Mostrando entradas con la etiqueta Literatura centroeuropea. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Literatura centroeuropea. Mostrar todas las entradas

lunes, 1 de noviembre de 2010

Ewald Tragy de Rainer Maria Rilke en Literaturas.com


Ewald Tragy, inéditas páginas de autoánalisis por Jordi Corominas i Julián


Rainer Maria Rilke,

Ewald Tragy,

Navona, Barcelona, 2010,

Traducción y prólogo de Miriam Dauster.









Hora de paseo en el centro histórico de Praga. En esa Europa desaparecida un padre y un hijo circulan por una emblemática avenida. Los ritos se crean para cumplirse. Los saludos hacen descender sombreros. Todo fluye entre esa burguesía orgullosa, feliz en su inmóvil estabilidad de macabro cuento de hadas, mundo que desde la nostalgia rebosa encanto pese a llevar en su interior el gen del descalabro. El señor von Tragy repite el gesto. Hola, buenos días. Su hijo observa y deduce, no sin ironía, que esos intercambios corteses son pura hipocresía que impide el progreso, pues los paseantes agitarán todo lo que quieran, pero no se conocen, son sólo cuerpos familiares con mucho dinero en la cuenta corriente, seres humanos que comparten pertenecer a la flor y nata de la comunidad germánica de la carismática capital checa, cuna de Kafka y Rilke.

La obra inédita que nos presenta Navona se introduce en esa tesitura de desfile monetario que asfixia a Ewald von Tragy, poeta con la suerte de nacer rico y la desdicha de ser demasiado consciente de la asfixia que produce el sosiego y la comodidad de negar los nubarrones del cielo. Paradójicamente ese estancamiento de los mayores fue el acicate que los jóvenes austrohúngaros necesitaban para convertirse en los máximos estandartes culturales del continente durante un ciclo histórico excepcional en la mayoría de las artes, plenitud en la agonía que era un salto de proporciones gigantescas antes de despeñarse con el estallido de la Primera Guerra Mundial y el fin de un modus vivendi que adoraban pese a su hartazgo, que en la corta novela alcanza su cénit en un ambiente clásico del cambio hacia la rebelión.

El salón de la comida es el centro de la casa familiar, reflejo arquetípico de la imago mundi finisecular y centroeuropea. Podríamos pensar en Los Buddenbrock y no erraríamos el tiro, como tampoco lo haríamos si nuestra mente recorriera las mil estancias vienesas, praguenses y triestinas de la literatura de la época, habitáculos donde se respira una paz embalsamada y encadenada, salas perfectas en las que el polvo es una palabra del diccionario. Los comensales usan con delicadeza sus cubiertos, charlan de banalidades de clase y uno, porque sin oveja negra la velada no cumple los requisitos, discrepa y arde en su fuego interior hasta que emprende el camino de la rebelión, renuncia a la seguridad y emprende la ruta del romántico empedernido, empecinado en el éxito lírico que alcanzará volando del nido para aterrizar en otros parajes más vanguardistas que le proporcionen los estímulos útiles para abrazar la vida y soñar con un futuro diferente.

Esa ecuación la cumplió Rilke de manera dolorosa por una serie de circunstancias que se reflejan en Ewald Tragy, prosa autobiográfica publicada tras la muerte del autor, quien seguramente la escribió como expiación memorística, documento de recuerdo fundacional donde mostrar el amor al padre, el padecimiento por su malestar con la madre, la lucha de amor por la literatura, los primeros consejos y la adaptación a la soledad del guerrero, que en su batalla desprecia el lujo e ingresa en la miseria de un cuartucho que condensa su existencia en Munich entre fracasos amorosos, encuentros con vacas sagradas, anhelos frustrados y una esperanza melancólica que deriva en la enfermedad del crecimiento, hechos narrados con irónica habilidad, dado que mediante la tercera persona el autor cobra distancia de su alter-ego al tiempo que se mantiene puro en los diálogos, cargados de intensidad y energía a la búsqueda de canalizarse para rendir pleitesía a las letras y hacer eficaz el proceso de maduración personal.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Primavera de Café e Izquierda y derecha de Joseph Roth en Revista de Letras



