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viernes, 25 de octubre de 2019

Algo escrito en 24 horas



Hoy Antonio Delgado y servidor hemos hablado de algo escrito, libro de Emanuele Trevi con Pier Paolo Pasolini de fondo, ausente y siempre presente. Si quieres puedes escucharlo aquí

viernes, 10 de mayo de 2019

Michael Jackson en 24 horas de RNE



Ayer Antonio Delgado y servidor dedicamos la sección cultural del viernes en el 24 horas de RNE al ensayo de Paul Morley sobre Michael Jackson, su muerte y todas las derivas de la misma para explicar nuestro tiempo. Si quieres puedes escucharlo aquí

jueves, 22 de mayo de 2014

El robo de la Mona Lisa, de Darian Leader



El robo de la Mona Lisa: lo que el arte nos impide ver, de Darian Leader, por Jordi Corominas i Julián

Darian Leader, El robo de la Mona Lisa: lo que el arte nos impide ver, Madrid, Sexto Piso, 2014
Traducción de Elisa Corona Aguilar

Hilvanar las piezas es la clave de todo buen ensayo. Casi siempre es más importante en una historia lo que no se cuenta, los entresijos ocultos que la vertebran en su esencia. Con El robo de la Mona Lisa ocurre a rajatabla.

Darian Leader podría haberse conformado con una minuciosa investigación sobre Vincenzo Peruggia, el hombre que en 1911 robó el famoso cuadro de Leonardo, pero en vez de eso ha preferido captar ciertos detalles básicos que le permiten, desde su posición de psicoanalista, hurgar en los aspectos fundamentales de un caso que más allá de la anécdota esconde muchas claves sobre la mirada, el arte y nuestro entorno.
El autor británico parte de lo convencional y se adentra en un apasionante laberinto de relaciones. El robo se glosa con simplicidad, pues sólo es el punto de partida de un tejido bastante más complejo. La desaparición de la mujer sonriente mató tres pájaros de un tiro. El primero, desarrollado por Leader muy levemente, muestra la escasa seguridad del museo más importante de Francia a principios del siglo pasado. Unos años antes Géry Pieret había robado varias cabezas ibéricas y nadie se había percatado del hurto. Resultaba sencillo coger una estatua,  disimularla entre los pliegues de la gabardina y salir del recinto expositivo.
En segundo lugar la ausencia del lienzo, descubierta un día después de su sustracción por el pintor Louis Bèroud, propulsó su fama universal. Hasta 1911 la Mona Lisa era importante, pero la efeméride hizo que personas de todo el mundo la elevarán hasta los altares de la máxima celebridad. Esto conecta el tercer disparo de tan particular revólver. La gente acudió en masa para contemplar el hueco que había dejado el caco transalpino. Miles de seres humanos olvidaron, si es que las conocían, las consignas de los futuristas y pasaron por delante de la Victoria de Samotracia antes de llegar a la sala del delito. Miraban absortos la madera del muro, extasiados por el misterio, felices por decir que estuvieron ahí.



Y con esa pirueta llegamos al puerto de algunos de los significados del arte en la contemporaneidad. Esos espectadores deseaban contar a sus semejantes la primicia de estar en el sitio de los hechos. Les daba igual el fondo asimétrico de Leonardo: sólo querían afirmarse en la actualidad, así como constatar el morbo de lo que escapa al ojo a partir de la pérdida del objeto de moda.

Quizá ahora hemos invertido la ecuación y por eso algunos artistas avispados se divierten con una operación contraria a la que abordamos. Depositar un cuadro que no corresponde a la colección de un museo es una boutade, una provocación y un alterar las normas que sigue la premisa de lo desconcertante, aunque desentona porque la novedad carece de valor. Precisamente la valía del lienzo aporta otra interesante reflexión. Era imposible que el hurto fuera producto del impulso de beldad de un pobre desgraciado que nada sabía de Leonardo. La mayoría imaginó que el destino de la Gioconda era el domicilio de un rico que quería tenerla para su exclusivo disfrute. Sin embargo Peruggia la tuvo durante dos años en su domicilio, sin que nadie supiera de su hazaña. Cuando la transportó a Florencia arguyó que su proeza era patriótica, algo totalmente descabellado porque la Mona Lisa nunca estuvo en Italia, se concibió para que la gozara la monarquía gala.

