Claude
Arnaud traza en Proust contre Cocteau, inédito en España, las claves que
permiten entender con simple maestría los principales trazos de la personalidad
del autor de La Recherche. La contraposición con el joven príncipe frívolo que
fue Cocteau, ninguneado por estar en todas partes y adaptarse a ellas como si
nada, ratifica la idea de un hombre que a partir de una soledad enfermiza
desarrolló un talante de permisividad autista, donde el mundo era uno pero la
única individualidad era su persona.
En
un momento del libro que hemos mencionado al principio de este texto se
menciona como Cocteau se enfadó con su amigo por llegar tardísimo a un recital
privado. Las anécdotas de este tipo son infinitas y, aunque parezca increíble,
pueden explicar los motivos de una obra tan extensa como detallista, último
monumento del siglo XIX, agotándolo, y
primera piedra miliar de la novelística del Novecientos.
Proust
fue un chico condenado por voluntad propia a un exilio dorado. Con nueve años
empezó a sufrir serios problemas de salud que él se preocupó por acrecentar,
pues a lo largo de su existencia tampoco hizo mucho caso a los médicos. De
hecho, huelga decirlo, pasó más que olímpicamente de la mayoría de sus
consejeros. El momento paradigmático que lo resume, una relación maravillosa,
es el intercambio epistolar con su corredor bursátil, Lionel Hauser, con más
paciencia que un santo, fiel advertidor del desastre de un dinero mal invertido
que casi servía para que su cliente se regodeara de una teórica, inminente e imposible
ruina.
La
obcecación explicaría, y así de lo demuestra Ghislain de Diesbach en su
monumental biografía, su lucha para superar el complejo de inferioridad del
nuevo rico. El padre de Proust fue un brillante doctor que ejemplificaba un
tipo de burgués muy del gusto de la naciente y exultante Tercera República. La
familia creció y pudo codearse, entre premios y loanzas, con lo más granado de
la aristocracia parisina, que acogió a los hijos del galeno con la naturalidad
de aquellas infancias consentidas y custodiadas de finales del siglo XIX. Los
encuentros por los Campos Elíseos, el juego léxico propio de una clase
privilegiada y unas coordenadas de orden
privado inaccesibles al resto del tejido social de la época.
Estos
factores se trasladaron con la edad adulta a los salones, donde el joven Marcel
sacó a relucir sus encantos en el diálogo, su atención excesiva con los otros
participantes y la manía de querer brillar sin ser considerado por falta de
méritos. Poco o nada importaba que en 1896 hubiera publicado Les plaisirs et
les jours, libro caro e ignorado. Los años pasaban factura en un medio
competitivo donde estaba muy bien que te invitaran, sí, pero contaba y mucho el
caché del anfitrión, y claro, no era lo mismo que te invitara Anna de Noailles o
Montesquiou, de los que ya volveremos a hablar cuando corresponda, que un don
nadie con muchas ínfulas y unos pocos artículos en periódicos de postín,
favores de directores abrumados por la pesadez del elegante chupatintas.
El
mundo adorado de Proust era una opereta de vanidad que le iba como anillo al
dedo para plasmar un todo que sólo adquiriría significado cuando cayó el telón
de la Primera Guerra Mundial y muchos descubrieron que los valores de 1914 eran
una reliquia en 1918, algo absolutamente pasado de moda. Seguramente el gran
valor de La Recherche sea anclar este universo a la eternidad mediante la
literatura, y el único modo de hacerlo era a través de una inmensa labor
documental que nos llevaría a las anécdotas que Céleste Albaret cuenta en su célebre
Monsieur Proust, libro tan hagiográfico que conviene abordar con cautela, si
bien contiene algo básico como es la mirada desde el interior del domicilio del
autor, con esa habitación de locos entre humos, cervezas del Ritz, manuscritos
que se alargaban con notas suplementarias y visitas intempestivas deseadas por
nuestro protagonista, derrotado en esa parcela que tanto deseaba dominar, tanto
que al final lo hizo con las palabras y unos recuerdos filtrados por otras
memorias y muchas, quizá demasiadas preguntas.
Escribo
con un orden desordenado. El final de esa aristocracia banal y gloriosa llegó
antes para Proust que para los demás. La muerte, casi simultánea, de sus padres
inició su alejamiento del mundanal ruido, aunque no hasta los extremos que la leyenda
ha querido vender. Su exilio interior fue progresivo y si se leen con atención
las semblanzas dedicadas a su persona veremos cómo seguía a rajatabla una
rutina muy concreta, viaje entre París y una ciudad de vacaciones donde era
capaz de alquilar casi un hotel entero para sentirse bien desde sus manías
patológicas. En 1920 Picasso coincidió con él y Joyce en una cena. Dijo que le
recordaba a un maniquí de otro tiempo por su atuendo y posado. La definición
del genio malagueño suena idónea. Mientras Proust pudo fue alguien que estuvo a
la última y se sintió fuerte para exhibirse, único método para ser en un ese
microcosmos donde lo presencial era el pasaporte. Cuando su clan desapareció
optó por encerrarse en sus filias y fobias, convirtiéndose en su propio yo más
auténtico y, por lo tanto, aun más caricaturizado.
Desde
1908 intuyó la llamada de lo que siempre será su legado póstumo, entramado de
tantas facetas que sería ridículo resumirlo desde la estética y la psicología.
