miércoles, 13 de marzo de 2013

Un año ajetreado de Anne Wiazemsky en Literaturas.com


Un año ajetreado de Anne Wiazemsky, por Jordi Corominas i Julián

Anne Wiazemsky, Un año ajetreado, Anagrama, Barcelona, 2013
Traducción de Javier Albiñana

  Es curioso coger un libro con las manos, detenerse en la imagen de su cubierta y evocar, a partir del rostro de una persona, un sinfín de vivencias que se han producido por obra y gracia del celuloide. 

Maquetaci—n 1
Suelo quedarme con los nombres de actores y actrices. Como todo hijo de vecino tuve una etapa de furor cinéfilo que vuelve, pero ahora más con el gusto de aquello que con pretensión solemos denominar criterio. Anne Wiazemsky en mi imaginario visual no era la chica de Teorema de Pasolini y La Chinoise de Godard, a quien siempre he admirado como un innovador pedante, un niño con un ojo privilegiado.
Wiazemsky es la autora de Un año ajetreado, un libro con etiqueta de novela cuando en realidad son unas memorias nada encubiertas del inicio de un romance que, por el paso del tiempo, adquiere condición legendaria para algunos, para los que en algún instante nos quedamos hechizados por la transgresión de los chicos de Cahiers, padres de la Nouvelle vague.
Por ello, la obra de la autora francesa tiene un inmenso valor sentimental con un deje de nostalgia por lo que no volverá. El marco es excepcional. Mediados de los años sesenta, antes del famoso mayo, justo en el tránsito de un mundo, que fenece sin remisión, a otro, fuerte, virulento, artístico y con ganas de revolucionar desde una fresca seriedad.
Wiazemsky juega un papel de frontera. Su abuelo era François Mauriac, una institución de la cultura francesa, símbolo de experiencia que puede unirse a la juventud arrolladora aunque parezca la contrario. Su nieta tuvo un enorme golpe de suerte al protagonizar Au hasard, Balthazar de Robert Bresson. Tras la película su vida siguió la normalidad de una adolescente de la época. Su madre insistía en que lo importante era aprobar el bachillerato para entrar en la Universidad y tener sólidos estudios.
Y así encontramos a la pelirroja, en pleno verano de 1966, enfrascada en sus libros de texto mientras le pide a Francis Jeanson,  con todo el descaro de su edad, que le imparta lecciones de filosofía. Poco antes, no sabemos la fecha exacta, se ha enamorado del cine de Jean- Luc Godard. Ha visto Masculin Féminin y quiere conocer a su creador, es más, lo ama, y así se lo confiesa en una carta.
Y aquí empieza la locura que nos muestra al realizador suizo desde otra perspectiva. Amante de los coches, cariñoso y enamoradizo. Inteligente hasta la saciedad, hábil con las palabras y con el cerebro siempre en ebullición. La coincidencia quiere que el genio del Lago Leman se fijara en la pequeña Anne. Su misiva es una revelación que le abre la puerta de un ciclo diferente. Anna Karina ya vuela libre. Necesita una musa diferente y Wiazemsky es un sueño por el que es capaz de ir de norte a sur del Hexágono dos veces en un mismo día.
Y en esa geografía física, vital e histórica se prepara un choque de trenes con la duda a cuestas entre alguien que aún no se conoce y otra persona cargada de seguridad, virtud insuficiente si la soledad apremia. Godard reclama atención a raudales y exhibe una generosidad que es del profesor que regala libros a su alumna, como si así quisiera dominarla, sutilmente, con sabiduría que alterna con devoción casi religiosa por su amada.
La batalla, la gran disputa que marca una narración estructurada con brillo, central es la de la familia, que no puede entender como la niña ha crecido tanto y desea transcurrir todas sus horas con un hombre diecisiete años mayor. Al final, entre perros y reproches, aceptarán el hecho consumado y Anne emprenderá una senda que toma bien el pulso de los sesenta al reflejar el inminente estallido a través de charlas universitarias y su implicación con un intelectual temido y respetado que le presenta a otras bestias como Truffaut, Coutard, Jeanne Moreau, Michel Cournot y un largo etcétera de ilustres lumbreras.
La experiencia culminante del proceso se enmarca por y para el rodaje de La Chinoise, cuando el alma romántica se funde con la profesional. Seguramente la autora, que en alguna entrevista menciona que no quería exponer demasiado sus recuerdos privados, pretendía ofrecernos una prosa donde ella fuera la esencia. Sin embargo, resulta fascinante observar esos meses de 1967, los del rodaje de La Chinoise y darse cuenta que Godard estaba abandonado de manera paulatina su absoluta vinculación con una estricta calidad fílmica para penetrar en su etapa política, eso sí, sin dejar de trabajar con unos métodos bastante especiales en los que la línea que separaba lo público y lo íntimo era muy exigua, con el rodaje y la cotidianidad entre cuatro paredes que sólo se rompían entre ruedas de prensa, presentaciones, bodas surrealistas y un alarmismo exagerado, adorable y mezquino a partes iguales, como suele suceder con los artistas que a nadie dejan indiferente.
Al contar la anécdota que supone este lapso temporal de un año, no podemos sino estar agradecidos a Anne Wiazemsky por descubrirnos facetas ocultas del ídolo, omnipresente en un relato donde la narradora sucumbe a una obsesión que tenía como destino una difícil felicidad.

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