jueves, 22 de diciembre de 2011

El libro de las maravillas de Fernando Clemot en Revista de Letras






Ser Marco Polo, soltar las amarras del conformismo: “El libro de las maravillas”, de Fernando Clemot

Por Jordi Corominas i Julián | Reseñas | 21.12.11

El libro de las maravillas. Fernando Clemot
Barataria (Barcelona, 2011)



Si echáramos la vista atrás en la Historia, y no hablo sólo de la literaria, comprobaríamos cómo determinados fenómenos generan un espléndido ruido que luego desaparece y casi nadie recuerda. Atanasio de Alejandría definió al Emperador Juliano como una nube que pasaría. Duró dos años, aterrorizó al emergente cristianismo con su obcecada valentía pagana y desapareció en las llanuras persas. El suspiro del apóstata y el símil del obispo de Alejandría pueden servir en las letras, mundo que desde hace unos años vive preso de fotos, debates estériles, generaciones inexistentes, grupos que venden modernidad a cuatro duros y una escasa consistencia que parece olvidar que la mejor arma del escritor es creer en una trayectoria que de forma retrospectiva sirva para valorar la obra, dando al recuerdo del pasado un tono unitario que juzgue lo hecho sin fuegos de artificio y con la consistencia de un discurso elaborado que no es flor de un día y sí de un trabajo diario que crea un corpus sólido ajeno a modas, tendencias y chascarrillos.

Fernando Clemot tiene su mayor virtud, y así debería ser siempre, en la escritura. Así lo entendieron los que premiaron su magnífico Estancos del Chiado con el Premio Setenil en 2009 y así lo valora quien observa que libro tras libro hay un interés por determinados temas que evolucionan en función de las inquietudes y estados de ánimo del autor barcelonés. En El libro de las maravillas el recuerdo y el viaje se funden el magma estático de una clínica lusa de reposo, si bien quizá fuera mejor definir el espacio donde transcurre la acción desde términos agónicos, pues todos y cada uno de los pacientes del recinto ingresaron en él conscientes de estar en las puertas de ese abismo que solemos llamar muerte.

El ambiente es sórdido, kafkiano en su vaivén inmaculado de puertas que se abren y cierran entre consultas, orines y desconsuelos. Uno de los condenados por propia voluntad a destilar su espera de la señora de la guadaña reflexiona sobre su existencia y la encuentra incompleta. Al puzle le faltan piezas y decide completarlas equiparándose con Rustichello de Pisa, compañero entre rejas de Marco Polo. Juntos publicaron Il milione, fantástica crónica de los viajes del veneciano en una época oscura donde sus itinerarios adquirieron categoría legendaria.

Entre el casi anónimo protagonista de El libro de las maravillas y Rustichello distan siglos que no empañan una serie de coincidencias. Ambos transcribieron lo que escucharon en su particular cárcel, que es enfermedad y paciencia de libertad, sin importar que esta sea expirar o respirar aire puro. Sin embargo, la diferencia fundamental radica en la visión autoral, pues la fascinación del hombre medieval iba por otros derroteros bien distintos a los del contemporáneo, que desea conocer para aliviar su mal y construir una pequeña enciclopedia universal que no se para en las palabras, consuelo estéril si meditamos en la posibilidad de un gran pozo que compile la infinitud humana, consuelo fuerte y útil si en el contexto de la novela, donde las sombras que pueblan el hospital gritan mediante diálogos expiatorios para ajustar cuentas consigo mismos en sus últimas horas.

“Siempre se nos ha dicho que en el pasado está la clave del presente y también de nuestro futuro, que todo lo sucedido alimenta de forma definitiva lo que eres y en lo que te convertirás mañana. En mi caso lo que pueda hacer ahora no puede cambiar un futuro que apenas tiene cuerpo así que me pregunto si no podría invertir la lógica de ese proceso”.



Mientras los demás reclusos le cuentan sus anécdotas memorables se hilvana un proceso consistente en desgranar el porqué del recuerdo a través del paso del tiempo hasta hallar su significado absoluto. Los párrafos dedicados a teorizar sobre los motivos de nuestra selección de fragmentos vitales ahondan en una transferencia de lo personal a lo colectivo hasta parir un relato único de vicisitudes hermanadas por barcos, fallecimientos inesperados, exotismo y encrucijadas. Las narraciones que Bridoso, el Doctor Bessa y Clara hacen de sus máximas peripecias enlazan con la fantasía de cruzar la frontera que media entre Occidente y Oriente para derribar la frustración de destruir el inmovilismo que suele caracterizarnos, lo apático que nos paraliza. Cambiar el paradigma, dar con el impulso que dinamite la inercia y alterar el rol para abandonar los ropajes de Rustichello y atreverse a ser Marco Polo.

Si el libro se limitara a recoger testimonios no perdería valor, pero es comprensible que ubicándose su acción en un lugar cerrado ello de pie a una segunda trama dentro de la trama. Por una parte, lo hemos visto, tenemos el hilo interior que tejen los vocablos que recuperan lo pretérito en pos de dar al presente un nuevo sentido. Por otro está la cotidianidad de la Clínica Dantas y la monotonía de sus cuatro paredes, que configura un relato de intriga entre los tejemanejes del misterioso Doctor Keita, la desaparición del galeno Andrade y las idas y venidas del resto del personal. Keita, huraño y fumador de marihuana, es el elemento sospechoso en el que recaen las dudas por su comportamiento, como si ocultara algo y fuera un guardián que preserva secretos y custodia las llaves de su templo, que más que un centro de salud evoca un manicomio con clientes atados de pies y manos por voluntad propia, certera y cruenta metáfora de la realidad que nos atenaza.

La estructura de El libro de las maravillas está concentrada en cinco jornadas con sus respectivas mañanas, tardes y noches, lo que le confiere intensidad y sustenta la premura de Mr. C en sus pesquisas. Pese a ello el ritmo es sosegado porque la intensidad no depende tanto del tono, sino de una acumulación pausada de datos e impresiones que encajan con naturalidad y forjan el armazón que Clemot seguramente pretendía, sin efectismos innecesarios ni licencias a lo banal, con la elegancia de quien sabe que las migas de pan se reparten con equilibrio si se quiere llegar a la meta con coherencia.

Otro punto a destacar es el caleidoscopio de mujeres que brotan a partir de reminiscencias. Lo femenino es un eje gravitatorio que conecta enclaves y experiencias en esta novela de un narrador dotado de especial tacto para con el léxico y que desde la desesperación es capaz de enhebrar esperanza mientras nos recuerda que conviene sacudirse la cobardía y tentar la senda de la aventura si queremos avanzar sin rémoras que nos atormenten.

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