La metáfora de 1913 entre la
ignorancia y la esperanza, por Jordi Corominas i Julián
Hace
pocos días una revista comparó al reciente ganador de un premio literario con
Picasso y su banda. La publicación semanal, que no hace tanto tiempo gozó de un
cierto prestigio, cometía un error de peso que viraba hacia la banal pedantería
hispana, esa que se compone de mencionar nombres rimbombantes sin tener ni idea
de lo que se habla. En primer lugar el articulista se equivocó por exceso, pues
mencionó una retahíla de nombres que iban desde Brancusi hasta Matisse pasando
por Apollinaire. Aquí el error radica en que la que se conoció como Bande à
Picasso no englobaba tanta gente y duró un período limitado, el que corresponde
a los años iniciales del pintor malagueño en París. El segundo fallo del
chupatintas, pues no merece otro nombre, era de apreciación, ya que afirmaba
con rotundidad que los nombres de la vanguardia fueron ninguneados, sin que
nadie pudiera sospechar su posterior fortuna para con la posteridad.
La
astracanada es grave porque pone como supremo ejemplo el estreno del Ballet
Parade en 1917, como si por aquel
entonces los cómplices del crimen positivo de la modernidad fueran unos
desconocidos, falacia absoluta que puede comprobarse con la simple lectura de
libros y hemerotecas.
En
España la ignorancia es muy atrevida y tomamos al público por imbécil, por eso
algunos creen que es muy fácil engañar desde la incultura que se solventa con
buenas lecturas y una voluntad de aprender, porque precisamente uno de los
problemas que nos lleva a situaciones tan grotescas es la eliminación del
contexto y la referencia, como si el presente se bastara sin remitirse al
pasado con seriedad, sólo con fuegos de artificio propios de un país que a
partir de comportamientos como el que describimos siempre se vuelve más
provinciano.
El
martes de la semana pasada, quizá en el mismo instante en que se publicaba la
atrocidad que acabo de triturar con más suavidad de la que parece, recibí en mi
buzón un volumen de la Editorial Salamandra titulado 1913 Un año hace cien años. La obra, cuyo autor es el historiador y
periodista cultural Florian Illies, engancha y encaja con el espíritu
pedagógico de nuestra época: la anécdota prevalece sobre la profundidad como
invitación y acicate para ir más allá si el contenido es de interés para quien
consuma el mosaico con todas sus teselas, creadas con intención fragmentaria
para lograr una unidad que en muchas ocasiones es ficticia.
Lo didascálico suele triunfar desde una cierta
superficialidad. No es el caso de este estudio dedicado a revisar en forma de
almanaque cultural los hitos del mal llamado mundo civilizado en 1913, justo
hace un siglo, cuando Europa intuía la despedida de una gran época y la
inminencia de una guerra que se anunciaba desde una incertidumbre mitigada por
un esplendor artístico que marcaría parte de la centuria, vencedor de su
batalla contra los límites superados del Ochocientos.
La
edición del libro en España resulta interesante porque la lógica formación
germánica de Florian Illies centra la investigación de 1913 en el ámbito
centroeuropeo, denostado en nuestras fronteras, siempre más partidarias de
contemplar París como el centro de la modernidad. Tal pensamiento no es ni
mucho menos falso. Sin embargo la preferencia por la ciudad de la luz tiende a
olvidar como Berlín y, sobre todo, Viena eran dos faros con una potencia sin
igual. Quien haya leído el fascinante La
Viena de Wittgenstein de Janik y Toulmin me entenderá a la perfección. La
capital del Imperio Austrohúngaro, gobernado por un vetusto gobernante que
prefería cazar a atender las amenazas en ciernes provenientes de los Balcanes,
era un poliédrico hervidero donde se juntaron varias generaciones prodigiosas.
Era posible caminar por esa urbe y encontrarse con Sigmund Freud, Gustav Klimt,
Arnold Schonberg, Arthur Schnitzler, Egon Schiele, George Trakl, Robert Musil,
Oskar Kokoscha o el guardián del lenguaje, Karl Krauss, a quien vemos enamorado
de una noble seguidora de Rilke que le empuja a desatender su escritorio durante
más de dos días, todo un récord para el editor y redactor de Die Fackel,
periódico que sería necesario resucitar en España para controlar el
malbaratamiento del lenguaje por parte de políticos y otros bichos deseosos de
disimular sus asquerosas tropelías.
Esa
misma Viena sirve a Ilies, que estructura el libro mes a mes para así hilvanar
las historias que relata y dar al lector una evolución coherente de los
acontecimientos, para trenzar una poética muy estimulante. En los primeros
meses del año coincidieron por sus jardines Adolf Hitler y Josif Stalin. Uno
transcurría sus jornadas entre la frustración del rechazo y la comodidad de un
albergue que le servía para ahorrar mientras pintaba acuarelas para turistas.
