palabras se inaugurara el
pistoletazo de salida antes del día D y la hora H, que tanta importancia
tuvieron en la vida del autor de Franny y Zoey.
Dos
años antes había leído la investigación de Kenneth Slawensky- Salinger,
una vida oculta- y reconozco que me pareció bien documentada y con
suficiente recorrido como para saciarme de datos. Sin embargo, hace pocos días
llegó a mis manos el monumento urdido por David Shields y Shane Salerno,
quienes desde la introducción precisan su deseo de ser precisos en
contraposición a Slawensky y sus errores más que reparables que empañaban
aspectos fundamentales de la trayectoria de su protagonista absoluto.
La
sugerencia me animó y la estructura del libro me atrapó por la sensación de
transitar por un gran fresco de historia oral con un cierto aire a guión documental, algo
bien lógico si se tiene en cuenta que Shane Salerno ha escrito y dirigido un
filme de estas características centrado en el gran ermitaño de las letras
norteamericanas. Los testimonios de amigos, escritores, editores, expertos y
complementos varios confieren al texto una velocidad que se exprime al máximo
mediante la concatenación de voces, creadoras de una polifonía que da vigor a
un rompecabezas que quiere cerrar la cuestión analizada, y por ello desde su
kilómetro cero expone su conjunto con diáfana claridad, con afán de matizar
las claves que permitan entender al hombre mitificado desde su propia distancia
y la de los demás, encantados con tal rara avis, fascinados por lo
incomprensible de una actitud más que inusual en una modernidad, forjada en
Estados Unidos, donde se privilegia la gloria desde el individualismo más
exacerbado.
Salinger,
esa es la tesis que vertebra la disección del personaje, fue un ser carcomido
por muchos traumas insuperables. El primero fue de carácter físico. La ausencia
de un testículo le sumió en una profunda inseguridad que se vio agravada por la
pérdida de su gran amor, Oona O’Neill, quien con tan sólo 18 años se casó con
Charlie Chaplin. Desde aquel momento el escritor del Guardián entre el centeno
se obsesionó con flirtear y perseguir a chicas en un limbo entre la infancia y
la adolescencia, jovencitas afines físicamente a la mujer del gran cómico,
para parar el tiempo, para perpetuar una inocencia que nunca recuperaría.
Su
última esperanza se desvaneció en Europa. El joven Salinger, hijo de una
familia medio judía de Nueva York, recibió mucha protección materna mientras
poco a poco aspiraba a devenir un narrador de excepción que concretó su
ambición en el New yorker, revista donde anhelaba publicar sus relatos.
Antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial el camino se auguraba espinoso
sí, pero con un horizonte más que prometedor.
El
salvaje conflicto que asoló el planeta entre 1939 y 1945 transformó al chico
alto y desgarbado en un adulto marcado por la dureza de las batallas y la
inolvidable visión del horror en el campo de Kaufering, antesala de Dachau. El
olor a carne humana y el desolador panorama de la barbarie dejaron un poso
demasiado imborrable en su memoria hasta condicionar el resto de su existencia.
La amistad con Hemingway y la victoria como fruto final tras tanto esfuerzo
quedaron relegadas a meras efemérides eclipsadas por un dolor supremo que se
constató con su ingreso en un hospital psiquiátrico militar de Núremberg.
Volvió
(des)compuesto y con una esposa alemana que resultó tener un oscuro pasado en
la Gestapo. Al cabo de pocas semanas ella cogió sus bártulos y regreso al Viejo
Mundo, lo que no fue obstáculo para que Salinger se comunicara con ella
telepáticamente. Estas rarezas, y la inadaptación de quien retorna a la
normalidad sin poder aceptarla ni ser entendido por sus semejantes, quedaron
apartadas durante un decenio prodigioso que le encumbró a una fama absoluta
entre relatos y El guardián entre el centeno, su obra cumbre que le catapultó a
una popularidad que se volvió odiosa. Martirizado por sus recuerdos bélicos
recibió amor cuando esperaba desdén. Este factor inauguró la senda hacia su
aislamiento, siempre relativo, porque durante más de medio siglo desapareció con
puntuales epifanías que hacían entender a sus acólitos que vivía y estaba al
tanto de su encumbramiento. Su táctica no era en absoluto novedosa. En la Antigüedad tardía los emperadores se daban el lujo de ser invisibles porque sus bustos de mármol eran omnipresentes en los espacios públicos.
El
verdadero motivo de su ostracismo voluntario- consolidado de forma definitiva
en 1965 tras la publicación del relato Hapworth 16, 1924- según los autores del extenso volumen fue su
creencia en el hinduismo vedanta. De hecho la obra se estructura en cuatro
partes que son las fases que determina esta religión: Aprendizaje, deberes del
dueño de una casa, retirarse del mundo y, como colofón, la renuncia al mismo,
alejarse del mundanal ruido para satisfacer los mandatos promulgados por Swami
Vivekananda, introductor de estas doctrinas en Occidente a finales del siglo
XIX.
Durante
su retiro la paz fue más bien esporádica. Los romances, las interrupciones, los
fans y el delirio de asesinatos de jóvenes guiados por las andanzas de Holden
Caulfield tejieron un negro velo que desde mi modesta opinión se acrecienta
tras leer la construcción de Shields y Salerno, donde se derrumba la imagen
idealizada de Salinger porque se escarba en el muro que quería proteger. Como
cae el yeso y se quiebra en mil pedazos cuando contacta con el suelo, la magia
se desvanece e irrumpe un padecer que lo baja del pedestal, humanizándolo hasta
la angustia, porque su exilio del resto de los mortales fue más una condena
autoimpuesta que una virtud cardinal.
Queda
pendiente dilucidar si los años de Cornish, Meca de su credo y hogar con visos
de bunker, fueron productivos y depararan nuevas prosas para sus seguidores.
Los indicios apuntan a una respuesta afirmativa que complete el círculo de los
Glass y las peripecias del hermano de Phoebe, alter ego de su inventor,
fugitivo de sí mismo, víctima de una incomprensión mutua y perfecta entre la
sociedad y su ego despedazado en el bucle de una guerra privada que sólo
terminó con el último suspiro.
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