Un verano con Jean Cocteau (I): “El Potomak”
Por Jordi Corominas i Julián | Portada | 9.07.13
“Escribía sin ningún orden. Hacia la mitad, nos dimos cuenta de que yo ya no era el mismo, de que escribía bajo los efectos de una de esas crisis que provoca cambios en el organismo. De tal forma que uno muere varias veces antes de que llegue su final, y, cuando por fin fallece, se parece a los bailarines sagrados de España”.
La frase que encabeza este texto es toda una declaración de intenciones que no puede entenderse sin una justa contextualización. Justo antes de la Primera Guerra Mundial, Jean Cocteau era ya un enfant terrible que había logrado penetrar en las más altas instancias de la cultura francesa. La culpa la tenían sus tres primeros poemarios, obras donde ajustaba su estilo al imperante, repleto de orientalismos y reminiscencias simbolistas y parnasianas. Era joven, tenía ganas de triunfar y codearse con la flor y nata de un mundo que se derrumbaba sin saberlo.
En otra orilla, bien cercana, la rueda giraba hacia una dirección iconoclasta que desafiaba la norma para apuntalar novedad, ruptura de límites decimonónicos para destruir el arte hacia su regeneración. Hablamos, claro está, de Picasso y otra serie de locos que, desde su marginalidad inicial, avanzaban hacia la senda de la vanguardia con paso firme, contrarios a un establishment bien apoltronado en sus salones y la decadencia del desgaste que asume unas coordenadas como inalterables, sempiterno error que se repite generación tras generación. La Gran Guerra sería la gota que colmaría un vaso intoxicado, con Aschenbach como aviso, incapaz de atrapar la belleza en el Lido veneciano.
Cocteau tuvo su particular revelación con veinticuatro años y entendió el mecanismo para propulsar lo positivo de su insultante y necesaria personalidad. Es fácil imaginárselo en el Teatro de los Campos Elíseos el jueves 29 de mayo de 1913. Se presentaba La consagración de la primavera de Igor Stravinsky y ya nada volvería a ser como antes. Convenía, para ser coherente con el futuro, transgredir los cánones, despreciar todo lo que un ballet revolucionario hacía saltar por los aires, renunciar a la gloria fácil, arder vivo para renacer y aceptar la quiebra, sintetizada en la reflexión “lo que el público te reprocha, cultívalo: eso eres tú”.
Y se puso a la labor. El prospecto de El Potomak, escrito como una recapitulación de la metamorfosis, explica al lector la transformación que asombra en su primera novela, experimental hasta el extremo de combinar epístolas, poesía, aforismos, fragmentos, relatos, diálogos filosóficos y dibujos que beben del automatismo. El poeta ha decidido dejarse llevar por una musa que guía su camino hacia una expiación que es un torbellino de ideas hilvanadas con la conciencia de la plena libertad, lo que por una parte implica dos posicionamientos concretos. La supuesta anarquía de El Potomak podrá juzgarse como ausente de calidad por lo complejo de la estructura. ¿Qué problema hay? Quien no arriesga tiene vetadas las puertas de la gloria, sea del tipo que sea. Por eso la locura es más bien racionalidad.
Asimismo, y esta es la segunda postura definida que encierra el artefacto, todo el texto debe leerse como una reivindicación hacia un horizonte desconocido, y para ello los símbolos serán nuestros perfectos ayudantes, pistas detectivescas que desvelan los enigmas que encierran las páginas, mucho más diáfanas si aparcamos el atosigamiento de su exuberancia y nos centramos en abordarlas con la normalidad del análisis pausado, siempre posible, siempre útil hasta en vericuetos que juegan con hacerlo quimérico.