Aquí accedemos a otro par de cuestiones. El cine ha rendido buena cuenta de la fascinación del millonario esteta, como acaece en el caso de Thomas Crown. Por otra parte la visión solitaria es una rareza porque el museo, desde que la Revolución francesa lo democratizó, es la acumulación intensiva que desbarata el placer de la concentración, dispersando la mirada hacia infinitos puntos inasibles.
Picasso podría decirnos algo de ese privilegio. El artista necesita sublimar determinados problemas mediante la creación, y asimismo prefiere centrar sus esfuerzos en la tranquilidad de lo único. Tanto el malagueño como Apollinaire sabían de los tejemanejes de Pieret y las cabezas ibéricas, que probablemente configuraron alguna inspiración para las señoritas de Aviñón. Perdonen la rima. Ambos fueron llamados a declarar como sospechosos y el mito del siglo XX negó tener relación su gran amigo, el poeta que pidió el retorno de Orfeo.



Vincenzo Peruggia no conocía a genios ni lo pretendía. Pese a ello tenía en su haber un antiguo trabajo en el Louvre. Los investigadores le interrogaron y toparon con un culpable escurridizo que se escabulló de una segunda ronda de preguntas. Tenían, algo vanguardista para la época, sus huellas digitales. No las cotejaron y de este modo postergaron cruzar la meta con antelación. Pasaron dos años y durante este tiempo el inmigrante, uno de tantos en la ciudad de la luz, campo a sus anchas. Es bonito dibujar su habitación y notar un desorden con lo que todos buscaban en un ángulo, como si lo más preciado fuera mínimo e irrelevante, una minucia más entre la inmensidad.

Darian Leader aprovecha lo argumentado, que al fin y al cabo es una excusa, para inmiscuirse en la urgencia del ojo, en la senda del recoveco de la mirada, donde, ya lo apuntábamos al principio, lo narrado es una superficie que enmascara prismas que ni siquiera soslayamos.


martes, 1 de abril de 2014

La bestia de París y otros relatos, de Marie-Luise Scherer




La bestia de París y otros relatos, de Marie-Luise Scherer, por Jordi Corominas i Julián

Marie-Luise Scherer, La bestia de París y otros relatos, Sexto Piso, Madrid, 2014
Traducción de José Aníbal Campos

Creo que lo buenos reportajes más que dar respuestas deben generar preguntas, ser capaces de llegar al alma del lector para que siga indagando en las cuestiones que los textos presentan. Antes de que cayera en mis manos La bestia de París, y otros relatos, no conocía a Marie Luise- Scherer. El libro, otro acierto de Sexto Piso, resulta atractivo desde un primer momento, los ojos se lo comen por la imagen de la cubierta, terrorífica, tanto que hace pensar en un volumen macabro que sólo lo es hasta cierto punto.
El primer plato es criminal y traza una línea muy oscura. Durante algún tiempo investigué casos de mujeres asesinas en Barcelona. Los asesinatos con acento femenino son raros, una excepción que sorprende, como también lo hace que las víctimas sean ancianas desvalidas. En la Ciudad Condal la bestia se llamaba Remedios Sánchez y preparaba tortillas a la policía a mediados de pasada década. Veinte años atrás la capital francesa tembló por un caso parecido con bastantes más ingredientes, entre otras cosas porque los protagonistas del suceso simbolizan un tiempo y una época.

Thierry Paulin era un joven de provincias con ínfulas. Se deslumbró por París y quiso mimetizarse. Tenía muchos elementos en su contra, desde su homosexualidad hasta el color de su piel. El mulato con ambiciones se enamoró de un chico similar. Juntos pensaron en ser reyes, y para lograrlo necesitaban un dinero que no proporcionan sus correrías por el mundo del espectáculo. Así fue como optaron por una vía rápida y contundente: cargarse a viejecitas indefensas.



