Sí, también la escuela: “Pero ¿qué será de este muchacho?” De Heinrich Böll
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 6.03.13
Heinrich Böll tenía quince años y siete meses el treinta de enero de 1933. Ese día el octogenario Mariscal Paul von Hindenburg proclamó Canciller de la República de Weimar a un tal Adolf Hitler. El nombramiento significaba la defunción de la democracia en Alemania y el inicio de doce años de íncubo para la Historia Universal, años que coincidieron con la edad decisiva de uno de los mejores escritores teutones de la segunda mitad del siglo XX.
¿Qué será de este muchacho? La cuestión se la han preguntado mil padres de mil lugares del mundo. A Böll le sirvió en su otoño vital para reflexionar sobre el período en que del estudio se pasa a la edad adulta, pero claro, no es lo mismo hacer codos en plena eclosión del nazismo. Un adolescente normal aprobaría las palabras del novelista germano: sí, la escuela también. El recinto de las clases como rutina repetitiva de relativa importancia porque, estarán de acuerdo conmigo, a esa edad la mente y el cuerpo quieren otras cosas alejadas de los libros de texto. La calle se convierte en un templo del respiro y conocimiento. Quizás los adolescentes de 2013 puedan percibirla agreste, aunque al menos, si así lo desean, aún pueden usar su prerrogativa de protesta o besuqueo público, que por ahora nadie les multará ni encarcelará.
El joven Böll formó parte de una oposición silenciosa. Su familia era católica y padecía el ascenso de la barbarie desde un silencio que sólo se rompía en la paz de los muros del hogar, y no siempre, pues en esa época la lucha por penetrar en la ideología de cada individuo era un reto mayúsculo que marcaba la pauta de las conversaciones. La experiencia de la vejez hace que el Premio Nobel de 1972 analice con soltura, y con el poso de quien avisa con sus letras, los comportamientos de los mayores, padres, parientes y profesores que desde el mero acto oral de hablar en circunstancias más que complicadas lograban transmitir un halo de esperanza que, asimismo, era de preocupación.
Y no era para menos. Entre 1933 y 1937 la deriva de Clío viró hacia el marasmo. En este sentido es interesante la manera en que Böll narra a partir de detalles cotidianos episodios como la noche de los cuchillos largos. Las pintadas hablaban de la homosexualidad deErnst Röhm, líder de las SA, y el aire se nutría de una espesa capa donde lo subterráneo se expresaba desde una doble vertiente ciudadana y política. La primera a la espera. La segunda, como siempre, tejiendo los hilos para desmontar las estructuras en su beneficio y apuntalar su autoridad con actos de terror que revertían la humillación de Versalles y conducían a Europa hacia el cataclismo. Es lo que Joachim Fest llamó “los golpes de fin de semana”, escenas brutales que durante el lustro previo a la guerra coronaban la ansiedad del Führer entre purgas, incendios, desfiles, anexiones, invasiones, cristales rotos y conferencias de paz.
La vida, siempre es así, continuaba. Los dilemas morales que exprime el muchacho que quería dedicarse a los libros tienen una textura más potente porque se expresan desde la lógica del absurdo que suelen imponernos. Amor a la patria, fidelidad a la bandera, devoción por los mandamases y morir por Alemania a toda costa. Acatarlos era una necesidad de la apariencia en pos de sobrevivir, no era posible cerrar los ojos y esperar que el mañana se vistiera con otras galas. La solución adoptada por Böll, que luego tuvo que luchar en varios frentes de la Segunda Guerra Mundial, fue apurar la colilla pedagógica, someterse al examen de bachillerato y comprobar que las leyes raciales de Nuremberg de 1935 habían aumentado, era obligatorio pasar una prueba de biología, la fabricación de tiza rosa por obra y gracia de Mendel.
Otra opción era apuntar a un miembro de la familia en alguna agrupación nazi, colocar la esvástica en el salón para no levantar suspicacias y llorar el advenimiento de la muerte masiva. La impotencia flota en este texto autobiográfico, si bien su presencia asfixia con la elegancia propia de una pluma excepcional, sin dramatismos ni aspavientos, prosa limpia que con poco dice mucho y denuncia la locura colectiva de la seducción del Nacionalsocialismo como advertencia para cualquier ser humano, tenga o no dos dedos de frente. El humanismo que impregna las páginas de Pero ¿qué será de este muchacho? a veces se observa desde latitudes cínicas, muy normales en nuestro período, como algo desfasado porque su pasión viene de la coherencia, y bien, creo que la fórmula siempre es adecuada porque se basa en principios que si se olvidan determinan rumbos nada aconsejables, y creo que precisamente la reflexión irónica, cabal y consecuente del autor de El tren llegó puntual es siempre útil para combatir fanatismos y manipulaciones.
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