Un verano con Jean Cocteau (III): “Thomas el impostor”
Por Jordi Corominas i Julián | Destacados | 29.07.13“Su teoría consistía en que había que poner el caballete delante de una obra maestra y copiarla sin que la composición se llegara a parecer a ella. Él, puso su caballete delante deLa princesse de Clèves y resultó Le bal du comte d’Orgel. Yo puse mi caballete delante de las cien primeras páginas de La chartreuse de Parme, y la obra resultante fue Thomas el impostor”.
La cita, sacada de una entrevista que Cocteau concedió a Roger Stéphane, sólo demuestra que nuestro protagonista era un gran mentiroso a medias encandilado en el recuerdo de la época compartida junto aRaymond Radiguet, el adolescente que con formas antiguas sacudía el prisma de la modernidad. Durante los primeros años veinte pide un retorno al orden que expresa en varias de sus obras y culmina con un ensayo que es cualquier cosa menos clásico. Al mismo tiempo su afirmación de basarse en las cien primeras páginas de La Cartuja de Parma, quizá las más pletóricas de su admirado Stendhal, es falaz, pues Thomas el impostor sigue el juego de máscaras que ya observamos en La gran separación, si bien el punto de vista es distinto y se centra en su trayectoria personal durante la Primera Guerra Mundial.
Cocteau fue declarado inútil para el servicio militar gracias a las influencias de su madre. Sin embargo, por juventud y su insaciable curiosidad que le impedía perderse cualquier acontecimiento significativo, optó por trabajar para la Cruz Roja en un peculiar convoy del que también formaba parte Misia Edwards, musa inspiradora de muchos artistas que en España conocemos esencialmente por su último apellido, pues fue esposa del pintor Josep Maria Sert. Esta mujer, que Proust consideraba un monumento histórico, es una de las grandes desconocidas de la vanguardia, con su atribulada vida de San Petersburgo a París. Junto al poeta de Orfeo presenció uno de tantos bombardeos de Reims y aportó su granito de arena a la causa aliada durante el conflicto de las trincheras, que contemplarían la enjuta pero elegante figura de Jean Cocteau en Nieuport y Coxide, cerca del mar del Norte.
Nuestro héroe se enroló, sin ser él nada de eso, en el cuerpo de los fusileros marinos. Cuando se descubrió su estafa salvó el pellejo desde una doble perspectiva: de haber continuado con su disfraz hubiera muerto en combate. Su acción, otro capricho de genio, se ahorró un más que seguro Consejo de Guerra tras intercesiones varias, final bien diferente al del protagonista de su segunda novela publicada en 1923.
Tras estos primeros párrafos el lector habrá entendido sin mucha dificultad que los dos personajes clave de Thomas el impostor se basan tanto en Misia Sert, doble casi perfecto de la princesa Clémence des Bormes, como en el propio Jean Cocteau, doppelgänger a medias de Thomas Fontenoy, quien también debe rasgos a un tal Raoul que se hacía pasar por el sobrino del general de Castelnau y con su procedencia lograba salvoconductos para las ambulancias de la Cruz Roja.
Lo mismo, abrir una puerta tras otra, consigue Guillaume Thomas de Fontenoy, un jovencito de dieciséis años que aún no sabe muy bien lo que es la realidad. La toma como un juego, y aprovecha el nombre de la localidad donde nació para confundirse con un sobrino del general Fontenoy. La ficción bebe de episodios reales que se adornan con los lógicos matices de toda novela. En este caso Cocteau crea un personaje que vive en una truculenta fantasía, la guerra, y disfruta con ella a la búsqueda de estímulos que alargan el patio de recreo. Entre ellos están las chicas, encabezadas por la princesa de Bormes, que al igual que el adolescente estafador también prefierejouer. Para espectadores de la opereta ya tenemos a su hija Henriette y a la enfermera Madame Valichel, que aceptan su papel sin rechistar porque no necesitan escapar del suelo que pisan, asumen el malestar de la situación e intentan exprimir su jugo positivo, una con la pasión por su oficio, la otra con la ilusión de un amor al que Guillaume ni puede ni quiere responder con la prestancia que se requiere.
Guillaume Thomas es el escapismo. Su tía ignora el motivo de sus largas ausencias y los demás no saben de su engaño, salvo Pesquel-Duport, director de un periódico que usará la información a cuentagotas en su lucha por alcanzar el amor de la princesa. El caos loco de los viajes por el frente va apagándose, el heroísmo cede a la normalidad de París y el único que aspira a prolongar el delirio del íncubo es Thomas, decidido, pura marioneta de Cocteau, a prolongar su pasatiempo de fábula en el norte, donde es muy bien recibido por los fusileros marinos, chicos abrumados por el prestigio de su supuesto apellido y encantados de sus anécdotas y jovialidad. El destino dará una brusca pirueta a tanta algarabía, pero antes brindará una nueva fusión de las damas y el timador, encuentro propiciado por el afamado aspirante al corazón de la otra iluminada de la trama, la princesa ansiosa por sortear la crudeza del presente y enfocarlo como una ruleta donde muchas de las combinaciones son victoriosas.
La muerte de Thomas, no me vengan ahora con spoilers cuando se trata de buena literatura, hermana por única vez en su existencia realidad y ficción porque la primera cancela la segunda con juguetes nada divertidos. Los apodos de los muchachos de la compañía de fusileros, de Fantomas a muerte súbita, mezclan presagios con la cantinela del fracaso de la aventura y el sadismo de toda conflagración humana.
Thomas el impostor puede leerse como el capricho de Cocteau con el famoso que hubiera pasado si, entrelazando así, desde la privacidad pública de quien escribe, otra vez realidad y ficción, pero también puede interpretarse como la otra cara de la moneda de El diablo en el cuerpo, donde el narrador, otro adolescente alienado con el contexto histórico, se atreve a mantener una relación con una esposa que viola las normas del matrimonio y es infiel a su marido, un soldado ajeno al mal que se cierne lejos de bombas y bayonetas.
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