Con el paso de los meses llegaron las desavenencias amorosas. Paulin y Mathurin se separaron como amigos y el primero siguió la estela de sangre porque deseaba seguir viviendo a todo trapo. Sus presas eran tortugas que no esperaban terminar así sus días. Su verdugo estaba poseído por una inercia que le impulsó, mientras se bebía la existencia con drogas y noche, a matar a más de veinte mujeres hasta que la fiesta, como siempre ocurre, dio paso a la detención. No hay crímenes perfectos, sólo malas investigaciones.
Mientras escribo la reseña he pensado que sus cuatro relatos son homicidios con tendencia a recorrer el siglo XX. El segundo se centra en un maltrecho poeta que disfrutó de las mieles del reconocimiento junto a grandes compañeros de viaje. Philippe Soupault, como la mayor parte de los protagonistas de esos gloriosos años veinte parisinos, es poco conocido en España. Fue uno de los grandes impulsores del surrealismo, conoció a Apollinaire y fue una especie de gemelo de André Breton, hasta que este, uno de los egos más insoportables de la pasada centuria, optó por pontificar lo que exigía el más alto grado de libertad. De Breton se ha escrito demasiado, y no conviene olvidar su caminar como si fuera una estatua de bronce. Más que el arte quiso ser inmortal antes de morir, y eso se refleja en las reflexiones de este paseo por lo que fue Soupault, contrario a tanta doctrina absurda que se cargó un grupo heterogéneo que pese a su avidez de éxito aportó conceptos clave para la cultura contemporánea, pilares que hoy en día se tergiversan desde el disparate y una idealización nutrida de ignorancia.



La tercera crónica parece sacada de la fiesta de los nobles de La Dolce Vita. Tras el fracaso de Luchino Visconti, quien a buen seguro hubiese realizado una joya inmortal, el alemán Volker Schlöndorf recogió el testigo y plasmó parte de la Recherche proustiana en el séptimo arte. El plató del rodaje sirve a la autora para trazar un retrato donde nobles de capa caída alternan con actores que, desde mi punto de vista, apuntan al fracaso del proyecto. De nada sirve la presencia de Delon o la bella Ornella Muti. La cámara que es la prosa se vuelca al pasado, recuerda cómo Proust hilvanó su leyenda entre salones donde se dedicaba a observar mientras nadie daba un duro por su trayectoria literaria. Las anécdotas del gran Marcel y ese París desaparecido entre las brumas dan paso a una última historia que podemos relacionar con los dimes y diretes de la filmación. La moda es un escaparate que Scherer capta con ironía desde la enorme ridiculez de la pose, el oropel y la figuración de egos rotos, pues al fin y al cabo el volumen es eso, un largo desfile de personalidades fragmentadas entre baches de la singladura concentrados en el punto más especial del
planeta.



Cada uno de los cuatro estudios, con mucho brío y un serio desenfado, abordan también como los seres humanos colisionamos contra antagonistas afines. Paulin topa con su propio reflejo, Narciso muerto de imposibilidad. Soupault ve en Cocteau a su Némesis por envidia, de ahí el colectivo y las barbaridades para epatar. Schlöndorf sucumbe ante el monstruo que quiere reproducir. Finalmente, sin ser menos que los otros, las ropas y embustes descritos alrededor de la pasarela son frustraciones sociales devorados por la única victoriosa de esta trama perpetua: París.


domingo, 1 de diciembre de 2013

Butes, de Pascal Quignard



Las ganancias y las pérdidas: Butes de Pascal Quignard, por Jordi Corominas i Julián 

Pascal Quignard, Butes, Madrid, Sexto Piso, 2011
Postfacio y traducción de Miguel Morey y Carmen Pardo

Cerca de Escila y Caribdis, enigmática frontera, las sirenas emiten un canto que pretende seducir desde la imperfección. Los sonidos que emiten estas figuras con cuerpo de ave y rostro femenino son imperfectos, primigenios hasta el paroxismo. Emiten ruidos que van destinados a los navegantes. Quieren encantar, hechizar para trascender fronteras indefinibles. Ulises se salvó por la advertencia de Circe y su historia es la que más gloria ha cosechado a lo largo de los siglos. Lo curioso de la misma es su resistencia basada en el empeño de permanecer, de respetar el camino trazado.

Por su parte Orfeo combatió el órdago de estos seres fabulosos con el contraste de su música, civilizada y producto de aquello que solemos denominar civilización. Su compañero Butes prescindió de la sofisticación y se zambulló en el mar para aceptar la llamada. La diferencia entre ambas posturas le sirve al francés Pascal Quignard para hilvanar un ensayo donde la lucha entre la aceptación del origen y el conformismo de continuar con fórmulas ya conocidas genera un texto híbrido con fragmentaciones necesarias porque al final, si se estructuran bien los contenidos, la suma de las partes siempre conduce a la totalidad.



