lunes, 8 de julio de 2013

La metáfora de 1913 entre la ignorancia y la esperanza en Sigueleyendo


La metáfora de 1913 entre la ignorancia y la esperanza, por Jordi Corominas i Julián
Hace pocos días una revista comparó al reciente ganador de un premio literario con Picasso y su banda. La publicación semanal, que no hace tanto tiempo gozó de un cierto prestigio, cometía un error de peso que viraba hacia la banal pedantería hispana, esa que se compone de mencionar nombres rimbombantes sin tener ni idea de lo que se habla. En primer lugar el articulista se equivocó por exceso, pues mencionó una retahíla de nombres que iban desde Brancusi hasta Matisse pasando por Apollinaire. Aquí el error radica en que la que se conoció como Bande à Picasso no englobaba tanta gente y duró un período limitado, el que corresponde a los años iniciales del pintor malagueño en París. El segundo fallo del chupatintas, pues no merece otro nombre, era de apreciación, ya que afirmaba con rotundidad que los nombres de la vanguardia fueron ninguneados, sin que nadie pudiera sospechar su posterior fortuna para con la posteridad.

La astracanada es grave porque pone como supremo ejemplo el estreno del Ballet Parade en 1917,  como si por aquel entonces los cómplices del crimen positivo de la modernidad fueran unos desconocidos, falacia absoluta que puede comprobarse con la simple lectura de libros y hemerotecas.

En España la ignorancia es muy atrevida y tomamos al público por imbécil, por eso algunos creen que es muy fácil engañar desde la incultura que se solventa con buenas lecturas y una voluntad de aprender, porque precisamente uno de los problemas que nos lleva a situaciones tan grotescas es la eliminación del contexto y la referencia, como si el presente se bastara sin remitirse al pasado con seriedad, sólo con fuegos de artificio propios de un país que a partir de comportamientos como el que describimos siempre se vuelve más provinciano.

El martes de la semana pasada, quizá en el mismo instante en que se publicaba la atrocidad que acabo de triturar con más suavidad de la que parece, recibí en mi buzón un volumen de la Editorial Salamandra titulado 1913 Un año hace cien años. La obra, cuyo autor es el historiador y periodista cultural Florian Illies, engancha y encaja con el espíritu pedagógico de nuestra época: la anécdota prevalece sobre la profundidad como invitación y acicate para ir más allá si el contenido es de interés para quien consuma el mosaico con todas sus teselas, creadas con intención fragmentaria para lograr una unidad que en muchas ocasiones es ficticia.

 Lo didascálico suele triunfar desde una cierta superficialidad. No es el caso de este estudio dedicado a revisar en forma de almanaque cultural los hitos del mal llamado mundo civilizado en 1913, justo hace un siglo, cuando Europa intuía la despedida de una gran época y la inminencia de una guerra que se anunciaba desde una incertidumbre mitigada por un esplendor artístico que marcaría parte de la centuria, vencedor de su batalla contra los límites superados del Ochocientos.

La edición del libro en España resulta interesante porque la lógica formación germánica de Florian Illies centra la investigación de 1913 en el ámbito centroeuropeo, denostado en nuestras fronteras, siempre más partidarias de contemplar París como el centro de la modernidad. Tal pensamiento no es ni mucho menos falso. Sin embargo la preferencia por la ciudad de la luz tiende a olvidar como Berlín y, sobre todo, Viena eran dos faros con una potencia sin igual. Quien haya leído el fascinante La Viena de Wittgenstein de Janik y Toulmin me entenderá a la perfección. La capital del Imperio Austrohúngaro, gobernado por un vetusto gobernante que prefería cazar a atender las amenazas en ciernes provenientes de los Balcanes, era un poliédrico hervidero donde se juntaron varias generaciones prodigiosas. Era posible caminar por esa urbe y encontrarse con Sigmund Freud, Gustav Klimt, Arnold Schonberg, Arthur Schnitzler, Egon Schiele, George Trakl, Robert Musil, Oskar Kokoscha o el guardián del lenguaje, Karl Krauss, a quien vemos enamorado de una noble seguidora de Rilke que le empuja a desatender su escritorio durante más de dos días, todo un récord para el editor y redactor de Die Fackel, periódico que sería necesario resucitar en España para controlar el malbaratamiento del lenguaje por parte de políticos y otros bichos deseosos de disimular sus asquerosas tropelías.



