domingo, 2 de diciembre de 2012

Sólo quería hablar del caballo de Fuseli, Revista Excodra




Sólo quería hablar del caballo de Fuseli, por Jordi Corominas i Julián

Desde hace una temporada noto que sólo recuerdo mis sueños cuándo estoy fuera de Barcelona. Si viajo y procedo al rito de abrazarme con Morfeo tengo experiencias oníricas maravillosas, y lo mismo sucede si decido emigrar al pueblo durante unos días. La calma rural aporta sosiego a las sinapsis, que se recrean en mil aventuras imposibles de retener en la urbe, enemiga de esas fantasías inconscientes, ceremonias invisibles de pasaje que solemos desaprovechar pese a la idea primigenia e infantil de su magia, maravilla que, tras el despertar, suele evaporarse en pocos minutos.



Hay una anécdota poco conocida de Federico Fellini. El gran director transalpino dibujó durante decenios sus trances en la cama. Abría los ojos por la mañana y corría hacia su cuaderno para inmortalizar esos viajes libres que nos depara la noche. Esa actividad dio rienda suelta a un imaginario único, y fue así por desterrar la pereza del diván donde solemos activarnos con cafés y algo de comida. El artista de Amarcord optaba por lo mismo, pero antes, como un buen peón de sí mismo, ajustaba cuentas con la luna entre lápices, pinceles en un diario quizá más importante porque mostraba las consecuencias de la jornada.
Al soñar penetramos en la senda de la conclusión diaria, un resumen de sensaciones, encontronazos, placeres y deseos que nadie nos puede quitar. La acción felliniana es como un conjuro que desafía la amnesia y anula las fronteras entre la realidad y su idóneo lapso de ocho horas entre sábanas y oscuridad.
Hay una interesante paradoja en esta cuestión, muy elemental, si quieren. Al dejar fluir el río onírico permanecemos estáticos mientras la mente nos mueve a lugares, situaciones y vivencias que están clausuradas en nuestra caja de pensamiento. Sin caminar damos con la tecla de un avance supersónico que nos transporta a enclaves que pisamos sin gastar la suela de los zapatos.


Hace tiempo que no se repite en mi testa, pero, como todo el mundo, tengo alguna que otra quimera redundante mientras me aposento en el lado bueno del lecho después de contar ovejas y dejar que la radio se apague a los cincuenta y nueve minutos. Estoy en París, en una de sus suntuosas estaciones decimonónicas. Miro los marcadores con los horarios, noto el bullicio de sudor humano intercalándose entre mis angustias y, de repente, opto por una salida digna, analizo las cuadrículas pétreas que generan esquinas y balanceo mi cuerpo para enfilar una que abre un ángulo hacia lo desconocido y sin comerlo ni beberlo la distancia entre la ciudad de la luz y Roma se ha reducido a menos que nada. Llego a la Urbe y me reciben unos amigos con un descapotable al lado del río, con sus árboles en pleno flirteo con el viento. Dejamos atrás el Lungotevere y los semáforos nos ayudan a alcanzar mi meta, mi antiguo hogar, donde los vecinos, apostados en mugrientos balcones de polución y periferia, me saludan entusiastas.





Los sueños están compuestos de lo imprevisible, ahí radica parte de su gracia. Tanto puedes aterrizar en una villa holandesa y deambular desnudo como hacerlo por una barriada de Barcelona donde la gente se ríe de ti. En el caso neerlandés recuerdo que el pueblito era espectacular, casi como una pintura de la edad de oro de los Países Bajos. Lucía el sol, circulaba en cueros y mis semejantes me ignoraban hasta que subí a una casita de esas que parecen de cuento y me acogió la hija joven de la familia. Nos encerramos en una habitación e hicimos el amor hasta que su madre irrumpió y nos expulsó a la calle. Éramos Adán y Eva sumidos en el desprecio ajeno. La chica, de piernas torneadas y curvas que ni las del Garraf, clamaba al cielo por un poco de atención, algo que llegó cuando, harto de la situación, me dirigí a una pareja que respondió con mutismo a mis súplicas de reconocimiento en cueros.


Lo erótico juega con el trauma más que ninguna otra efeméride del ritual de conciliar lo palpable con lo volátil. Desde la cópula con la profesora en el instituto hasta el polvo con una turbadora desconocida, el horizonte está repleto de matices carnales que no solemos comprender a la primera y que a buen seguro harán las delicias a Freud en su sofá del infierno, donde ríe a carcajada limpísima por su revolución que ahora está de moda despreciar, como si antes de Viena tuviéramos la libertad actual en lo de escarbar en nuestro interior. El psicoanalista se casó con la máxima délfica.

Abrí los ojos. Lo hago ahora. No suelo practicar el noble deporte hispano de la siesta, y por lo tanto no sé muy bien cómo sabe Oniria en ese plácido interludio de media tarde. A falta de pan buenas son tortas. Cada uno de nosotros suele escoger sus distracciones en función de unos intereses bastante relacionados con la ilusión de una brújula que nos propulse a un paraíso utópico que en mi caso se halla en partículas cotidianas que reordeno mientras mis ojos captan la realidad hasta estrujarla desde una óptica positiva. Siempre he pensado que las personas somos aburridas porque damos todo por hecho. Nos conmovemos escasamente con lo que nos rodea, y es una lástima, porque eso sólo demuestra nuestra sedación desde lo pedagógico, como si ya fuéramos incapaces de aprehender varitas en lluvia, sonrisas, esquinas y pequeñas migas del camino, repleto de una fábula que se escribe simultáneamente en cualquier rincón del Planeta. Al resignarnos a unas coordenadas fijas levantamos la bandera blanca, factor agravado en lo cultural por un seguidismo a formas tradicionales que con ligeros retoques quieren presumir de vanguardismo. Las nubes cubren el cielo y la pesadilla derriba cimientos para refundar una perpetua mediocridad.




A nivel literario los sueños pueden medir la obsesión por el proceso creativo. En verano de 2005 preparaba mi segunda novela en catalán, Colors. La trama transcurría en un enclave utópico con centro en un paseo rodeado de árboles y masías. Procedía a reposar y mis neuronas ejecutaban una sinfonía que completaba la redacción diurna. Veía personajes, enclaves y hasta mejoraba con leves bríos lo concebido en las horas laborales. El texto contenía abundantes dosis de delirio, lo que sin duda influyó en la extensión de su machaconería en el asueto de la vigilia de los pajaritos y sus trinos, alarmas naturales que no han retirado el sonido pese a la tecnología.

Quería terminar mi reflexión con una deriva hacia lo que anhelamos en el futuro. Escribo estas palabras refugiándome en la actitud de mis abuelos. Aún no se han abierto las urnas en Cataluña y noto una profunda desazón por la inminencia de un resultado vendido por un oportunista como un sueño barnizado de banderas que escurren el bulto de recortes y un porvenir de penuria. Esta derrota de la razón huele un poco a Europa en los años treinta del siglo pasado, época trágica que evitaremos juntando fuerzas, y eso sí que es un sueño auténtico, el de andar juntos para mejorar la sociedad. A veces, sobre todo en medio de crisis tan turbulentas como la que padecemos, lo mejor es darse la mano y aparcar en un ángulo tanta codicia y ego para ir más allá y recoger el testigo de la comunidad, divisa sin colores que debería inundar el panorama de la justicia.


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