Viena-Berlín, Izquierda-Derecha: Doble ración de Joseph Roth en el período de entreguerras
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 1.09.10


Primavera de café. Joseph Roth
Edición de Helmut Peschina
Traducción de Carlos Fortea
Acantilado (Barcelona, 2010)

Izquierda y derecha.
Joseph Roth
Traducción de
Sandra Chaparro Martínez
Ediciones Barataria
(Barcelona, 2010)


Siempre es una buena noticia recibir novedades con la firma de Joseph Roth, cuya recuperación por parte de Acantilado constituye, en mi modesta opinión, uno de los mayores logros de la edición ibérica en el último decenio. La alegría crece exponencialmente si Barataria decide apostar por este autor con un libro que demuestra toda su versatilidad y visión para ilustrar un tiempo crucial con sutiles pero certeras pinceladas. Ambos sellos han publicado recientemente dos libros ejemplares que se complementan. Primavera de café nos presenta al Roth joven y periodista en su amada Viena, mientras Izquierda y derecha nos muestra al autor de La marcha Radetzky en plena ebullición berlinesa, viviendo la capital germana y analizándola despiadadamente con su pluma de gran poeta en pleno período de entreguerras, cuando la crisis, la inflación galopante y la incertidumbre perfilaron un panorama poco halagüeño que la crisis del capitalismo en 1929 encauzaría hacia una tragedia de proporciones inabarcables culminada con la segunda conflagración mundial y el holocausto. Ambos volúmenes se complementan porque unidos configuran un fresco del mundo alemán tras la debacle de 1918 y preludian crepúsculos, nostalgias y males de difícil solución.

Primavera de café: Un canto a lo excelso del periodismo

Joseph Roth llegó a la capital de Imperio Austrohúngaro en otoño de 1913 dispuesto a estudiar germanística. Su paso por la universidad tiene poco importancia, porque el todavía adolescente prefirió pasear y deleitarse con Viena, ciudad que por aquel entonces aún expresaba en su interior ese auge cultural tan sólo comparable con París, más mencionada pero menos versátil que su rival del Danubio. El súbdito del emperador, al que rendirá pleitesía hasta sus últimos días con obras como La cripta de los capuchinos, se empapa de calles, personas y monumentos, aunque también tiene tiempo para cumplir con su deber patrio antes de la hecatombe que termine con ese sueño coronado de múltiples nacionalidades, crisol centroeuropeo único que expiró tras el cese de las hostilidades en noviembre de 1918, cuando los cañones de la Primera Guerra Mundial silenciaron su fuego y toda Europa inició su lento y estruendoso suicidio. Las águilas cedieron su lugar a la República y lo que era uno se disgregó en una miríada de Estados sacudidos por mil revoluciones, y en esas, porque siempre es lo que más importa, estaban los seres humanos, con su acuciante necesidad de adaptarse y sobrevivir con trabajos que dieran dinero que llevarse al bolsillo para sobrellevar la difícil posguerra.



