Un verano con Jean Cocteau (II): “La gran separación”
Por Jordi Corominas i Julián | Portada | 19.07.13
1923 es un año especial y extraordinario en la trayectoria narrativa de Jean Cocteau. En tan breve lapso de tiempo publica dos novelas, La gran separación y Thomas el impostor, a lo que añade vivir la agridulce nebulosa de ver cómo su protegido Raymond Radiguet triunfa con su premiado debut El diablo en el cuerpo y fallece el 12 de diciembre tras sucumbir a unas fiebres tifoideas.
Sus biógrafos hablan que la muerte del joven de veinte años sumió a Cocteau en un desamparo que marcaría su devenir, pero para lo que nos concierne, el análisis de La gran separación, es interesante observar que Jacques, el protagonista adolescente que debe crecer en la soledad de lo que le rodea, parece ser una mezcla de Radiguet y el poeta de la Oda a Picasso. La permanente contradicción de ir contracorriente con voluntad de ser aceptado en la sociedad nos podría plantear que los rasgos del personaje pertenecen a Cocteau, algo que podríamos discutir, pues si bien el poliédrico artista asumió la dificultad que implicaba no casarse con nadie y desmarcarse de las capillas, lo que vemos a lo largo de las páginas de esta educación sentimental poco tiene que ver con sus condiciones y su defensa de la iconoclastia por encima de todo.
Lo que más bien observamos en Jacques es el sentirse desvalido ante algo que empieza y desborda la experiencia por la mera cata de sentimientos inéditos. Sin duda la creación mental del estudiante está impregnada de las esencias del poeta, desde su ambigüedad sexual hasta ese decadentismo que el paso de las décadas y la nostalgia del recuerdo han acrecentado para mayor disfrute de la idealización. Sin embargo, está claro que otros atributos huelen más a una ingenuidad que convierte a Jacques en una marioneta de los acontecimientos, caprichosos árbitros de sus movimientos.
La gran separación tiene desde su apertura del telón una toxina de destino funéreo. El viaje que la madre emprende junto a su querido retoño por la vieja Europa se asemeja a un tour por un cadáver que no requiere ser escrito para mostrarse en su putrefacto esplendor. El caos interior del flaco burgués, descreído por no saber dónde fijar sus atenciones, sólo ratifica los síntomas del complejo y la preponderancia de la fachada sobre el contenido, mimetizándose con el ambiente para disminuir sus inseguridades y potenciar un carácter virgen, que coge rueda para subsistir. Conoce a dos hermanos, Tigrane e Idji, y los paragona con animales sagrados, bestias dignas de adoración con las que el incesto flota en la atmósfera, que se vuelve plomiza en Venecia, otra vez el estigma del declive y la parálisis de la laguna, con suicidios y la incomprensión de sus posibilidades, incapaz de entender de seducciones y miradas, torpe en la elección de las afinidades electivas.
El momento cumbre aterriza en París, donde Jacques recalará para estudiar en una pequeña residencia de la Rue de l’Estrapade, y el nombre, nada lo es en Cocteau, no es fruto del azar, pues se refiere a un atroz suplicio donde al condenado se le ataban los brazos en una posición que terminaba por dislocar la espalda. El protagonista ingresará en la pensión pedagógica, ideal para estudiar la reválida, del matrimonio Berlín con gran entusiasmo por las expectativas y la variedad de sus compañeros, crisol multiétnico donde destaca Stopwell, un campeón de salto de longitud que seduce por su dandismo pero que todavía no ha penetrado en los entresijos del sexo.
La pensión y sus compartimentos, habitaciones que son cápsulas de un microcosmos teatral, juega el papel de casa de muñecas con sus secretos y sus intimidades que desaparecen al salir al exterior, donde atiende el peligro en forma de dos actrices que prolongan la confusión erótica. Jacques caerá rendido a los encantos de Germaine, una actriz de poca monta que vende el carisma de la vulgaridad y encandila a los hombres por su descaro. Es frívola, lo proclama a los cuatro vientos y los incautos caen rendidos en un engaño que encadena una serie de infidelidades que sirven al narrador para divertirse con mecanismos de lo invisible que se erigen en tablas de salvación para alargar la agonía del amor.
Osiris es el amante adulto que confía en su suerte porque no cree que su querida pueda meterle los cuernos con un pimpollo, y este, novato en las lides de eros, desconoce que en la alcoba pueden juntarse dos cuerpos femeninos, el de Germaine y el de Louise, compañera de piso de la tortura, libre en el festival de prescindir del amor y seguir las modas a rajatabla, donde el amor ya no se estila en una mediocridad dorada que sabía de comida rápida antes de su existencia.
El golpe, entre la rutina de la pista de patinaje y muertes de odio paterno, será terrible. Jacques tiene que recibir palos para crecer, y entre ellos está el descubrimiento del desbaratamiento de un orden previsible. Las lecciones de la escuela, el planisferio de un universo estable no tienen sentido en ese mundo en transformación, donde la velocidad se impone y el goce de la mirada se alía con el placer efímero para aliviar la penuria de lo cotidiano y la miseria de una existencia donde el tope está fijado en unas cartas repartidas en la misma cuna.
Podríamos pensar que si en El diablo en el cuerpo de Radiguet la guerra es la coartada para el romance, aquí lo es un dolce far niente de tedio para el que Jacques no está preparado al carecer de educación mundana. Las marionetas giran y se mueven con una malicia que hace de este antihéroe un ejemplo más dentro de la larga tradición de fracasados franceses, de Julien Sorel a Madame Bovary, hermanos en la desdicha y en la ilusión de contemplar la realidad desde un prisma sesgado al no meditar, tema santo y seña de Cocteau, en la trascendencia de las máscaras que impiden ver más allá de la carcasa.
La nota romántica del intento de suicidio y el posterior viacrucis de normalidad son el aliño conclusivo, una nota de rizar el rizo que bien podría leerse como un consejo al propio Radiguet: luce tus galas, adora la belleza, pero ante todo, sé consecuente, cúbrete las espaldas y evita martirios, porque al fin y al cabo los errores sólo se paran con el arte de Delfos: conócete a ti mismo, sí, hazlo como medicina para evitar puñaladas ajenas y aplicar tu independencia rindiéndole justicia al vocablo.
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