El saqueo, por Jordi Corominas i Julián
Voy a contarles otra vez una batallita de adolescencia. Corría 1993 y me quedé solo en casa. Por aquel entonces servidor sabía cosas de su ciudad, pero por imperativos del guión infantil mis límites urbanos eran muchos. Ese día decidí matar el silencio de esa época sin internet ni telefonía móvil con un paseo insólito por Barcelona, y lo era porque no es lo mismo vislumbrar la realidad desde un coche que a pie, sintiendo que la calle se funde contigo y te ofrece un sinfín de posibilidades.
Los colores que mi mente ha guardado de la anécdota empiezan en Plaza Cataluña, que por aquel entonces era un espacio libre y soso, anestesiado de su otrora afán revolucionario entre palomas y pedigüeños que calentaban los bancos de piedra. Esa noche unos guiris jugaban a fútbol en su círculo, impregnado de gritos jocosos y un silencio que hacía observar el centro de la capital catalana con otros ojos, como si ese ligero remanso de paz indicara, ahora que han pasado casi veinte años, una alteración de la forma.
Todo puede traducirse en un aire desangelado y mucha menos condición acústica en la transición de un tiempo a otro. Por aquel entonces la urbe condal vivía la resaca de sus exitosos juegos olímpicos, brusco despertar de un triunfo que conllevó pausa en la vorágine, un preludio a otro boom, consecuencia del anterior, hacia el parque temático por y para el turisteo con el plus de una cultura frágil, unos gobernantes provincianos con mediocres delirios de grandeza y la idea de la fachada por encima del contenido. Muy posmoderno, muy de ocultar flaquezas para exhibir inexistentes dádivas bien creíbles para los que no residen en el monstruo de amor y odio.
Nada simboliza mejor las dinámicas históricas de Barcelona que La Rambla. En 2012 sale del alma, que plantea la cuestión desde una absoluta objetividad, que la emblemática avenida ya no pertenece a sus ciudadanos. En ese lejano paseo estaba desierta, era la una de la madrugada y recuerdo transitarla desde una completa ignorancia matizada por las múltiples menciones que el lugar merecía en charlas familiares, medios de comunicación y efemérides varias de extraños y conocidos. Tenía una idea de su importancia sin haberla pisado en condiciones. Bajé el quilómetro y medio de su recorrido abrumado por sus focos narcóticos que iluminaban quioscos, paraditas, aborígenes borrachos y muchos travestis con bigote sin la gracia de Freddy Mercury en el I want to break free.
Terminé la ruta adentrándome en Escudellers y a las cinco de la mañana regresé a mi hogar porque tenía clase en la escuela, cursaba octavo de EGB, y tocaba levantarse pronto.
Aprobé los exámenes, gané independencia y un lustro después ya poseía un diccionario de La Rambla a través de mi experiencia. Los quioscos eran fascinantes por su prensa extranjera, la zona se infestó de sus célebres prostitutas nigerianas y los extranjeros empezaban a frecuentarla sin ocuparla salvajemente. Ese tono mixto, entre lo popular que se recuperaba y el retorno de la sexta flota sin galones, se mantuvo hasta que BCN se comió todo el pastel. Fue un período plácido aquel que desde mi ingenuidad me brindaba la ocasión de sentirme orgulloso de ser barcelonés y cumplir con la tradición de visitar el santuario que termina en Colón. Me divertía con flamencos de pacotilla, estatuas parlantes imitadas en medio mundo, personajazos avant la lettre y la posibilidad de sorprenderme con cualquier aparición estelar. La calle se parecía a la canción que Quimi Portet dedica a nuestra protagonista, canalla, deslenguada y con una vida que iba más allá del asfalto para abrazar balcones, neones y rituales de lo imprevisto, quizá porque el Raval aún no había ido al registro a cambiarse el nombre y seguía siendo el chino, y eso es muy importante.
