miércoles, 20 de marzo de 2013

Todo lo que era sólido de Antonio Muñoz Molina en Revista de Letras


La pasión calmada desde un nuevo regeneracionismo: “Todo lo que era sólido”

Por  | Destacados | 19.03.13
Todo lo que era sólido.
Antonio Muñoz Molina
Seix Barral (Barcelona, 2013)
Todo lo que era sólido. Piensas en Marx. Completas. Sí. Se desvanece en el aire. El título del último ensayo de Antonio Muñoz Molina es una metáfora de nuestro tiempo, donde por otra parte también es posible observar cementerios con andamios, obras paralizadas, museo al aire libre de la que podría haber sido la crónica de una muerte anunciada.
Pero más que de la crisis, que también, el autor ubetense se centra desde una visión global en España. Como problema, como sempiterno retablo de las maravillas quijotesco acrecentado por errores que emergen en la Transición, cuajan en plena democracia y configuran una imagen de país que roza el absurdo.
Lo hace desde el cambio en el relato histórico y en renuncias de moralidad en la izquierda para coger con gusto su parte del pastel de poder, traición que desprestigia lo ciudadano y apunta al inicio de la decadencia. Conservadores y socialistas, reciclados del régimen y antiguos antifranquistas optaron por, en vez de una unidad, propiciar diecisiete que se identificarían, algo muy romántico, mediante fiestas y símbolos basados en la tradición, para mayor gloria de lagarteranas, falleras, barretinas, coros, danzas, procesiones y todo el panorama que encierra en su interior la paradoja de un pensamiento común que exalta, al tiempo que propulsa problemas, naciones que nunca habían existido. El invento de tanto café comunitario conllevó a la creación de gobiernos autonómicos con sus funcionarios y de las festividades, en las que poco se recorta, se pasó a la ambición de grandes eventos, inútiles obras megalómanas y el chollo de la promoción de la marca Valencia, Illes Balears o Castilla-León. Los líderes de estas comunidades se han perpetuado en el poder, signo evidente de una democracia insana donde los gobernantes parecen de cortijo, caciques elegidos por votos sí, pero con, hasta que se les ha girado en contra, unas medidas populistas que eran una panacea barroca.
Barroca porque el edificio se diseñaba sólo con una fachada que desataba el miraje de la abundancia, que en realidad era de pocos a costa de muchos.
El boom del ladrillo, y la interesante disección que Muñoz Molina hace de la palabra pelotazo, es otra imagen significativa. El país perdiendo tierra auténtica a base de casas que quizás nadie habitará. Mientras eso sucedía Camps y los demás presidentes, alcaldes y concejales vivían la orgía del entremés hispano allende los mares, con galas y cenas en Nueva York para presentar el producto, la marca que fuera para un selecto público consistente en la delegación de turno y cuatro estadounidenses despistadas. Todo ello a costa del erario público, claro, y con unos minutos televisivos en prime time para vender la moto.
Antonio Muñoz Molina (foto © Ricardo Martín/Seix Barral)
La clase política ha manejado a su antojo las riendas del cuadro quijotesco que ha derivado en la putrefacción actual. El autor terminó el libro antes del caso Bárcenas y la escalada de corrupción en cualquier institución estatal. No importa, porque las palabras suenan y son actuales,  detrás hay una profunda reflexión que se complementa con investigación de las fuentes, factor importante teniendo en cuenta que el último ganador del Premio Jerusalén vive en Nueva York, hecho que le da un papel de observador externo e interno por sus visitas a España y su continuo interés en la evolución de la piel de toro.
Ello se aprecia en una línea que entronca con La noche de los tiempos, su última novela, desde una visión alternativa del típico cainismo y un gusto por el detalle concreto dentro del gran mapa de la Historia. La propuesta diferencial parte de la coherencia al no ser ni de unos ni de otros, apostar por el diálogo, una utopía desde los pactos de la Moncloa, y creer en una tercera vía que es la del sentido común, la misma que acude a hemerotecas y escarba hasta dar con minucias significantes que presagiaban la catástrofe.
Apartamentos en la playa, extraordinarias oportunidades de crédito, optimismo salvaje en la economía. Dentro de nada seremos una potencia de primer nivel. Escaseaban las esquelas mortuorias -tan presentes ahora, como si se despidiera el mundo de ayer- y los artículos potenciaban las glorias deportivas. El escaparate rendía a pleno gas y Muñoz Molina lo registra, se viste de notario para deducir y sacar sus propias conclusiones, donde no queda exenta la crítica a su propia generación.
Las tijeras perpetradas a la sanidad y la educación, las mil privatizaciones y el descaro son consecuencia de la nula voluntad de educar a la ciudadanía para que valoren la democracia y puedan participar de ella. A falta de pan buenas son tortas, pero al final quien ha optado por esta reacción, pedagógica y necesaria, es la población civil, que exhibe una nueva conciencia que ha agitado unas más que legítimas ansias de cambio y reforma verdadera.
A veces da la sensación, y así lo explica Todo lo que era sólido, que la mayoría piensa en el éxito de los servicios públicos, monumento de un esporádico Estado del Bienestar, como algo que existe desde siempre. Su desmantelamiento es una de tantas incertidumbres que nos rodean, actos críticos que podemos subsanar si olvidamos los reinos de taifas y  a sus gerifaltes de charanga y pandereta para encaminarnos a dialogar y hallar soluciones que den luz a tanta miseria de todo tipo.
El libro del autor de El jinete polaco es una buena noticia. Si bien es cierto que muchos escritores con columnas han reaccionado y hasta algunos se han atrevido con lo que podíamos denominar “novela de crisis”, hasta ahora fallidas en su mayoría, también cabe recalcar que ningún autor de prestigio se había atrevido a hilvanar una reflexión bien meditada de las problemáticas actuales y un retorno comprensible del me duele España. En Todo lo que era sólido un nuevo regeneracionismo se hermana con su anterior versión desde una óptica lucida que no desprestigia el vocablo, tan denostado y maltratado en bocas como las de Esperanza Aguirre o Rosa Díez.

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