El personaje de Persicaire, fiel interlocutor y mejor teórico desde la efeméride, es una maravilla que puede permanecer oculta por los pilares que sustentan el edificio de El Potomak. ¿Qué son los Eugènes? Estos extraños personajes, como todo el cuerpo de la novela, tienen reminiscencias cubistas, están facetados desde lo real y reflejan su rostro sin máscara. Éste es amenazante por el propio peligro que emana desde el apremio de tumbar lo burgués que representan los Mortimer, acostumbrados a la rutina de boda, luna de miel, fiestas galantes y compras culturales convencionales para conservar, verbo fundamental en el engranaje, el mecanismo de la estabilidad de unos valores concretos que deben ser inexpugnables para que la máquina funcione y nunca se resquebraje. En este sentido los Eugènes, que el propio Cocteau dibujó con ingenio y mucha mala leche burlona, son los invasores del orden, y por eso no se amilanarán en su deber de atemorizar a la plácida clase media tan satisfecha de sus logros, y lo harán acercándose, haciéndose notar para lanzar advertencias, como si con su mera irrupción los demás padecieran la condena de la inseguridad, el miedo ancestral a la pérdida del aburrimiento consensuado para no alterar al rebaño.
La amenaza, álter ego del poeta, es el Potomak, una bestia que quita la c al nombre de un río porque a Cocteau, como bien apunta Montserrat Morales Peco en su estudio que cierra el volumen, le gustaba relacionar conflictos bélicos con encrucijadas a superar. En este caso se refiere a la batalla naval de la Bahía de Chesapeake, donde van a parar las aguas que dan nombre a la novela, de 1781, cuando los franceses derrotaron a la marina real británica. Acaeció en América, que en el primer Novecientos, y ahí seguimos anclados una centuria después, era un indudable icono de la modernidad.
El monstruo está en un acuario en el sótano de la Madeleine, lo que no me parece nada casual, pues el autor de Orfeo sabía muy bien a sus veinticinco años de la imposibilidad de la vanguardia sin nutrirse de la tradición, pues al fin y al cabo si la primera rebasa los límites que plantea la segunda es porque la ha asimilado hasta trascenderla. Lo clásico propicia la modernidad. Tiramos las cosas a la basura cuando ya no nos sirven, y en el arte el proceso es parecido, sólo que nos alimentamos con su esencia para avanzar, no hay más remedio si se quiere tener coherencia y mostrarla para cambiar el paradigma.
El Potomak es un bicho peculiar, concretamente un megáptero celentéreo, híbrido de ballena y medusa, sólido y gelatinoso. Lo alimentan el poeta y un hombre de Nueva York. Al comer el programa de los Ballets rusos se duerme, lo asimila y defeca burbujas, pero al degustar una caja de música con Sigfrido yParsifal de Wagner se deja tentar hasta que expulsa las notas de la partitura con sonoros eructos porque se siente a disgusto con lo aceptado por la mayoría. Sin embargo este punto, la imperfección siempre es un placer de la lógica, exhibe las contradicciones del propio Cocteau, que empezaría a acariciar el cielo vanguardista al firmar el texto del ballet Parade, especie de obra total vanguardista, ¿y no se parece eso al Gesamtkunstwerk wagneriano?, en la que también participaron Pablo Picasso con sus diseños, Erik Satie en la vertiente musical y Léonide Massine en la dirección de este portento escénico auspiciado por el inmortal empresario Serguéi Diáguilev.
Liberar la escritura para explotar el vacío, entonces la mariposa abandona el papel y echa a volar. Cocteau llevaba cerillas en sus bolsillos para provocar un incendio. El Potomak fue la mecha inaugural. La ligereza de los sombreros de Coco Chanel devino revolución en un coctel anticipador del surrealismo desde la elegancia. Ahora solemos identificar las fracturas culturales con aspectos deshilachados. El chico impecable, vestido como un pincel, lo desmiente desde el aplomo de la burguesía buena, fiel a la dicha de voltear la tortilla desde dentro del castillo. ¿Por qué cenar no podía ser oeste como decía Gertrude Stein? El cansancio del presente debería ser un acicate para activar un camaleón que todos llevamos dentro para impulsar un desorden aparente que conduzca a una revelación donde lo arcano nutra epifanías, oasis que nunca deberían clausurarse por embargo de marginalidad. Eso, y no otra cosa, es El jPotomak de Jean Cocteau.
No hay comentarios:
Publicar un comentario