domingo, 11 de diciembre de 2011

Lo urbano como urgencia y totalidad poética



Lo urbano como urgencia y totalidad poética, por Jordi Corominas i Julián

Artículo escrito para la revista mexicana "El ornitorrinco literario."

Puede parecer increíble, pero la posmodernidad literaria suele despreciar lo urbano porque prefiere exprimir la tecnología como bandera. Hace un siglo los ismos privilegiaron la ciudad como campo absoluto de la novedad. Las avenidas vibraban con una serie de elementos rompedores. Los coches y las ondas hertzianas acaparaban protagonismo y la velocidad cambiaba las coordenadas de la realidad. En nuestra centuria la metamorfosis se debe a lo virtual, amalgama de elementos que pese a estar insertados en lo cotidiano no son palpables. Internet es un Dios por su voluntad instantánea de información, tanto que hasta algunos prefieren pasear pulsando teclas y saciar sus impulsos de conocimiento en Google Earth, herramienta formidable que incita a soñar sin pisar la calle ni tomar una copa en un bar porque es más fácil mandar un mensaje privado o chatear. Maravilla y pecado que afecta a nuestra forma de representación, física y mental. La mayoría ha aceptado la sumisión a múltiples aparatitos que nos guían para asesinar lo imprevisible del entramado. En 2011 Dante no pediría ayuda a Virgilio para adentrarse en el Hades. Iría con un Iphone y sólo correría un riesgo que desbarataría sus planes: quedarse sin cobertura, indudable metáfora de ceguera.

Lo teledirigido de la contemporaneidad es una grave enfermedad para la imaginación. Muchos escritores de la actualidad han extraviado la fundamental brújula de ignorar la tradición para sumergirse en una vorágine creativa donde HTML, Gmail o Facebook son más importantes que un suspiro o un sentimiento. Renuncian a la normalidad del exterior, que ha sido desde siempre inagotable fuente de sabiduría, aprendizaje y maduración literaria, tesoro incalculable que al ser despreciado implica la violación de otra norma básica: escribir sirve para comprender el entorno. Los autores que logran universalizarlo figuran en un panteón inmortal al ser comprensibles en cualquier época y contexto porque hablan de temas que impactan sin necesidad de recurrir a modas y tendencias. Excluyendo el campo de acción al aire libre desbaratan una clave poética esencial: la epifanía. Algunos objetarán que aún podemos dar con ella navegando. Sí, es cierto, aunque seria triste comparar la fugaz mirada de una mujer en la calle, belleza que se desvanece y permanece, al placer de dar con una foto espectacular en un blog. Si llegamos a esa imagen es porque con anterioridad hemos trazado un recorrido previo de enlaces para alcanzar la sorpresa.


A mediados del siglo XIX Charles Baudelaire se convirtió en nuestro padre. Paseaba por un París ansioso de reformas, princesa de fango que ansiaba mármol. Los campos elíseos eran el paradigma. El poeta lucía su corona de laurel e intentaba cruzar mil calzadas sin manchar su distinguida figura, amenazada por carromatos, obreros y una acuciante lluvia. Esta diversidad de elementos se alió y, de repente, el autor de Las flores del mal vio caer su símbolo lírico. Feliz, sonrió. Había despojado su ego de la consabida sacralizad del bardo, ser que finalmente se atrevía a descender de las alturas para instalarse en el reino de a pie, normalidad callejera que confería a los versos otra dimensión trascendente que aceptaba despojarse de solemnidad. El abandono de la torre de marfil marca una precisa línea de compromiso con lo que nos rodea y es una victoria del hombre hacia el hombre. Con su apuesta por una poesía que afronta lo urbano, el genio francés asumía el reto de contemplar lo urbano como un perfecto microcosmos de lo visible desprovisto de mediación metafísica a la antigua. La magia, la dicha de la observación que deleita, puede estar en cualquier esquina.




Vivo en Barcelona. Mantenemos una cordial relación de amor-odio que se intensifica cuando paso largas temporadas en una casa rural, exilio voluntario que me permite recobrar energía y canalizar mis ideas gracias a la ortodoxia de las manecillas del reloj. Su tic tac en el silencio del campo no se acelera, fluye ajeno al ruido mundano . En la ciudad circulamos nerviosos y escribimos acomplejados, como si fuéramos el conejo de Alice in Wonderland y la cronología diaria fuera una impuntual pesadilla agravada por infinitos contratiempos telefónicos, laborales, ociosos y de índole doméstica. Las horas enarbolan su melodía cardíaca y, casi sin darnos cuenta, caemos otra vez en la noche y quitamos una hoja al calendario. Las prisas, impuestas por un ritmo que nos torea, sí son malas compañeras. La concentración se resiente. Sin embargo, reconozco que el trajín de la urbe es beneficioso al proporcionarnos la totalidad en miniatura, algo que intenté reflejar en mi poemario Paseos simultáneos a través de una suite de 136 poemas, resultado de la irresistible atracción que supone cerrar la puerta con llave y dejarse seducir por la calle, sin temory con las antenas bien puestas. Explico su génesis porque guarda estrecho parentesco con el tema que abordo en este modesto ensayo.




En la primera parte de Paseos simultáneos diseccioné el método y las intenciones que impulsaron mi búsqueda. Entre enero y marzo de 2008 me sentía desorientado. Venía de terminar un relato muy detallista en sentido clásico y mi cuerpo dijo basta. Enfermé y la fiebre se apuntó a la fiesta del caos. ¿Qué hacer? Una libreta roja tenía la respuesta. Empecé a tomar notas compulsivamente, apuntando palabras sueltas que me regalaba la calle, ocurrencias de amigos y pequeñas minucias significantes que adquirieron universalidad al ser Barcelona una ciudad global, Babel proclive a la fusión de culturas. El poema de apertura avisaba con el anhelo de tener todos los balcones para remediar el crimen de no mirar más allá de la ventana. Mezclé idiomas y aspiré a una concreción diáfana que el poema Visión sintetiza, fórmula meridiana para desprenderse de tanta sabiduría y volar ingenuo entre los muros del sitio que me vio nacer.