Leyendo Butes recordé a varios personajes secundarios que atesoran en su interior infinitas posibilidades exegéticas. Mi favorito es el fenicio Flebas de La Tierra baldía de T.S. Eliot. Olvidó el grito de las gaviotas, el profundo oleaje y las ganancias y las pérdidas. Quizá pensé en su oscuridad porque tiene conexiones con el héroe de Quignard. La renuncia a las ganancias y las pérdidas entronca con la voluntad de renunciar a lo establecido, trazar un quilómetro cero y aceptar que con la exploración de nuevos confines nuestro mayor deseo no es desaparecer, sino volver al origen para volver a configurarlo.

Butes no es un capricho de un autor anómalo, bestia devota de un lirismo salvaje, árido para lo que es costumbre en nuestras latitudes, más bien acostumbradas a contundencias que no relacionan con tanta sutileza universal. El argonauta se libró de un ignoto destino mediante la intervención de Afrodita, con quien tuvo un hijo en Lilibea, Sicilia. El retoño da aún hoy en día nombre al monte Érice de la isla italiana.
Asociemos las piezas. La metáfora del trance es más que meridiana. La apuesta del valiente puede traducirse en la idea de Jankélevitch, la música nos envuelve y así nos penetra porque es vasta e infinita como el mar, o bien virar hacia la fusión de riesgo como única tabla que guía hacia la belleza, bien remoto, aislado y siempre precioso porque son pocos los que pueden alcanzarla y tener hijos con ella.



Quignard mezcla ambos pensamientos porque su ensayo se bifurca en varios sentidos que convergen en unas conclusiones antiguas que, sin embargo, son muy contemporáneas. Si Butes se lanza al vacío es porque de forma inconsciente intuye que sólo puede ser moderno si capta las esencias pretéritas, algo que en la actualidad muy pocos artistas comprenden porque creen que de la nada se puede construir un edificio sólido y duradero.

 La estratagema conceptual del autor de Las sombras errantes tiene algo de autobiográfico, siempre renunció a la lógica cuando estaba en el punto idóneo para seguir el camino trillado, y asimismo circula por el sendero de la estética pura y dura que no se limita a la beldad sin más. El nadador de Paestum, Cicerón o Egeo arrojándose a las aguas que llevan su nombre son símbolos de una repetición beneficiosa, de un gesto fugaz que inaugura porque deja atrás, como si despidiéndose de la tierra firme supieran de espacios vetados a los que se conforman. La duda es legítima, un puerto donde todos entramos y del que muy pocos salen. La mayoría se asusta e imita a los cangrejos. Los que optan por coger ese barco imaginario activan las teclas de una continuidad histórica que con proezas individuales, el mero atrevimiento lo es, nutren a toda la comunidad.

Butes es un libro que desde teorías únicas no quiere ser definitivo. Esa es su mayor virtud. El autor ha generado una visión desde un aspecto ínfimo y ha desembarcado donde quería, y lo mismo desea que haga el lector desde la libertad de interpretación y criterio personal. El estilo, lírico y preciso, enlaza con Pierre Michon por la búsqueda desde la pequeñez y con Jean Pierre Vernant por el modo de enfocar el legado de los clásicos. No hablamos de influencias, más bien de compañeros de viaje, de ópticas similares, felices extrañezas del trayecto en la conciencia del detalle y la sapiencia de deshacer el hilo, no dar nada por sentado y acercarse a lo remoto para construir con garantías el presente.