Roth fue contratado por el periódico Der neue Tag y escribió su primer artículo el 20 de abril de 1919, fecha en que Adolf Hitler cumplió treinta años de edad. El escritor crecía y el futuro dictador se preparaba para su extraña carrera hacia el poder. La colaboración de nuestro protagonista con el rotativo vienés duró un año, lapso de tiempo más que suficiente para completar una serie de textos que deberían servir de ejemplo para el periodismo de hoy en día por su naturalidad y genio en tratar temas de relevancia social sin caer en ese estilo funcionarial que me atormenta cada vez que abro la prensa diaria. Una cosa es informar sin caer en lo subjetivo, y otra bien distinta es limitarse a copiar el teletipo sin poner nada personal. Las páginas de Primavera de café son una invitación a investigar y sumergirse en el entramado urbano. Su editor, Helmut Peschina, ha dividido la compilación en varias partes que constituyen una larga caminata introspectiva por el estado anímico de Viena tras perder su magia y entrar en la normalidad. Roth observa y comenta cafés, parques, arte, comida y entablando conversación con sus semejantes consigue informaciones excepcionales que van desde los problemas de la cartilla de racionamiento hasta aspectos cotidianos realmente encantadores, como la desaparición de la cobradora del tranvía, una pérdida simbólica que anuncia la mecanización, que sin duda contrasta con el ejemplo de la vieja policía del Ring o las actividades del mercado negro, por no hablar de curiosidades como la mujer más anciana, las lavanderas, los huesos que emergen del pavimento, algo típico en cualquier metrópolis con imponente pasado, o personajes verdaderamente especiales, anomalías que pueblan las calles. Es en estas entrevistas donde emerge un periodismo sabio, que entiende lo sensacional desde perspectivas diametralmente opuestas a las que centran el pulso en la actualidad. La delicia del músico ciego ennoblece toda una profesión por privilegiar la riqueza del detalle y abordar lo cotidiano con su auténtica grandeza al igual que ocurre en la visita a la isla de los desdichados, ciudad ajardinada de locos por inercia de maltrato y desdén. Quien quiera periodismo complaciente no lo encontrará en las noticias de Roth, espectacular en su juvenil honestidad que evolucionará en 1923, ya afincado en Berlín, hacia una prosa más rica en matices, capaz de prescindir del elemento humano para abrazar la maestría en la descripción de lugares normalmente vetados al común de los mortales, fichas de un tablero que amenazaba con desmoronarse sin remisión que el escritor plasma con la pasión del visitante que recupera durante un instante sus raíces sentimentales.

Izquierda y derecha o la inminencia del colapso teutón

Estamos muy acostumbrados a hablar de las dos Españas, y es posible que aún falte una obra capaz de englobar lo que significa esa expresión. Somos miedos, nos falta un gen de la concreción y la valentía para descifrar nuestra historia mediante la buena literatura. En 1929, cuatro años antes del funesto ascenso de Adolf Hitler a la cancillería, Joseph Roth decidió abordar el marasmo en que se veía abocada Alemania en una novela que desde una premisa básica, sutil y muy germánica, plasmó la angustiosa situación de la República de Weimar, con su suerte echada al oportunismo y a la demencia. La trama de Izquierda y derecha, sublime testimonio de su tiempo, se centra en las peripecias de los dos hermanos Bernheim, esperanzas de una familia afortunada hasta que la inutilidad irrumpe en su seno siguiendo el aire que arrastra a todo un país hacia confines poco deseables. El clan tuvo la dicha de ganar el premio gordo de la lotería. Sus hijos crecieron envueltos en una nebulosa propicia que auguraba éxito y ascenso social. En su juventud Paul fue un genio prematuro con el defecto de tocar demasiadas teclas sin apasionarse verdaderamente por ninguna. Su fugacidad era la derrota de la constancia. De la noche a la mañana era experto en arte, estudiaba en Oxford, emprendía la carrera militar en los Dragones y aspiraba hasta las más altas cotas. El estallido de la Primera Guerra Mundial trastocó su existencia, pero aún así no cejó en su empeño. La jornada de la derrota fue noticia por ser apaleado. Confiaba en ser un símbolo, y sino siempre quedaría el banco de papá, probo progenitor con claroscuros que le conferían una fuerza ausente en sus retoños, cínicos adalides del sálvese quien pueda pegando pocos palos al agua, siendo en este sentido Theodor el rey de reyes. Su presencia es una molestia hasta en su propio hogar, si bien sirve a Roth para introducir el tema del irresistible auge nazi con sus proclamas vacías, la violencia por la violencia y una inteligencia basada en el desconocimiento y los lemas impactantes, como si Goebbels tiñera las páginas antes del ministerio de propaganda.

