El caos del desmorone: El estandarte, de Alexander Lernet-Holenia, por Jordi Corominas i Julián
Alexander Lernet-Holenia, El estandarte, Barcelona, Libros del Asteroide, 2013
Prólogo de Ignacio Vidal-Folch
Traducción de Annie Reney y Elvira Martín
La Historia contempla dos Finis Austriae. Muchas enciclopedias consideran que el verdadero llegó en 1938, cuando Hitler invadió su país natal y lo anexionó al Tercer Reich. Para muchos, y existe una verdadera tradición literaria sobre el tema, el verdadero acaeció en noviembre de 1918, cuando el gran Imperio Austrohúngaro de mil nacionalidades y brillante cultura se desmoronó durante los últimos días de la Primera Guerra Mundial.
El daño fue algo más que simbólico. Las fronteras coparon el centro de Europa y el proteccionismo volvió al Viejo Mundo. Atrás quedaba ese territorio donde era posible viajar sin pasaporte porque las fronteras eran un miraje y cada casa, aunque no fuera de los territorios de la doble corona, una invitación a la humanidad. Por su parte Viena vio como el esplendor cosechado por una generación maravillosa de artistas, arquitectos y profesionales liberales se desmoronaba a la velocidad de la luz sin que de nada sirviera presumir de Klimt, Freud, Wittgenstein, Loos o Arnold Schönberg. Karl Kraus lo reflejó en La Antorcha y otros como Heimito von Dodeder coincidieron en su apreciación del desastre. Sin embargo, el mejor novelista de la desesperación del vacío fue Joseph Roth, quien desde la caída de la dinastía que apadrinaba al pueblo austríaco se sintió huérfano y nostálgico por una era que ya no volvería.
El mejor ejemplo de lo dicho se halla en su Cripta de los capuchinos, donde los sepulcros de la gran dinastía son el símbolo de la pérdida, polvo de memoria, vestigios de una ruina rodeada de represión policial, banderas e inestabilidad.
Roth, alcohólico y amargado hasta sus últimos días, es el cronista de lo posterior. Andrzej Kusnewicz narra en su extraordinario El rey de las Dos Sicilias la intuición del ocaso, pero hasta el momento no habíamos gozado en España de una novela que describiera con brío la agonía austrohúngara. El estandarte de Alexander Lernet-Holenia lo hace con soltura y conocimiento de causa. Su autor alambica un relato donde la estructura y el ritmo refuerzan la sensación de marasmo mediante diversos espacios y una progresiva velocidad hacia la confusión absoluta del adiós a la gloria de un Imperio más que centenario.
El inicio, con el encuentro del autor con el protagonista, es magistral porque sirve para mostrar que la historia que se contará tiene un doble impacto. Por una parte vemos como La Gran Guerra está presente en Viena años después, y es así por la agria mezcla de veteranos que mendigan y pasean con sus huellas imborrables del conflicto. Uno de ellos se llama Menis y por una serie de motivos reparte limosna a los necesitados. Su desesperación está en el trauma de la agonía de lo que consideró mítico y se desvaneció en un periquete.
Tras ese primer capítulo volvemos a una normalidad pretérita y contemplamos como Menis, alférez con suerte, la transgrede en la ópera, espacio clave para el siglo XIX y la sociedad austríaca. En el gran escenario ve a Resa, una bellísima joven, y accede a su palco porque quiere conocerla. Su acción desencadenará una tormenta personal que preludia la colectiva. El héroe, que defiende a ultranza los valores condenados a esfumarse, recibirá como castigo a su osadía el traslado a un regimiento alejado de Belgrado, todavía en poder de su ejército. Al recalar en su nuevo destino, ayudado sobre todo por una relación de parentesco, no tendrá problemas para volver a la capital serbia y visitar a su amada por muchas horas que ello le cueste.
La situación virara cuando la política y la inminencia del cataclismo se presenten con contundencia. El mosaico de etnias y naciones austrohúngaras hizo que los motines proliferaran entre la tropa porque, entre muchas otras cosas, los campesinos polacos, los trabajadores checos o los labradores ucranianos ya estaban por la labor de ser fieles a su juramento marcial. Muchos sectores de la soldadesca, sabiendo que era imposible ganar la guerra, desistieron de luchar y los oficiales, empecinados en el honor y otros vetustos códigos, decidieron poner orden en el desaguisado, algo que no siempre funcionaba.
Y es en estas cuando Menis se ve con un encargo que es un dilema entre la disciplina y el amor, entre la resistencia y la rendición. Portar el estandarte, una reliquia a preservar cueste lo que cueste, será su verdadero caballo de batalla porque al transportarlo cree llevar con él toda la fuerza de su nación, y por ese mismo motivo no dudará en recorrer miles de kilómetros a la intemperie, refugiarse en castillos sitiados escapando del enemigo y rendir una última y fantasmagórica visita al origen, al centro de decisiones de un mundo que ha arriado las velas con infinita tristeza.
Lo interesante es cómo plantea la partida Lernet-Holenia. Cada capítulo es una reflexión y un estado de ánimo que se refleja en el viaje por la desolación y el laberinto que anteriormente fue una alfombra roja donde todo lucía y se respiraba armonía. Cada paisaje deviene una pesadilla de tierra baldía y putrefacción que descompone el cadáver desde un horizonte de gangrena donde las heridas no cicatrizan y la anarquía luce sus mejores galas porque todo se viene abajo sin remisión.
Cuando una obra tiene inspiración se nota en nimios detalles que en El estandarte reciben su colofón en un final donde el desierto es Viena y las convenciones son espectros, sombras que no quieren aceptar lo consumado. En un tiempo donde tantos buscan rizar el rizo con las novelas de crisis no está de más observar cómo nuestros antepasados parieron sus mejores escritos sobre la finitud una vez esta hubo pasado porque hay algo que se llama perspectiva y es necesaria para entender los procesos. Sólo los genios y algunos movimientos como el neorrealismo italiano pueden hablar del presente desde el presente. En el caso austríaco, salvando la excepción de Karl Kraus y la diarística de muchas de sus máximas figuras, la máxima se cumple a rajatabla, si bien podemos pensar que Freud ya predijo la histeria que Lernet-Holenia plasma con una auténtica marea de susurros de debacle, piedras de destrucción del camino y la mansedumbre.
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