Horla City y otros, de Fabián Casas, por Jordi Corominas i Julián
Fabián Casas, Horla City y otros, Seix Barral, Barcelona, 2014
Tuve la suerte de conocer a Fabián Casas hará cosa de dos años, cuando vino a España para presentar Los lemmings. Charlamos en una terraza de Barcelona y confirmé lo que había intuido con la lectura: es un escritor pendiente de los pequeños detalles, amante de los suyos y férreo defensor de lo cotidiano, que exprime sin épica porque cree que las efemérides se bastan solitas para detentarla. Todo depende del punto de vista, pero hay una intimidad en el silencio del quehacer urbano que traslada lo sublime a cotas ignoradas por la mayoría.
Son las dos de la mañana
casi no hay coches
ycorre un viento fresco.
está culminando un verano que no nos
contempló.
Puedo sentir el ruido del agua
en las alcantarillas.
Y así se prosigue en toda su poesía completa, donde los momentos solitarios propulsan versos que son pensamientos en lo más profundo de la noche, cuando sólo se escuchan los extractores y el bardo aguza el oído mientras su cerebro desgrana vidas ajenas, momentos pasados y posibilidades futuras. En medio de sus cavilaciones flota el peso del recuerdo, pues si bien hay una fuerte proyección hacia lo externo-visto como una epifanía perpetua, un milagro estable en su constante mutación- también relucen fuertes dosis de malestar interior fruto de la transcurrido. Se detecta a lo largo de veinte años de poesía un relato familiar, una evolución personal que se nutre de la desdicha por la pérdida prematura de la madre y el progresivo envejecimiento del padre, compañero y símbolo por ser quien inició la senda de Boedo, barrio bonaerense que con Casas se convierte en el universo entero, pues en sus calles es donde la vida ruge y existe la posibilidad, antes de la hecatombe definitiva, que el amor aun resista y no se metamorfosee en esos vídeos pornográficos que perfilan el horizonte.
A medida que la voz poética cobra consistencia corroboramos que la lectura de toda la obra en verso del argentino es una biografía oculta que a medida que avanza pierde miedos y enmarca mejor su búsqueda estética. Los sonidos siempre aturden, pero la idea clave, un motor con que arrancar, cree en Hegel y su visión de la historia que después contagiará con retoques a Marx. El devenir de lo minúsculo configura teselas que uniéndose abrazan una totalidad policroma, como la misma realidad, como el noble e imposible intento de aprehenderla completamente, aspiración fallida donde, no obstante, la belleza espera en cualquier esquina, como ocurre cuando los objetos cobran vida porque así lo desea la palabra vertida al papel, algo que muchos críticos españoles definirían pop para rizar el rizo porque olvidaron que hablar de lo que nos rodea es lo natural, de otro modo seríamos robots.
En este sentido para el poeta tanto sirve una ruina de la Segunda Guerra Mundial, restos que el fascismo perdió por el camino, como la Coca-Cola. Las cosas están para nombrarlas, son indicios que apuntan más allá de su estatismo porque activan mecanismos, sugieren historias y dan pistas que de lo general llegan a lo particular, del conjunto al individuo, del marasmo a lo concreto.
Esa bata puta colgada en el baño
es un invisible elemento de tu ser
hecho visible.
Porque las casas también son protagonistas, son vestales de secretos y posicionamientos, casi como si la ubicación de sus pertenencias fuera una batalla estratégica. Quizá Casas tiene un deje oriental en su imaginario, aunque también puede ser que sólo sea, y ya es mucho, un chico de la calle con unos rudimentos culturales sólidos. A lo largo de sus veinte años de poemas menciona algún que otro nombre. Aparece Eliot, se cita a Yeats, pero no, ellos iluminan desde otro ángulo, son herencias e inspiraciones. La tradición debe conocerse sin que sea una losa, ceñirse a ella comporta ridículo y es mejor satirizarla rindiéndole homenaje con su traslado a lo que se respira, como fuente que no condiciona, que impregna la atmosfera sin abrumarla.
El estilo del de Boedo es un paseo que nunca termina porque siempre aporta novedades, visibles para quien las quiera recoger. Pueden ser minucias significantes o personajes que desde la normalidad la trasciendan para erigirse en vectores que dirigen las operaciones, que nunca dejan de ser corales, pues de la experiencia de estos ojos a los que acompañamos termina tejiéndose una irónica tela que aborda la existencia como una plácida lucha donde se puede ser feliz pese a las adversidades, la miseria y los caprichosos vaivenes del telón.
Benditos los que no tienen mitologías
y se refugian agazapados
bajo las lámparas del criadero;
benditos los que no saben que la muerte
da clases en todos lados
y se conforman con una palmada
y un plato de comida;
benditos los que entran en ese lugar
donde los significantes
le dan vuelta la cara a Dios.
No quisiera terminar esta reflexión sin remarcar dos pensamientos. En un momento donde algunos confunden la renovación del verso con fantochadas y otros con un proteccionismo de lo conservador es de elogio encontrar autores que sepan seguir su recorrido de forma independiente. La poesía latinoamericana tiene muchas variantes y suele destacar por ser bastante más visual que la europea, que en demasiadas ocasiones parece haber digerido mal lo pretérito. Fabián Casas es único porque no se parece a nadie, se deja de cursilerías, se expresa con potencia y con su minimalismo crea imágenes que reflejan un microcosmos que, por cómo lo esgrime, pasa a ser de todos los que lo exploran.
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