La trayectoria de ambos hermanos circula acompasada a la de una sociedad desconcertada que tras la rendición de Compiègne tuvo que bailar con la más fea y agarrarse a tablas de salvación poco fiables. Lo interesante de la novela es que su narrador no se limita a explicarnos los dimes y diretes de la pareja protagonista, sino que ahonda más allá ofreciendo un mosaico del estado de la cuestión en todos sus ámbitos. Aparecen artistas que revolucionan con la vanguardia, como si con el descalabro hubiesen hallado, y así fue, la piedra roseta para sacudir con un solo golpe los viejos muebles e instalar primicias, creaciones hacia Pandora para capitanear la nave sin rumbo. Por desgracia su entusiasmo fue estéril porque la situación económica, y en ese punto el libro a veces se puede leer como la crónica de nuestro propio ocaso, era un vaso desbordándose. Primero llegó el caos, luego la inflación galopante y la barra de pan a cuatro millones de marcos. La madre de Paul y Theodor guarda los billetes en una maleta, Paul le aconseja invertir en bolsa y el dinero va perdiendo todo su valor. Sin embargo, siempre hay cambios, y por todos es sabido que en estas épocas de crisis los avispados pueden amasar fortunas, y eso es lo que sucede con el personaje clave del relato, Nikolai Brandeis, que tras su paso por el Ejército Rojo decidió transformase y optó por querer ser millonario, lo que consigue con la hipocresía de amar a la clase media, con la que sólo pretende instaurar un emporio comercial de puro capitalismo. Su escalada genera rechazo entre los viejos mandamases, jerifaltes molestos por ver cómo los advenedizos ocupan su territorio, lo que en un futuro no muy lejano terminará engendrando la alianza entre los grandes empresarios y el naciente frente nacionalista con estructura paramilitar para barrer Alemania de los culpables de la humillación de Versalles, advenedizos y judíos, rémoras para los que estaban anclados en los valores hegemónicos de la tradición. Mientras eso no acaezca, Paul y Theodor serán tratados como peleles y verán la historia pasar delante de sus narices con una conciencia agridulce al ser capaces de vislumbrar su situación desde un conformismo de quien carece de atributos y prefiere la plácida mediocridad a la espera del mañana.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Aquel sofocante verano de Eduard von Keyserling en Revista de Letras





“Aquel sofocante verano”, de Eduard von Keyserling
Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 10.08.10


Aquel sofocante verano. Eduard von Keyserling
Traducción y prólogo de Miriam Dauster
Navona (Barcelona, 2010)


Podríamos elaborar una enciclopedia de los vacaciones burguesas en la Europa Central de la Belle époque. No, no me tomen por loco. La estación estival en la narrativa en lengua alemana de finales del ochocientos y principios del novecientos se revela como un falso remanso de paz donde los jóvenes acuden a parajes idílicos donde intentan acometer con firmeza el paso de la adolescencia a la edad adulta. Normalmente ello se acelera por un acontecimiento que precipita el traspaso desde una órbita mental que, de repente, irrumpe en el plano físico. Sobran los ejemplos, desde la querida y desgraciada Señorita Else del maestro Arthur Schnitzler hasta la novela que hace poco cayó en mis manos, Aquel sofocante verano, de Eduard von Keyserling, escritor escasamente reconocido en nuestras fronteras que ahora, casi una centuria después de su fallecimiento, recibe una nueva oportunidad en Navona Editorial, excelsa en su labor de recuperar viejos clásicos merecedores de volver al panteón de los inmortales, donde no sólo deben figurar nombres demasiado publicitados por la tradición, que por muy sólida que sea puede transgredirse con incorporaciones que la iluminen en su inextinguible senda.

