Un
verano con Jean Cocteau (VI): El libro blanco, por Jordi Corominas i Julián
Jean
Cocteau, El libro blanco, Barcelona, Cabaret Voltaire, 2010
Traducción
y estudio de Montserrat Morales Peco
Prólogo
e ilustraciones de Jean Cocteau
“El
mundo acepta las experiencias peligrosas dentro del ámbito del arte porque no
toma el arte en serio, pero las condena en la vida real.”
A
finales de 1927 Jean Cocteau escribió en el Hotel de l’Étoile de Chablis un
breve texto de carácter autobiográfico, un rompecabezas donde ubicó las piezas
con una anarquía que confluía en la lógica mediante el libre albedrío de quien
las compone. En ese momento su vida se había convertido en un intrincado
laberinto donde el opio ejercía su tiranía y la mente volaba hacia muchos
destinos para intentar hallar acomodo en un camino de salvación.
Esta
fase, trágica pero fructífera como siempre ocurre con nuestro protagonista,
surgió a partir del inesperado fallecimiento de Raymond Radiguet, que sumió al
poeta en un estado de desesperación que sólo aplacaron la ingesta masiva de
droga y algún que otro intento de abrazar la fe. Sin embargo, los años veinte
destacarán en su trayectoria con poemarios del calibre de L’Ange Heurtebise,
obras teatrales como Orfeo, la novela Les enfants terribles, que escribió del
tirón en una semana, y una serie de escritos que abren la década de los treinta
y nos muestran a un autor en pleno esplendor creativo, desde Opium hasta La
voix humane pasando por su debut cinematográfico con Le sang d’un poète.
Tanta
efervescencia en las artes no impedía la consolidación del rostro jánico de
Cocteau, con uno público siempre presente y otro privado que ocultaba facetas
no muy bien vistas hasta hace pocos años. La homosexualidad fue un conflicto
que le acarreó malestar durante gran parte de su vida, hasta el punto que en
algún que otro instante intentó ir con mujeres para ver si podía, dentro de la
mentalidad imperante por aquel entonces, sanarse
e integrarse en una normalidad que le disgustaba y agradaba a partes iguales.
Es
indudable que Cocteau no figuraba en la ortodoxia de la sociedad de su tiempo,
pero aún así respetaba determinados parámetros. Buena prueba de ellos es la
operación que emprendió con El libro blanco. Lo escribió en un lapso corto de
tiempo y decidió editarlo con el Maurice Sachs, quien, pese a la biografía que
le dedicó no hace tanto Enrique López Viejo, sigue siendo un gran desconocido
en España.
La
obra salió en una edición limitada de poco más de treinta ejemplares y era
anónima, con lo que Cocteau renunciaba a postularse como defensor de la causa
homosexual. La ausencia de firma incidía en su aceptación a regañadientes de
los esquemas políticamente correctos, algo que medio desmintió en 1930 cuando
añadió, junto a su rúbrica, una serie de dibujos que ilustraban las vivencias
del protagonista del Libro blanco a los que acompañó con un prólogo donde
desmentía su autoría del texto y aclaraba que no deseaba incluir su nombre al
conjunto de páginas porque éstas adquirirían la apariencia de una autobiografía
cuando él, Cocteau, se reservaba la escritura de la suya, aún más singular.
¿Tan
escandaloso es El libro blanco? Debemos hacer el esfuerzo de trasladarnos a la
mente de un lector de la época. En 1928 un relato de estas características era
inmoral y sacudía los cimientos del público burgués. Nada raro si seguimos los
pasos de nuestro poliédrico artista, que sin duda armó una narración de gran
belleza por su lirismo y el impacto de determinadas imágenes en una prosa
desprovista de filigranas desde su objetivo de contar una expiación, porque el
texto se configura en confesión moderna para expulsar demonios y respirar con
libertad la urgencia de reinventar el amor.
Muchos
han creído que lo vertido en El libro blanco es meramente autobiográfico, y no
van errados del todo pese a no se puede tomar al pie de la letra lo escrito,
dado que Jean Cocteau cocina un tutti frutti de vivencias que disloca tanto en
tiempo como en espacio. Nos habla de la muerte de su madre cuando quien
desapareció cuando él era un chiquillo fue su padre, suicida por motivos que
desconocemos, si bien el narrador se plantea si su progenitor compartía su
gusto por el sexo masculino.
En
todo caso la evolución de la trama exhibe la desesperación de quien se siente
cenizo en su batalla erótica. La primera víctima del infortunio que arrastra es
el jovencito Dargelos, Adonis del instituto de pútridos olores, cárcel salvada
por la aparición de un Dios mortal que consolida la atracción por los hombres
intuida en la infancia entre gitanos desnudos, sirvientes y otras escenas donde
se remarca el impacto del cuerpo desprovisto de ropajes en un contexto natural,
otra arma de polémica por el enfoque positivo que se confiere al asunto.
Tras
las experiencias adolescentes-entre las que se incluyen una serie de aventuras
muy similares a las de la novela La gran
separación, intento de adecuarse a lo canónico simbolizado en la mujer- nos
adentramos en los misterios de la gran ciudad con un ménage à trois donde el
protagonista es pura bondad para remediar el desaguisado de una prostituta y su
chulo. De ahí nos movemos al sur, trasladándonos a Toulon, donde Cocteau
proyecta el recuerdo de su estancia marsellesa cuando escapó de su casa a los
quince años y malvivió en el puerto de la antigua colonia focense entre putas,
criminales y marineros. Puede que uno de ellos inspirara a Pas de chance, pero
sabemos que no fue así, pues este personaje, entrañable en su llanto de
soledad, se basa en Marcel Servais, a quien el poeta conoció en Toulon en
verano de 1927 en compañía de su amigo Jean
Desbordes.
“La
iglesia estaba desierta. Los pescadores no entraban. Admiré el fracaso de Dios;
es el fracaso de las obras maestras. Lo que no impide que sean ilustres y
venerados.”
La
redención, lo que nos sitúa en el clasicismo estructural de un relato
iconoclasta, debe llegar por la religión, no sin antes transitar por tugurios
de perdición donde el protagonista se recreará con juegos de espejos y
voyeurismo. El estímulo católico se inserta, como ya hemos mencionado, en el
perfil autobiográfico del propio Cocteau, quien intentó seguir los preceptos
místicos del padre Jacques Maritain. La aparición, y así acaece también en El libro blanco, de un nuevo amor
truncará esta apuesta. Jean Desbordes será el sustituto de Radiguet, llenará su
hueco y servirá como modelo para H., quien sin embargo es mucho más diabólico
desde su promiscuidad bisexual que abocará al narrador otra vez a los brazos de
la institución más vetusta del Planeta. Le tienta el monasterio, insuficiente
para subsanar su desasosiego en la estela de negativas, golpes bajos y el
tormento que producen los efectos de intentar querer y no ser correspondido
desde la plenitud anhelada. El final, de una modernidad admirable, habla por sí
solo.
“Un
vicio de la sociedad convierte en vicio mi rectitud. En Francia, ese vicio no
vale el presidio debido a la tradición de los Hijos de Cambacérès y a la
longevidad del Código Napoleón. Pero no acepto que sólo se me tolere. Eso hiere
mi amor del amor y de la libertad.”
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