lunes, 4 de febrero de 2013

Muss/ El gran imbécil de Curzio Malaparte en Revista de Letras


Un díptico imprescindible: “Muss/El gran imbécil” de Curzio Malaparte

Por  | Destacados | 4.02.13
Muss/ El gran imbécil. Curzio Malaparte
Traducción de Juan Ramón Azaola
Sexto Piso (Barcelona, 2013)
Mientras leía Muss, primer ensayo del díptico publicado en España por Sexto Piso, tuve un momento de vértigo. Tras un buen número de páginas ensayísticas el texto, de golpe y porrazo, cambió de tercio, iniciándose un fragmento muy novelesco donde Curzio Malaparte narraba su seguimiento por la Roma de la posguerra del asesino de Mussolini. El episodio sirve al narrador para jugar con el pasado desde direcciones determinantes. De la anécdota ubicada en las cercanías de Montecitorio se traslada a ese Milán sangriento de finales de abril de 1945, con el dictador fascista en la morgue, sin cerebro, desnudo y con el rostro demacrado de los días anteriores: meado, vilipendiado y colgado en una gasolinera por el pueblo que simuló amarle.
Su crónica aúna bríos novelísticos con un tono documental magnífico, autobiografía enmascarada por escapar del yo y centrarse en el mayúsculo ego, ya inánime, del hombre que bautizó una de las sendas más catastróficas de la pasada centuria y gobernó Italia durante veinte años.
Antes, justo en el nacimiento del volumen, Malaparte vuela a una efeméride con tintes de leyenda urbana. El Duce gustaba de pasear entre la multitud con el sombrero bien calado. Entraba a un cine y era el único espectador de la sala que se sentaba sin aplaudir al jefe del Estado, al payaso que congregaba multitudes en Piazza Venezia, durante la emisión de las noticias. Los que estaban a su lado, anónimos ciudadanos, le decían que era mejor erguirse y seguir la claque para salvar las apariencias.
Mussolini no tenía sentido del ridículo, punto que vértebra tanto  este intento fallido, pero bello en su inacabado encaje, de biografía del amado odiado, del ídolo que cayó del pedestal por traicionar  promesas de revolución social. Ese es el impulso que movió al escritor de Prato en su redacción.
Curzio Malaparte (foto: Sexto Piso)
Malaparte fue un entusiasta partidario del fascio desde su fundación. Acompañó, entre muchos miles, a Benito Mussolini en su marcha sobre Roma de octubre de 1922 y fue un ideólogo del régimen durante gran parte de esa década, hasta que se desencantó y cargó la tinta de su pluma con coherencia y una extraña, por particular, lucidez.
El trabajo de escritura de Muss duró en su conjunto casi veinticinco años. Con muchas interrupciones, como si el destierro, la guerra y los acontecimientos políticos, pan nuestro de cada día en la primera mitad del siglo XX, hubieran impedido completar el rompecabezas. Por ello, las dos partes del libro están bien diferenciadas. La que reflexiona sobre el fascismo como conclusión horripilante de la contrarreforma, el culto italiano al santo elegido por el pueblo y la relación del cristianismo con el surgimiento de dos afines estados totalitarios, entre muchas otras cosas, quiere lograr la utópica proeza de plasmar en un solo manuscrito el alfa y omega de la italianizad para entender los motivos que llevaron a Mussolini.
El dictador es el protagonista, sí, pero su cuerpo sirve para buscar los porqués del descalabro de sumisión y silencio desde la consagración de la parafernalia. La retórica siempre ha adornado la cosa pública italiana, algo muy mediterráneo si se quiere. Si los ministros democráticos inauguraban estatuas, el líder calvo ornaba el entramado urbano con arcos de triunfo, esculturas, frases de la Roma antigua y lemas de pura hipérbole marinettiana. El parque temático no lo ha inventado la posmodernidad.
Por supuesto, tanto Muss como El gran imbécil son rabiosas sátiras; sin embargo, la semblanza con lagunas del enemigo, más detestado si cabe por el trato directo durante  la era de esplendor, es un ensayo no sujeto a ninguna norma lineal. Los temas fluyen con naturalidad, entrelazándose con sutileza mientras se propinan sonoras coces al objeto de inquina, héroe de pacotilla, arquitecto de una sádica comedia donde quería poner de rodillas a sus compatriotas, dolientes y resignados, reyes de la fachada de postalita, egoístas de vanguardia.
El gran imbécil es diametralmente opuesto a su predecesor en el díptico tanto en forma como en estilo, lo que sin duda es consecuencia de una ráfaga de inspiración que podemos fechar entre finales de julio de 1943 hasta mediados de agosto del mismo año, justo en los días de la real defenestración de Mussolini y la consecuente, y brevísima, euforia por la caída del tirano. Ya llegarían la ocupación alemana, la República de Salo y el claro sostén de Malaparte para con los aliados. Las jornadas posteriores a la destitución del ogro fueron una catarsis reflejada en una descarnada sátira que recupera una tradición renacentista para burlarse con saña de Mussolini en su adiós temporal al cetro. Prato y una gata negra como la noche en las murallas a la espera de un bel canto del que asedia los muros. El picapedrero que se cargó enteros barrios de la Ciudad Eterna para regocijo de su idolatría ad portas, castrado sin su juguete favorito, esputado por vocablos repletos de sano veneno con la ira empapando el termómetro.
Sólo puede celebrarse que la paulatina entrada de Malaparte, más alla de las emblemáticas Kaputt y La piel, en el panorama español, que en los últimos tiempos le rinde pleitesía con buenas ediciones de sus novelas bandera a cargo de Galaxia Gutenberg y la edición de la biografía escrita por Maurizio Serra en Tusquets. Esperemos que Muss/ El gran imbécil sea una piedra más en la construcción de este camino.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Diálogo con Jean Rolin en Revista de Letras