La primera, barco desde donde todo zarpó, se movió en su mente desde el minuto
cero de su existencia, catapultándose hasta un punto interesante con la
traducción que hizo de Ruskin, donde probablemente aprendió la trascendencia de
la minucia significante y de tratar una parte como un conjunto donde piezas
minúsculas conforman una especie de colmena, más evidente en lo humano que en
las obras de arte. Lo psicológico reluce en todo el manuscrito que aquí hemos
denominado La Recherche, mapa mental que asusta porque en su magma recoge un inmenso
cuerpo de personajes que bien podrían ser el mismo Proust en ese estancia donde
escribía compulsivamente mientras buscaba la perfección y ajustaba cuentas, que
de eso también se trataba, con unos y otros. Esta vertiente psicológica también
puede estudiarse desde el sueño, y aquí hermanamos, como hace Jean-Yves Tadié,
a Freud y Proust en la senda que el primer Novecientos abrió para toda la
Humanidad. Ambos, a su manera, hurgaron en una herida que deseaba ser abierta,
la de penetrar en el interior para disipar unos fantasmas que llevaban
demasiado sujetos a unas prerrogativas medievales. El vienés y el parisino no
se conocieron y tampoco consta que tuvieran noticia uno del otro, ni siquiera
en lo profesional. No debe extrañarnos que coincidieran en intereses desde
enfoques bastante opuestos. Un episodio real encandiló a Proust. Un hombre, al
que conocía relativamente, supo de la pérdida de su padre y, así por las
buenas, mató a su madre para después suicidarse. El resultado de tan luctuoso
hecho fue un señor artículo del francés. Freud, desde su estudio, seguro que
hubiera sacado petróleo del suceso.
La
Recherche no tuvo un periplo sencillo. Su primer volumen corrió a costa del
autor y la efeméride nos permite introducir en este esbozo al admirado André Gide,
arrepentido por haber quitado a la NRF la exclusiva inicial, que ganó Grasset,
a quien Proust fue fiel hasta que las circunstancias propiciaron una traición
muy previsible si se considera su codicia y capricho. Imaginar a Gide sentado
en una silla al lado de esa cama proverbial es pura maravilla, sobre todo
porque la imagen expresa el choque de dos modos de concebir la literatura y la
tensión de una homosexualidad expresada desde perspectivas muy alejadas, hasta
el punto que el autor de Los sótanos del Vaticano, famoso por el impacto de su
Coridón, se escandalizó con A la sombra de las muchachas en flor.
Las
querencias sexuales de Proust son otro de los morbos que despierta. Diesbach
menciona burdeles de rompe y rasga del París de la Gran Guerra donde el
escritor se divertía con fetichismos que incluían ratas y, especialmente, mucho
voyeurismo. Debo confesar que el tema, salvo por el ambiente novelesco que
tiene y contiene, me interesa más bien poco, entre otras cosas porque en un
ególatra para adentro el verdadero erotismo se centró en su enfermedad, donde
las atenciones y los cuidados eran su gran orgasmo. Una vez el éxito le sonrió,
consolidándose en la posguerra, otra forma de coito fue su desfile, más intenso
por breve, del desquite, como si con la publicación de su sueño imperfecto, así
lo prueba el tormento de correcciones y otros menesteres del proceso de
edición, hubiera perpetrado el crimen perfecto de sentir el poder del que se le
había privado entre fiesta y fiesta.
Decíamos
en algún instante de este texto que Proust supo leer que una de las claves que
aseguraría el éxito de su Recherche sería adaptarla al mundo que nació después
de la Primera Guerra Mundial. Los nombres que inspiraron su magna obra se
convirtieron, casi como en el convite de los nobles de La Dolce Vita de
Fellini, en zombies ninguneados, graciosas bestias de escaparate. Cocteau,
avispado, cambió a Anna de Noailles por Picasso y Satie, Montesquiou comprobó
cómo era la inspiración de Charlus y se hundió.
Cuando
Proust murió, inmortalizado por Man Ray como si de un dios asirio se tratara,
es probable que una parte de su ser deseara el óbito, no tanto para dejar de
sufrir como para que su cosecha fuera extendiéndose desde una óptica que
acelerara el rendimiento. Una centuria después, pese a que no debe ser muy
leído, su triunfo es una evidencia que deslumbra y advierte desde lo meticuloso
que siempre cae más en desuso, como si hasta la celebración de su cima fuera
otra triste cuestión de fachada.
Céleste Albaret, Monsieur Proust, Madrid, Capitán
Swing, 2013
Claude Arnaud, Proust contre Cocteau, París, Grasset,
2013
Ghislain
de Diesbach, Marcel Proust, Barcelona, Anagrama, 2013 (reedición)
Jean-Yves
Tadié, El lago desconocido entre Proust y Freud, Barcelona, Ediciones del Subsuelo,
2013
2 comentarios:
Hay una lectura proustiana que no sé si has considerado: "Los orígenes del totalitarismo". En la primera parte, Arendt explica el surgimiento y consolidación del antisemitismo en Francia recurriendo a La Recherche, donde, según ella, se contienen todas las claves para entenderlo. La tesis es sorprendente y audaz: no se puede entender a Hitler sin entender antes el mundo de Proust.
Pues es verdad, y de la buena, porque ese mundo, que era el que siempre había estado ahí pero en el caso de París con refinamiento, debió aceptar muy mal eso de la democratización post-1918. De todos modos últimamente me ha dado por pensar que Apollinaire, además del ya conocido caso de Marinetti, se estaba protofascistizando antes de su muerte,tela
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