En el caso del narrador báltico su atormentada trayectoria parece adecuarse a la del personaje principal del texto que nos concierne. Bill, que en alemán significa el protector de su voluntad, coincide con su creador en estirpe aristocrática y vocación literaria. Keyserling fue un enfant terrible, un renegado de su propia clase que por querer eliminar su aroma originario acabó contrayendo una fatal sífilis que derivaría en numerosas dolencias hasta atizarle con la ceguera. Poco debería sospechar de esa enfermedad venérea a sus 18 años, edad del protagonista del relato, chiquillo que tras suspender un examen recibe el castigo de pasar los meses de estío en compañía de su padre, algo insólito porque el progenitor es un incansable viajero que pasa poco por casa y no tiene la costumbre de comunicarse con su retoño, para el que el encuentro con la sangre de su sangre supone un desafío en pos de entender los mecanismos que rigen el comportamiento de los mayores, que en ocasiones su padre justifica mencionando un lejano amigo turco, orientalismo que desmiente lo tautológico occidental y suena a esa famosa frase de tengo un amigo que… Dicho así suena demasiado a cuento de hadas. Aquel sofocante verano es una novela iniciática muy elaborada en su estructura, dividida en facetas que conducen al desenmascaramiento individual y colectivo. En el primero la figura paterna se impone en su obsesiva incongruencia de hombre de mundo, persona con buenos modales que mete la pata de vez en cuando para propulsar sus contradicciones al exterior. Su impecable integridad tiene manchas deducibles por detalles conversacionales, jeringuillas que lo muestran como un caradura que sabe ocultar su desfachatez mediante tópicos, difíciles de aprehender para Bill, pero no así para sus primas, quienes ya han sufrido el ímpetu de ese particular tío, cariñoso hasta un extremo poco aconsejable en ese retiro cargado de naturaleza, donde todo parece maravilloso sin serlo. En este sentido cabe remarcar como las jornadas se parten claramente entre el día y la noche. El sol sirve para adecuarse a los usos burgueses de aburrimiento y zozobra, siendo oscuridad para el protagonista, amargado porque quiere volar y no le dejan. Sólo lo consigue de noche, cuando el teórico silencio cede el paso a un baile de movimientos donde la normalidad plebeya convierte la nobleza en humanidad ávida de nuevas experiencias vitales y sexuales, y para eso están los criados, mucho más desenvueltos y prestos a la acción que sacie los instintos básicos, con lo que la luna se erige en eterno destello, cálida ambrosía que se rompe cual cenicienta al irrumpir del alba, macabro amanecer que devuelve las ilusiones a un reino secreto postergado hasta el crepúsculo, verdadero abanico de la maravilla entre heno, ríos y piel femenina libre de manifestar sus dulces pliegues.

La doble moral decimonónica y el impresionismo literario: expresar la hipocresía del tiempo en concretas pinceladas.







Siempre hemos asociado el campo con extraordinarias experiencias de tranquilidad, reposo y reflexión antes de volver a la batalla urbana. Bill no lo siente así. Es un ser inteligente y capta sin mucho esfuerzo cómo todos sus allegados interpretan un papel durante las horas diurnas, mientras él aun no ha catado la corrupción de su propio espíritu y se muestra prístino, ingenuo en sus reacciones, diferente a los demás, empeñados en recriminarle una sinceridad que juzgan enfermiza. Resulta difícil entender el porqué la historia se repite una y otra vez con distintos disfraces. La sociedad decimonónica jugó a la doble moral caminando hacia una infelicidad bañada en represión. Nosotros creemos tener más libertad que aniquilamos encendiendo la mecha para apagarla incomprensiblemente. Keyserling vio los defectos de sus contemporáneos y los plasmó con sabias pinceladas, sabiendo que bastaba con pequeñas piedrecitas para exhibir defectos y esa monstruosa tara que de lo oculto deriva hacia lo horrible, como si tanto en el exterior como en el interior se juntaran temibles gárgolas encargadas de impedir la dicha, factor exprimido hasta la saciedad en la ambigua, no podía ser de otro modo, figura paterna, omnisciente por control y simbiosis con su hijo, pues ambos se sumergen en la noche buscando subsanar las carencias que el día depara con su extenuante decálogo conductista.

Como buen narrador Keyserling no dará la estocada definitiva hasta las últimas páginas, cuando se destapa esta intriga sin intriga, trama psicológica que en su esencia formula una despiadada crítica a una contemporaneidad anquilosada, satisfecha de cara a la galería que sin embargo por querer ser humana, demasiado humana termina sucumbiendo a la animalidad más profunda, como si lo refinado fuera miseria ante la perspectiva de la cueva redentora, como si la música, ese piano siempre presente en las residencias germanas, fuera un alivio pasajero para hundir en el abismo nuestra naturaleza más pura, cautivada por lo elemental, porque dominar el malestar requiere algo más que saber estar, precisión, escaparate y pasarela.