Se habla en el fútbol de los laterales y de su capacidad ofensiva. Los jugadores completos que ocupan esta posición, los que gustan a los buenos aficionados, suelen contener bien al enemigo con el añadido de alargar su trayectoria en peligrosas carreras hacia el área rival. La Rambla goza de dos ángulos adyacentes de excepción. La parte izquierda conduce al gótico, aunque desde un punto de vista canónico las callejuelas importantes de su biografía son Portaferrissa, Ferrán y Escudellers. La primera implica la putrefacta nobleza del Marqués de Comillas y su Palau Moja. Los que circulan por esa parte nunca vieron al retrasado Clemente García bailar con un esqueleto en la Semana Trágica, y con toda probabilidad tampoco coincidieron con Joan Clos enfundado en una capa negra con sus ojos de loco una tarde otoñal de principios de siglo. En Ferrán, enclave dedicado a la infausta memoria de Fernando VII hasta que los comerciantes cancelaron el número, la dirección es de previsibilidad municipal. Cardo y Decumanus. Escudellers era la mina prohibida con oro de vicio, contrabando y ebriedad que depara magia.
En la parte derecha topamos con Carmen, Hospital y Nou de la Rambla, conductos hacia el Chino y el Paralelo. La eliminación del barrio más subversivo del Mediterráneo tiene hondas connotaciones culturales de olvido histórico, reemplazado por filmotecas, hoteles con lámparas prostibularias para ricos y plazas dedicadas a Vázquez Montalbán que a buen seguro provocan arcadas al finado en su huequito en el infierno positivo. En esa miserable esquina donde confluyen estos elementos hay una placa dedicada a la memoria de Salvador Seguí, del que no se recomienda hablar en exceso. Ni de él ni de nada relacionado con la Historia de lucha obrera de Barcelona, desterrada y manipulada también en el Paralelo, donde hace pocos meses el Ayuntamiento tuvo la desfachatez de quitar un letrero que recordaba la huelga de la Canadenca de 1919. El poeta y periodista Xavier Theros destapó el cambiazo en un artículo y la memoria volvió a su lugar, pero eso, pese a la loable de la acción del fundador de accidents polipoètics, no es suficiente, entre otras cosas porque la inextricable unión de La Rambla con el Paralelo ha desaparecido, casi como lágrimas en la lluvia. Ahora ambos puntos cardinales son vías descoordinadas de una magnífica tristeza, con brillo por lo pretérito y podredumbre presente, y es una lástima, porque tales sitios conservan una poesía que se desvanece sin remisión, condenada a ser pasto de cuatro gatos que encienden la llama con consciente melancolía.
Escribo estas palabras mientras los hipsters, ese extraño colectivo que suele hacerme pensar en el MacDonalds y en el atraso secular de España, protestan por el cierre del Apolo, otro más en el largo elenco de emblemas clausurados como la sala Cibeles, la Paloma y otras leyendas que caen ante el nuevo orden que quiere despojar al tejido de su ADN en pos de imponer una superficie despolitizada para enhebrar una cuadrícula similar a una sala de juegos, idóneo Monopoly para visitantes dispuestos a gastarse un dineral y ofrecer publicidad gratis que perpetúe la cadena. El patrimonio puede irse a la mierda, y quienes lo dilapidan saben muy bien que denunciar el expolio de espacios delimitados por el aire es más complicado, siempre que no me dé por tener íncubos grotescos son sombreros mexicanos, paellas de plástico e invenciones de postalita.
Toda esta reflexión venía porque hace pocos días terminé la Breve historia de La Rambla de Enric Vila, obra que desmenuza la singladura de la avenida desde 1714 hasta la actualidad. Y lo hace captando bien el esplendor, esperanza truncada con la Guerra Civil, de civismo, aparcando como quien dice lo fundamental de la mezcla entre ricos y pobres al privilegiar una perspectiva meramente popular de ese oasis irrepetible. Al final del libro el autor insiste en que el franquismo, y no le quitamos razón, canceló su atractivo hasta metamorfosearla en un escaparate gracioso, útil para una fotografía, perfecto para creer en la existencia de un casticismo que no nos abandona.
Sin embargo, Vila cierra el volumen con una diatriba basada en que La Rambla ha borrado su consistencia porque ya no simboliza los valores catalanes que le dieron fama internacional. ¿Vamos bien? Hasta hace bien poco uno de los reclamos más kitsch de sus tiendas de souvenirs era un DNI de Franco, de los de María Castaña, grande, tanto que no cabía en el monedero. Los guiris lucen camisetas del Barça y algunos sonríen. La imbecilidad se reparte con una varita en manos de los que ostentan el cetro, contentos por fortalecer la pantomima, orondos por esconder el fascismo sin que ello signifique su práctica desaparición, sólo ha mutado desde la cortina de humo, muy voluntariosa, sumamente indigesta en su saqueo, metafórico y literal, del patrimonio que a todos nos pertenece. Sacudan la niebla, por favor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario