domingo, 1 de septiembre de 2013

Un verano con Jean Cocteau (VI): El libro blanco



Un verano con Jean Cocteau (VI): El libro blanco, por Jordi Corominas i Julián

Jean Cocteau, El libro blanco, Barcelona, Cabaret Voltaire, 2010
Traducción y estudio de Montserrat Morales Peco
Prólogo e ilustraciones de Jean Cocteau

“El mundo acepta las experiencias peligrosas dentro del ámbito del arte porque no toma el arte en serio, pero las condena en la vida real.”

A finales de 1927 Jean Cocteau escribió en el Hotel de l’Étoile de Chablis un breve texto de carácter autobiográfico, un rompecabezas donde ubicó las piezas con una anarquía que confluía en la lógica mediante el libre albedrío de quien las compone. En ese momento su vida se había convertido en un intrincado laberinto donde el opio ejercía su tiranía y la mente volaba hacia muchos destinos para intentar hallar acomodo en un camino de salvación.
Esta fase, trágica pero fructífera como siempre ocurre con nuestro protagonista, surgió a partir del inesperado fallecimiento de Raymond Radiguet, que sumió al poeta en un estado de desesperación que sólo aplacaron la ingesta masiva de droga y algún que otro intento de abrazar la fe. Sin embargo, los años veinte destacarán en su trayectoria con poemarios del calibre de L’Ange Heurtebise, obras teatrales como Orfeo, la novela Les enfants terribles, que escribió del tirón en una semana, y una serie de escritos que abren la década de los treinta y nos muestran a un autor en pleno esplendor creativo, desde Opium hasta La voix humane pasando por su debut cinematográfico con Le sang d’un poète.

Tanta efervescencia en las artes no impedía la consolidación del rostro jánico de Cocteau, con uno público siempre presente y otro privado que ocultaba facetas no muy bien vistas hasta hace pocos años. La homosexualidad fue un conflicto que le acarreó malestar durante gran parte de su vida, hasta el punto que en algún que otro instante intentó ir con mujeres para ver si podía, dentro de la mentalidad imperante por aquel entonces, sanarse e integrarse en una normalidad que le disgustaba y agradaba a partes iguales.

Es indudable que Cocteau no figuraba en la ortodoxia de la sociedad de su tiempo, pero aún así respetaba determinados parámetros. Buena prueba de ellos es la operación que emprendió con El libro blanco. Lo escribió en un lapso corto de tiempo y decidió editarlo con el Maurice Sachs, quien, pese a la biografía que le dedicó no hace tanto Enrique López Viejo, sigue siendo un gran desconocido en España.

La obra salió en una edición limitada de poco más de treinta ejemplares y era anónima, con lo que Cocteau renunciaba a postularse como defensor de la causa homosexual. La ausencia de firma incidía en su aceptación a regañadientes de los esquemas políticamente correctos, algo que medio desmintió en 1930 cuando añadió, junto a su rúbrica, una serie de dibujos que ilustraban las vivencias del protagonista del Libro blanco a los que acompañó con un prólogo donde desmentía su autoría del texto y aclaraba que no deseaba incluir su nombre al conjunto de páginas porque éstas adquirirían la apariencia de una autobiografía cuando él, Cocteau, se reservaba la escritura de la suya, aún más singular.



¿Tan escandaloso es El libro blanco? Debemos hacer el esfuerzo de trasladarnos a la mente de un lector de la época. En 1928 un relato de estas características era inmoral y sacudía los cimientos del público burgués. Nada raro si seguimos los pasos de nuestro poliédrico artista, que sin duda armó una narración de gran belleza por su lirismo y el impacto de determinadas imágenes en una prosa desprovista de filigranas desde su objetivo de contar una expiación, porque el texto se configura en confesión moderna para expulsar demonios y respirar con libertad la urgencia de reinventar el amor.

Muchos han creído que lo vertido en El libro blanco es meramente autobiográfico, y no van errados del todo pese a no se puede tomar al pie de la letra lo escrito, dado que Jean Cocteau cocina un tutti frutti de vivencias que disloca tanto en tiempo como en espacio. Nos habla de la muerte de su madre cuando quien desapareció cuando él era un chiquillo fue su padre, suicida por motivos que desconocemos, si bien el narrador se plantea si su progenitor compartía su gusto por el sexo masculino.



En todo caso la evolución de la trama exhibe la desesperación de quien se siente cenizo en su batalla erótica. La primera víctima del infortunio que arrastra es el jovencito Dargelos, Adonis del instituto de pútridos olores, cárcel salvada por la aparición de un Dios mortal que consolida la atracción por los hombres intuida en la infancia entre gitanos desnudos, sirvientes y otras escenas donde se remarca el impacto del cuerpo desprovisto de ropajes en un contexto natural, otra arma de polémica por el enfoque positivo que se confiere al asunto.

Tras las experiencias adolescentes-entre las que se incluyen una serie de aventuras muy similares a las de la novela La gran separación, intento de adecuarse a lo canónico simbolizado en la mujer- nos adentramos en los misterios de la gran ciudad con un ménage à trois donde el protagonista es pura bondad para remediar el desaguisado de una prostituta y su chulo. De ahí nos movemos al sur, trasladándonos a Toulon, donde Cocteau proyecta el recuerdo de su estancia marsellesa cuando escapó de su casa a los quince años y malvivió en el puerto de la antigua colonia focense entre putas, criminales y marineros. Puede que uno de ellos inspirara a Pas de chance, pero sabemos que no fue así, pues este personaje, entrañable en su llanto de soledad, se basa en Marcel Servais, a quien el poeta conoció en Toulon en verano de 1927 en compañía de su amigo Jean Desbordes.

“La iglesia estaba desierta. Los pescadores no entraban. Admiré el fracaso de Dios; es el fracaso de las obras maestras. Lo que no impide que sean ilustres y venerados.”

La redención, lo que nos sitúa en el clasicismo estructural de un relato iconoclasta, debe llegar por la religión, no sin antes transitar por tugurios de perdición donde el protagonista se recreará con juegos de espejos y voyeurismo. El estímulo católico se inserta, como ya hemos mencionado, en el perfil autobiográfico del propio Cocteau, quien intentó seguir los preceptos místicos del padre Jacques Maritain. La aparición, y así acaece  también en El libro blanco, de un nuevo amor truncará esta apuesta. Jean Desbordes será el sustituto de Radiguet, llenará su hueco y servirá como modelo para H., quien sin embargo es mucho más diabólico desde su promiscuidad bisexual que abocará al narrador otra vez a los brazos de la institución más vetusta del Planeta. Le tienta el monasterio, insuficiente para subsanar su desasosiego en la estela de negativas, golpes bajos y el tormento que producen los efectos de intentar querer y no ser correspondido desde la plenitud anhelada. El final, de una modernidad admirable, habla por sí solo.

“Un vicio de la sociedad convierte en vicio mi rectitud. En Francia, ese vicio no vale el presidio debido a la tradición de los Hijos de Cambacérès y a la longevidad del Código Napoleón. Pero no acepto que sólo se me tolere. Eso hiere mi amor del amor y de la libertad.”


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