El otro era un refugiado que esperaba volver a Rusia para emprender la
revolución. Quizá se cruzaron en Schönnrbun, quizá alzaron su mano para
saludarse con la educación de antaño mientras en otro barrio no muy lejano
surgían nuevas propuestas que sacudían el dominio del padre, el yugo del
Imperio inamovible que tanto gustaba a Berlanga y que por aquel entonces estaba
en pleno shock ante la revelación del suicidio de un coronel homosexual que
desveló importantes secretos militares a Russia. El aire quería pólvora.
Si
por mí fuera hablaría hasta la extenuación de Viena, del grito contra el
ornamento de Loos, valiente al desafiar lo establecido con edificios de
envidiable racionalidad, pero lo escrito por Illies abarca más espectros. Si
seguimos en lo austrohúngaro veremos los padeceres de Kafka, paradigma de la
moda clínica del momento, la neurastenia por encima de cualquier otro mal,
quemado por su trabajo y por esa existencia de Gregor Samsa en el hogar
familiar a la espera de poder colmar su amor con la dubitativa Felice Bauer,
tranquila en Berlín, donde se desarrollaban otros movimientos de caballos
azules, pinturas salvajes y un puente de lienzos con Kirchner, Marc y otros
genios devorando la velocidad contemporánea para plasmar con sus pinceles una
realidad inédita.
Si
nos trasladamos a París nos movemos a una dimensión con otros colores. Duchamp
quiere abandonar el arte, juega a ajedrez, encuentra objetos y encuentra
prestigio en Nueva York, donde el Armory Show presenta la vanguardia europea
para asombro de los habitantes del Nuevo Mundo.
Picasso
es omnipresente. Desde Viena Schnitzler declara amar su producción anterior al
cubismo, que es fruto de un rechazo generalizado en las misivas de la mayoría
de nombres que surcan las páginas de este curioso resumen de la tensión previa
a la Gran Guerra. El pobre malagueño tuvo su año de pesadilla con muertes y
calamidades que afectaron a su perro, su padre y hasta a su flamante nueva
amante. El único consuelo ante tanto infortunio era aspirar a continuar con una
senda atrevida, compartida con Braque en un estilo y con Matisse en la
capitanía. La fama del prodigio de las señoritas de Aviñón ya era tan grande
que los periódicos anunciaban a bombo y platillo sus desplazamientos, por lo
que el pobre, que ya había abandonado Montmartre por el más plácido y burgués
Montparnasse, tuvo que escapar de Cèret
para pensar y exprimirse con tranquilidad.
El
gran escándalo parisino de 1913 fue la presentación, en el teatro de los Campos
Elíseos, de la consagración de la primavera de Igor Stravinski. El 29 de mayo
fue una fecha para el recuerdo. Los ruidos, las danzas y el planteamiento
escenográfico no podían dejar a nadie indiferente: saltaban las protestas, se
apagaban las luces y el murmullo era vida, indicio de un cambio que se
avecinaba mientras la Mona Lisa seguía desaparecida hasta que en noviembre su
ladrón, orgulloso de restituirla a Italia, picó su propio anzuelo.
1913
fue un año espectacular. Illies menciona poco Moscú, casi nada Londres y ni
siquiera se acerca por nuestras latitudes salvo para mencionar que en Barcelona
nació Ramón Mercader. Tal aproximación demuestra la miseria que imperaba en el
sur, con un norte rebosante de energía y determinados epicentros que ocupaban
las semillas con voluntad transgresora. Nosotros penábamos la decadencia, no en
el sentido que fascinaba a Thomas Mann, sino más bien desde una óptica de
desechos de la Historia, que avanzaba con descubrimientos científicos, progreso
tecnológico y rivalidades eternas que siguen marcando la pauta.
Francia
y Alemania eran los enemigos fundamentales. Estados Unidos despertaba de un
letargo que nunca existió y el ambiente reclamaba una transformación que
igualara la cultura, obstinada en entender con premura el adiós de una era, con
la sociedad. El ingreso al verdadero siglo XX, palpable en la inmensa epidermis
del Planeta, se postergaba y la puerta terminó abriéndose con dinamita.
En
algún momento de este año pensé en el número catorce. En 1714 terminó la guerra
de Sucesión y Francia consolidó su dominio europeo encumbrando a Felipe V como
Rey de España. En 1814 la epopeya napoleónica tocaba a su fin. Una centuria más
tarde estalló el polvorín en medio de un extraño fragor mezclado de entusiasmo
popular y vigor vanguardista. Quizá 2014 depare sorpresas desagradables, pero
libros como el de Florian Illies deberían ayudarnos a comprender que las crisis
suelen regenerar, y en las artes propician rebasar límites. Mi tristeza radica
en el hecho que constato, día a día, una actitud diametralmente opuesta a la de
entonces, con la banalidad en auge y una ceguera supina que impide propulsar
otra ruptura de los límites en cualquier ámbito para derribar el muro y
enhebrar fronteras sin nombre que nos corresponde bautizar.
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