Diálogo con Jean Rolin, por Jordi Corominas i Julián| Destacados | 18.11.12


Es miércoles por la mañana y empiezo a notar el frío otoñal mientras me dirijo a un hotel para solucionar una historia que empezó un mes atrás en el buzón de mi casa con un enorme sobre a mi nombre. Contenía obras de Jean Rolin publicadas por dos editoriales, Libros del Asteroide y Sexto Piso, un extraño combo compuesto por El rapto de Britney Spears y La cerca, novelas donde el espacio se erige en protagonista a partir del rompecabezas generado por el movimiento de sus personajes. En la primera, la trama se centra en una delirante y absurda trama de espionaje que permite asistir a la persecución, por parte de un agente francés, de Britney Spears y toda una camarilla de famosos en un contexto de lujo y paparazzi, diametralmente opuesto al de La cerca y sus vivencias de hombres de periferia, desgraciados y prostitutas que alternan en protagonismo con el mariscal Ney, ambiguo militar napoleónico que da lustre al barrio con su avenida.

Entre la miseria de la banlieue y el oropel de Beverly Hills hay más coincidencias de las que podríamos imaginar, y lo mismo ocurre con los dos volúmenes que centran mi diálogo con el escritor francés. El lapso de diez años entre uno y otro no hace sino demostrar que una trayectoria adquiere coherencia a través de ideas, estilos y continuidades que se filtran en el aire de los libros.

Rolin es alto y muy delgado. Su presencia en la luminosa estancia que acoge nuestro diálogo es rara, como si su cuerpo tuviera que estar por fuerza en otro lugar, respirando calle sin cuadros, luces y mesas de diseño. Todo eso desaparece de mi mente cuando, tras intercambiar algunas palabras de bienvenida, enciendo mi grabadora y doy paso al ritual de preguntas y respuestas.




He observado en ambas novelas una particular obsesión por topografiar los espacios.


Sí, es algo muy importante y que por lo demás se puede localizar en la mayoría de mis libros. Casi siempre empiezo localizando un territorio en un mapa y después imagino la historia que sucederá en el espacio.

Entonces digamos que esta obsesión forma parte de tu metodología como escritor.

No lo hago expresamente, sale así, es una característica de mi trabajo desde hace tiempo. Casi siempre me inspiro a partir de una representación cartográfica del territorio y luego elijo determinados tramos del mismo.

Tanto en La cerca como en El rapto de Britney Spears observo que los personajes, y asimismo el narrador, están en un espacio del que parecen totalmente alienados, como si fueran extraños al territorio.

Lo hago para remarcar el modo en que me desplazo por estos espacios, con diferentes niveles de conocimiento, porque lógicamente el barrio de La cerca, situado en la zona Noroeste de París, me es mucho más familiar que los lugares por donde transcurre la acción de El rapto de Britney Spears. En todos los casos se trata de una exploración a partir del mapa.

Es como un juego detectivesco. Entre La cerca y El rapto de Britney Spears hay un contraste social de los escenarios. Pasamos de la periferia parisina al frívolo lujo de Los Ángeles.

En El rapto de Britney Spears el narrador nunca penetra verdaderamente en el mundo de las estrellas, entre otras cosas porque tampoco quiere hacerlo. Se desplaza por el territorio de su objeto de observación, se fija en sus hábitos y en su actitud territorial, pero nunca quiere acercarse a Britney. Si eso sucede se retira del escenario.

Es un antropólogo. Hace la cartografía de Britney sin acercarse porque quiere estudiarla y sacar sus conclusiones.