El otro día vi
un lenguaje sin ataduras
que respiraba calle, bar
mente, paseos de todo
tipo mezclados en verbo
colectivo,
La unión de vocablos
lleva a la plasmación
de la realidad sin adornos,
como la escucho, la visiono
la concibo, la invento
por deformación y vuelo
con inéditas gárgolas.
Me importa el todo, uno no sirve
si no es
plural.
Me muevo y escribo.

La continuidad estructural del poemario hace que cada una de sus partes dependa de las demás, circularidad que pretende igualar el vaivén ciudadano, donde hay pausas pero nunca son definitivas porque la llama no se apaga, siempre hay eterno retorno con variaciones que deben su diferencia a que nunca nos bañamos en el mismo río. La simultaneidad, ya anunciada en el título, del paseo gana peso al enmarcarse en un período histórico con metrópolis que acogen en su interior una pléyade inagotable de sucesos y tramas. Del yo observador pasé al colectivo en el papel porque con anterioridad lo había catado con mis ojos en la superficie tras vislumbrar que el poeta es Teseo y lo urbano una invitación a enfrentarse con el Minotauro.

El cigarrillo de
entrada a
Barcelona es
mero miedo
al laberinto.

Desentrañarlo es nuestra misión. Las armas para conseguir nuestra meta están en el cerebro y en la flexible disciplina del paseante. En mi caso elegí aprovechar con plenitud los intervalos muertos que regulan las actividades de la jornada. Si debo dar una clase a las seis y media opto por programar mi agenda para caminar cuarenta y cinco minutos y llegar al centro educativo con puntualidad británica. Durante ese lapso de tiempo, relajante hasta extremos insospechados, aconsejo olvidar los auriculares en su cajita y emprender la marcha aprisionando los prejuicios contra la monotonía de la normalidad. No hay que creer en la línea recta. Los enlaces se revelan al pasar página e ir de un punto a otro no es un mero tránsito, sino un misterio donde toparse con hileras de sostenes que el viento ha depositado en cien metros, graffitis que se alían con frases infantiles, sonidos estrambóticos, colores inesperados, el placer de extraviarse y la conjura privada que predica con devoción el arte de querer asombrarnos con la pura libertad de juzgar el ambiente como un ente ilimitado del que extraer una incalculable cantidad de jugo. En ocasiones somos tan perezosos con la calle que ni siquiera alzamos la cabeza para completar el conjunto con techos, pájaros, estatuas o aviones, belleza que atiende paciente una llamada al vacío que llenamos con insaciable curiosidad.

Los formatos de lo urbano en poesía: cuadrar el círculo.

La poesía en catalán tuvo la fortuna de ver enrolado en sus filas a un chiquillo que por las noches vigilaba el puerto y abrazaba la luna en sus ensoñaciones. Se llamaba Joan Salvat-Papasseit y era más inteligente que los demás literatos de su generación. Absorbió con fruición las influencias del vanguardismo e incluyó en sus poemas items de modernidad que iban desde las luces de neón hasta el caligrama que Guillaume Apollinaire retomó en Francia. Su alumno catalán, que también incorporaba a sus versos léxico extranjero, quería experimentar y presentar temas que transpiraran actualidad. En este sentido son encomiables su versos de la chica del tranvía, estética estática siempre en movimiento salvo en las paradas. En una de ellas la joven se baja y finiquita el hechizo.




Asistimos a una brutal época de grandes transformaciones socio-históricas, comparable sin ningún atisbo de duda a las primeras décadas del siglo XX. La belle èpoque, cretina en su optimismo descuidado, donaba al Planeta un legado con claroscuros. Las distancias eran más cortas y la tecnología brindaba férrea seguridad en el progreso. ¿Les suena? Lo que otrora se manifestaba en forma de automóvil y teléfono ha adquirido otras dimensiones que Internet aúna como maná del ingenio tecnológico transportable por tierra, mar y aire, herramienta de contacto que almacena periódicos, mapas, correos electrónicos, fútbol online, bitácoras, sexo, enciclopedias y un interminable etcétera al gusto del consumidor. A partir de su consolidación, la informática y la red han capturado a muchos pescadores que han caído rendidos a su reclamo, que garantiza estar en la cresta de la ola. Agustín Fernández Mallo, quizá el más coherente en su postura, ha reproducido un viaje virtual en Google Earth que repite un paseo de Robert Smithson. De este modo el autor de El hacedor de Borges (Remake) inventa una excusa para tratar el Land Art y el arte conceptual. En otro fragmento del libro inserta un código con datos incomprensibles que recogen mensajes, llamadas y e-mails de las Torres Gemelas el funesto once de septiembre de 2001. Otros poetas han introducido emoticones en sus versos para escandalizar desde un gamberrismo muy inocente porque sólo pretende ser efectista.

El problema radica en abusar. Desde que el mundo es mundo los nuevos recursos se han combinado con los pretéritos para mejorar las formas representativas de la realidad. Es legítimo usar sólo unos u otros, pero quien practique la exclusión quedará fuera de la partida al no saber asimilar las mutaciones que han aterrizado para quedarse entre nosotros.

1 comentario:

June dijo...

Te recomiendo los libros de Manuel Delgado, antropólogo. Suele escribir antropología urana y creo q sobretodo de Barcelona pq es de aquí. Un saludo,

Penny Lane