Esa misma Viena sirve a Ilies, que estructura el libro mes a mes para así hilvanar las historias que relata y dar al lector una evolución coherente de los acontecimientos, para trenzar una poética muy estimulante. En los primeros meses del año coincidieron por sus jardines Adolf Hitler y Josif Stalin. Uno transcurría sus jornadas entre la frustración del rechazo y la comodidad de un albergue que le servía para ahorrar mientras pintaba acuarelas para turistas. El otro era un refugiado que esperaba volver a Rusia para emprender la revolución. Quizá se cruzaron en Schönnrbun, quizá alzaron su mano para saludarse con la educación de antaño mientras en otro barrio no muy lejano surgían nuevas propuestas que sacudían el dominio del padre, el yugo del Imperio inamovible que tanto gustaba a Berlanga y que por aquel entonces estaba en pleno shock ante la revelación del suicidio de un coronel homosexual que desveló importantes secretos militares a Russia. El aire quería pólvora.

Si por mí fuera hablaría hasta la extenuación de Viena, del grito contra el ornamento de Loos, valiente al desafiar lo establecido con edificios de envidiable racionalidad, pero lo escrito por Illies abarca más espectros. Si seguimos en lo austrohúngaro veremos los padeceres de Kafka, paradigma de la moda clínica del momento, la neurastenia por encima de cualquier otro mal, quemado por su trabajo y por esa existencia de Gregor Samsa en el hogar familiar a la espera de poder colmar su amor con la dubitativa Felice Bauer, tranquila en Berlín, donde se desarrollaban otros movimientos de caballos azules, pinturas salvajes y un puente de lienzos con Kirchner, Marc y otros genios devorando la velocidad contemporánea para plasmar con sus pinceles una realidad inédita.

Si nos trasladamos a París nos movemos a una dimensión con otros colores. Duchamp quiere abandonar el arte, juega a ajedrez, encuentra objetos y encuentra prestigio en Nueva York, donde el Armory Show presenta la vanguardia europea para asombro de los habitantes del Nuevo Mundo.



Picasso es omnipresente. Desde Viena Schnitzler declara amar su producción anterior al cubismo, que es fruto de un rechazo generalizado en las misivas de la mayoría de nombres que surcan las páginas de este curioso resumen de la tensión previa a la Gran Guerra. El pobre malagueño tuvo su año de pesadilla con muertes y calamidades que afectaron a su perro, su padre y hasta a su flamante nueva amante. El único consuelo ante tanto infortunio era aspirar a continuar con una senda atrevida, compartida con Braque en un estilo y con Matisse en la capitanía. La fama del prodigio de las señoritas de Aviñón ya era tan grande que los periódicos anunciaban a bombo y platillo sus desplazamientos, por lo que el pobre, que ya había abandonado Montmartre por el más plácido y burgués Montparnasse, tuvo que  escapar de Cèret para pensar y exprimirse con tranquilidad.



El gran escándalo parisino de 1913 fue la presentación, en el teatro de los Campos Elíseos, de la consagración de la primavera de Igor Stravinski. El 29 de mayo fue una fecha para el recuerdo. Los ruidos, las danzas y el planteamiento escenográfico no podían dejar a nadie indiferente: saltaban las protestas, se apagaban las luces y el murmullo era vida, indicio de un cambio que se avecinaba mientras la Mona Lisa seguía desaparecida hasta que en noviembre su ladrón, orgulloso de restituirla a Italia, picó su propio anzuelo.

1913 fue un año espectacular. Illies menciona poco Moscú, casi nada Londres y ni siquiera se acerca por nuestras latitudes salvo para mencionar que en Barcelona nació Ramón Mercader. Tal aproximación demuestra la miseria que imperaba en el sur, con un norte rebosante de energía y determinados epicentros que ocupaban las semillas con voluntad transgresora. Nosotros penábamos la decadencia, no en el sentido que fascinaba a Thomas Mann, sino más bien desde una óptica de desechos de la Historia, que avanzaba con descubrimientos científicos, progreso tecnológico y rivalidades eternas que siguen marcando la pauta.
Francia y Alemania eran los enemigos fundamentales. Estados Unidos despertaba de un letargo que nunca existió y el ambiente reclamaba una transformación que igualara la cultura, obstinada en entender con premura el adiós de una era, con la sociedad. El ingreso al verdadero siglo XX, palpable en la inmensa epidermis del Planeta, se postergaba y la puerta terminó abriéndose con dinamita.


En algún momento de este año pensé en el número catorce. En 1714 terminó la guerra de Sucesión y Francia consolidó su dominio europeo encumbrando a Felipe V como Rey de España. En 1814 la epopeya napoleónica tocaba a su fin. Una centuria más tarde estalló el polvorín en medio de un extraño fragor mezclado de entusiasmo popular y vigor vanguardista. Quizá 2014 depare sorpresas desagradables, pero libros como el de Florian Illies deberían ayudarnos a comprender que las crisis suelen regenerar, y en las artes propician rebasar límites. Mi tristeza radica en el hecho que constato, día a día, una actitud diametralmente opuesta a la de entonces, con la banalidad en auge y una ceguera supina que impide propulsar otra ruptura de los límites en cualquier ámbito para derribar el muro y enhebrar fronteras sin nombre que nos corresponde bautizar. 

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