Sí. Para que veas lo auténtico de mis pesquisas cartográficas te contaré cómo empecé a investigar el tema. Al tener la idea de Britney decidí informarme mediante revistas de cotilleo, a las que no estaba precisamente acostumbrado. Un buen día localicé en una de estas publicaciones un mapa con los movimientos de Britney Spears durante una semana. No era su buena época, salía mucho y hacía tonterías. Sus desplazamientos eran totalmente arbitrarios. Ese mapa me convenció para emprender el reto de la novela. Britney se movía entre restaurantes, bares, locales y tiendas de ropa. Lo que me fascinó del personaje fueron sus movimientos. Normalmente las personas circulamos por una cuadrícula totalmente definida y limitada.





Y somos animales de costumbres, tenemos una inevitable tendencia a la repetición pese a creer tener una vida completa y muy variada.

Sí, eso creemos, pero no es verdad. Lo curioso es que Britney hace lo mismo que cualquier persona, pero en sitios de lujo. Su vida es tan miserable como la nuestra, pero por nosotros no se interesa nadie. Yo mismo en París frecuento siempre los mismos locales y tiendas, pero claro, son de barrio.

Como todos…

Además para las estrellas el shopping es una actividad que llena su tiempo.

Es la banalidad del shopping. Con El rapto de Britney Spears también creo que se muestra lo patético de nuestro tiempo, porque de nada sirve saber lo que hacen los famosos, es una de las absurdidades del exceso de información.

Sí, y es tan cierto que hasta se puede comprender a través de los paparazzi. Si tuviera tiempo haría un estudio antropológico sobre sus orígenes por nacionalidad y clase social. Por ejemplo, los paparazzi brasileños provienen de un estrato social diferente al lo de los franceses. También trabajan diferente, con otros métodos.

Y eso habrá evolucionado por la creciente importancia del paparazzi y la demanda de un público deseoso de carnaza.

Al principio de su historia los paparazzi buscaban pillar a los famosos en situaciones anómalas o comprometedoras, a ser posible con connotaciones sexuales. Ahora todo es mucho más fácil y la idea central del trabajo de estos caza imágenes es mostrar a las estrellas en situaciones de absoluta normalidad, y en la mayoría de casos estas se crean artificialmente.

¿Con la aquiescencia de la estrella de turno?

Sí, porque si te fijas las estrellas tienen un enorme servicio doméstico para los menesteres cotidianos, es decir, no son ellas las que van a comprar ni a pasear a sus mascotas. Este tipo de fotos suelen hacerse para evitar la mala reputación mediante la generación de empatía con las personas normales.

Y estas personas normales son las protagonistas de La cerca. Viven en la periferia, hablan mucho y también se inventan una barbaridad de historias sin necesidad de recurrir a los paparazzi.

En La cerca hay varios tipos de personaje, y el más importante en el sentido de nuestra charla es el narrador, del que sabemos poco porque se limita a reflejar las preocupaciones de los habitantes del barrio para así poder conocer su personalidad.

En ambos casos la idea es penetrar en lo desconocido, en territorios ajenos a tu persona.

En La cerca la incursión es, en apariencia, menos arriesgada, porque se produce en la periferia de Paris, pero desde un punto de vistas social el distanciamiento es el mismo, no diferencié entre estrellas y vagabundos.

Quizá estemos más cerca de los famosos por el bombardeo de información.

Sí, es una cercanía mediática. Además he trabajado en el sector y creo que sí, que sin serme afín tengo más cercanía con el mundo de los famosos que con el de los vagabundos, pero sólo a nivel informativo.

Entre los dos libros distan diez años y tienen muchas coincidencias temáticas y estructurales.

Entre ambos he publicado más libros, pero en todos ellos existe la coincidencia geográfica, me interesa mucho el tema.

¿Y esta idea tiene influencias de Perec?

Sí, Perec sin duda. Si uno escribe libros hoy en día tiene que considerar que el recurso a la psicología está prácticamente agotado. En mi caso reconozco que a partir de mapas y planos estimulo mi imaginación y siento el deseo de moverme y visitar lugares. De esto modo empiezo a pensar tramas. Por otra parte toda realidad territorial goza de una legitimación que traspasa la literatura. Los mapas me dan un eje que me acerca a la realidad y me permite tratarla con cierto detalle.

Y con pocos trazos de la cuadrícula, sea esta de L. A. o parisina, ya puedes bastarte para reflejar la cotidianidad en su esencia. La ciudad es un laberinto que la literatura ordena.

Sí, y hacer que la ciudad sea un personaje de la novela porque desde su tejido se articula el relato.